Por Fernando Reyes Baños


Hace algunos años, en un especial emitido por el canal E! Entertainment Television, un multimillonario estadounidense dijo, con voz segura ante las cámaras del programa E! True Hollywood Store que, según las encuestas (no especifica cuáles), él era el hombre más conocido del mundo. Exitoso en los negocios, conferencista internacional, ganador de premios, autor de libros, conductor de realitys show, nombrado por la revista Forbes como uno de los hombres más ricos del mundo y propietario de varios edificios que llevan el apellido de su familia no es difícil comprender por qué un personaje como Donald Trump ha venido marcando tendencia mundial en la última década hasta el punto que, en la actualidad, se encuentre contendiendo como precandidato republicano a la Casa Blanca.

Al margen de nuestras opiniones sobre sus comentarios en materia de política exterior, o incluso de que pueda seguir adelante en su búsqueda por alcanzar la presidencia del vecino país del norte, lo cierto es que este magnate es un personaje conocido por muchos y que por su forma, digamos, de manejar sus asuntos representa, casi emblemáticamente, el segundo de los cuatro imperativos propuestos por Robert Brannon y Deborah David en 1976 para definir la masculinidad, es decir, ser importante, mandamiento que implica para el hombre tener poder, buscarlo y mantenerlo siempre, cuidar de nunca perderlo y buscar más, siempre más (porque, al parecer, nunca será suficiente); deber susceptible de medirse por ciertos atributos como ser exitoso, estar por encima de otras personas, ser competitivo, tener estatus social, demostrar antes o después que la razón estuvo todo el tiempo de su parte y contar con la admiración de los demás.

Sería innecesario verificar en este artículo los atributos mencionados en la persona de Trump, ya que el lector(a) interesado(a) podrá encontrar mucha información al respecto en la Internet, siendo en cambio más productivo preguntarse: ¿cuál es exactamente el problema con este imperativo? Parecería tentador apelar al aspecto más positivo de este ejemplo y suponer que todos los hombres, “para ser hombres”, deben como descubrir o construir al Donald Trump que “llevan dentro” (y heredar, dicho sea de paso, un imperio a los veintiocho años como lo adquirió él), pero siendo menos ingenuos debemos reconocer que tales atributos promueven la desigualdad entre hombres y mujeres: obviamente, “ser importante” connota “estar por encima”, “tener un estatus superior”, “tener siempre la razón”, etc., con relación a la mujer, para quien se connotaría justamente los atributos opuestos, razón por la cual, el cumplimiento de este imperativo parece justificar “pasar por encima de las mujeres”, concebir su estatus en la sociedad como inferior al del hombre (por ejemplo, como “amas de casa”), pensar que las mujeres siempre son subjetivas a la hora de tomar decisiones (no en balde, cuando la comunicación con las mujeres no parece fluir adecuadamente, los hombres recurren usualmente a la consabida frase “¡Quién entiende a las mujeres!”), etc. A lo anterior habría que agregar también, la desigualdad que tales atributos implican en la relación que los hombres establecen con otros hombres, con quienes tienen que competir, ponerse a prueba y compararse en todo momento, para saber quién tiene más exitoso, por encima de quién deberá pasarse, con quienes deberá competirse y otros aspectos más, que no por casualidad aparecen en los realitys show conducidos o promovidos por Trump (por ejemplo, la serie de televisión The Apprentice y sus muchas versiones alrededor del mundo), así como también en otros programas de televisión.

Seguiremos abordando este imperativo y sus implicaciones sociales en el siguiente artículo.



El contenido plasmado en este blog es producto de la reflexión de su autor, de sus colaboradores y de los pensadores que en él se citan. Cualquier semejanza con la realidad o alguna ficcón literaria, televisiva, psicótica paranoide o de cualquier otra índole es mera coincidencia

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