La felicidad

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Por el Ing. Sergio Amaya Santamaría

El ser humano, a través de su historia, ha ido en busca de la felicidad, ese estado de gracia que el hombre disfruta de paz y dicha absolutas. Pero ésta puede ser una definición como hay tantas, emitidas por una gran variedad de filósofos de más autoridad que este humilde “escribidor”.


Sin entrar en sesudos estudios filosóficos, basado simplemente en la experiencia, me doy cuenta que la felicidad no es un valor absoluto, pues en tanto para unos puede ser representada por estados de riqueza material, para otros tal vez sea alcanzar bienes morales, físicos o espirituales.

De forma sucinta, la felicidad es un breve estado de plenitud entre tiempos de pena y desdicha.

Como todo en la naturaleza, un estado o situación tiene su antónimo: para apreciar el calor, debimos haber sentido el frío. Para apreciar la riqueza, es menester haber sido tocados por la necesidad. De la misma manera, para que vivamos la felicidad, debimos haber pasado por un estado de pena. La felicidad eterna existe, según las religiones, en el cielo, nirvana, paraíso o de cualquier forma que se llame a ese supuesto lugar al que iremos al reunirnos con el Creador. Una especie de felicidad podría ser, tal vez, ese estado de alejamiento del medio físico que alcanzan los místicos, como Siddhartha, Santa Teresa o San Juan de la Cruz.

Fuera de esos seres tocados por la Gracia, nosotros, simples mortales, tenemos que enfrentarnos a la lucha diaria en busca de la felicidad. Ese estado de ánimo es multifacético, pues la felicidad nos muestra caras diferentes.

Para un niño lactante, la placidez que alcanza al ser amamantado por su madre, aseado y arrullado por ella, podría ser definida como felicidad. Pasados unos años, ese mismo niño tal vez sienta la felicidad cuando recibe un regalo o se reúne con sus amigos, pero esos breves momentos de felicidad estarán aderezados por momentos de tristeza, llanto o dolor, cuando ante una falta, es reprimido o castigado.

En contraste, hay niños que viven tal infortunio, privados de padres, de hogar y hasta de lo más elemental, que probablemente tengan momentos “felices” cuando, a fin de evadir su realidad, se entregan a la falsa felicidad de las drogas, las cuales, cuando pasa el efecto, los sume en profundos abismos de desesperanza.

Llegamos luego a la edad adulta en la que nuestra vida se complementa con seres amados, pareja, logros profesionales, etc. Y la búsqueda de la felicidad sigue constante; vivir y convivir con el ser amado nos puede llevar a vivir intensos momentos de felicidad. La llegada de los hijos, cuando son producto del amor, nos aportan una buena dosis de felicidad que “dura mientras dura”, perdonando la expresión, pues cuando esos pequeños seres enferman o tenemos la desdicha de perderlos, esa furtiva felicidad se nos puede ocultar por dilatado tiempo; aún así, llega un momento en que la volvemos a recuperar, pues el ser humano está dotado de una gran capacidad de olvido de las cosas desagradables.

Tal vez, para algunos seres, el último tramo de la vida represente la etapa en que más cerca estamos de la felicidad, aunque nunca es plena ni constante; pero cuando pensamos en esos viejos que caminan solos, compartiendo la miseria de millones, los poco afortunados que lo tenemos todo, aunque carezcamos de mucho, no podemos dejar de pensar que la felicidad es un ave hermosa, pero asustadiza y entonces nos muestran esos ojos acuosos, de viejos que lloran por otros viejos y que piden a su Dios personal que, así como distribuye el dolor, recuerde que esos viejos esperan una caricia Suya que les de un poco de felicidad.

La felicidad ahí está, al alcance de todos, solamente debemos estirar la mano y disfrutar plenamente las cosas que tenemos, sin sufrir por aquellas que carecemos. Imaginemos diariamente, al despertar, que esa luz que nos alumbra diariamente, sin faltar jamás, a través de las edades, es un bálsamo de felicidad que se nos entrega como suave caricia del Creador.


Enero 28, 2008,
Naucalpan, Estado de México



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