Por Sergio A. Amaya S.

Capítulo 10

Juancho y Josefina
Había pasado un año desde que Juancho y Josefina se habían casado, la casita de madera lucía ahora muy blanca, adornada con plantas y flores que le daban un toque familiar, las ventanas lucían cortinas en las ventanas y todo relucía de limpio, con troncos y tablas habían cercado la parte trasera de la casa, donde había un gallinero bien poblado, una zahurda con una pareja de cerdos y una camada de ocho cerditos y en un gabinete bien construido, la letrina y la regadera, esto último había sido propuesta de Andrés, quien sacaba las ideas de una revista americana. Juancho había comprado unos tubos, un tinaco de lámina y una bomba manual, con la que diariamente llenaba el tinaco, levantado en una estructura de madera, a mayor altura que la casa, para que Josefina tuviera agua en su cocina; como habían construido la casa cerca del arroyo, no le fue muy difícil a Juancho resolver el asunto del agua, servicio que, por cierto, no tenían en casa de los padres de Josefina.

Ya para esas fechas, Josefina mostraba un avanzado estado de embarazo, por lo que Juancho no le dejaba hacer muchas cosas y siempre estaba al pendiente de su mujer. Después de cenar, los jóvenes se sentaban en la galería, en una banca que el mismo Juancho había labrado con madera de mezquite; juntos miraban las estrellas y la luna, Juancho pensaba en su madre, a quien no había podido darle esas comodidades; pensaba también en su hermano, deseando que estuviera bien, que la bola no le hubiese dañado, pues tenía fe en que lo volvería a ver. Por su parte, Josefina daba gracias a Dios por haberle mandado un hombre tan bueno, sus padres también se sentían agradecidos, pues Juancho era como un verdadero hijo para el matrimonio de Pascual y María, padres de Josefina; los invitaban seguido a visitarlos en El Ahorcado, ocasionalmente iban con sus hijas menores a visitar a los recién casados, pero procurando no ser inoportunos, aunque siempre fueron bien recibidos por Juancho. Los Sábados, Juancho y Josefina se iban temprano a Concepción del Oro, para asistir a Misa y después a reunirse con Don Artemio, quien ya entonces también le daba clases a Josefina; Juancho iba muy adelantado, pues ya leía y escribía aceptablemente y se estaba convirtiendo en un asiduo lector, por lo que el Profesor le prestaba los libros de su biblioteca; ocasionalmente le obsequiaba algún libro para que el muchacho fuera teniendo su propia biblioteca.

Ahora, en esas agradables visitas, el Maestro platicaba mientras los muchachos preparaban la comida; el hombre se había convertido casi en un padre para el matrimonio y ya estaba invitado para apadrinar al primer hijo, quien por cierto no tardaría en llegar al mundo, pues cuando mas absortos estaban en la lección del día, Josefina empezó a sentir los dolores del parto inminente.

Los hombres, nerviosos, llevaron a la mujer a la cama de Don Artemio, pues era la única disponible en la casa. Apenado, Juancho se disculpaba con el Maestro, quien sin hacer caso salió de la casa en busca de la comadrona que asistiría el parto. Poco después volvió el Maestro acompañado de una mujer bajita y gruesa, de manos cálidas y seguras; pidió a los hombres que salieran mientras revisaba a la parturienta, luego de un rato salió y dijo al nervioso marido:

Mira, muchacho, el chamaco viene bien acomodao, pero es el primer parto de tu mujer y va a tardar algo, tal vez cuatro o cinco horas, así que yo me voy a hacer otros mandaos, me voy a dar mis vueltecitas y si algo se ofrece, pos ya saben donde jallarme. Mas tarde voy a ocupar agua hirviendo y trapos limpios pa recibir al chamaco. En saliendo de aquí le iré a avisar al Doitor Sánchez pa que’sté al pendiente, ¿ta bueno?

Sin decir mas, la comadrona salió de la casa y los hombres se quedaron mirando el uno al otro, sin atinar qué hacer. Mirándolos, Josefina le dijo a su marido:

Juancho, ve si puedes mandar una razón a mis padres, para que se vengan pronto, pues yo tengo harto miedo.

No te preocupes, Josefina, voy a buscar a alguien que les lleve la razón, pues yo no me quiero separar de ti. Don Artemio, le encargo a mi mujer mientras voy a la plaza para ver si encuentro a algún conocido.

No te preocupes, Juancho, ve pronto que yo me quedo a cuidar a Josefina, no te preocupes, que esto va para largo.

El Maestro se quedó en la ventana, mirando cómo Juancho se iba en busca de alguien para mandar el recado a los padres de Josefina. Preocupado, le vinieron a la mente esos tiempos en que su amada Victoria estaba esperando a su primer hijo. Había tenido un embarazo normal, todo indicaba que el niño vendría bien y que iban a tener varios hijos, pues esos eran los deseos del matrimonio. Diariamente el Profesor viajaba a El Venado a dar sus clases y a supervisar el crecimiento de su escuela; su mujer se quedaba en casa, que inicialmente no era esa, sino una mas pequeña que rentaban en las orillas del pueblo. Preparaba la comida y se encargaba de hacerle ropita a su hijo que alegre venía a este mundo. El bebé se movía normalmente dentro del vientre materno y era la alegría de los padres, pues cuando Artemio se acercaba a Victoria, el bebé pateaba y se movía, como para impedir que el marido abrazara a su madre.

Así pasaron los nueve meses, en esos tiempos no había médicos en el pueblo, solamente uno que venía de Saltillo cada mes, era un Médico Cirujano y Partero, hombre maduro que había estudiado en la Escuela de Medicina de la Ciudad de México. Artemio procuraba apartar cita con el galeno para que revisara a su mujer y sus diagnósticos siempre fueron halagüeños. Victoria rebosaba buena salud y su vientre crecía regularmente. La única preocupación de Artemio era que en Concepción no hubiera un médico para que la atendiera en el parto, pero desde siempre, así era la situación, todos los niños venían al mundo en la casa de los padres, atendidas las parturientas por comadronas, unas mas reconocidas que otras. Doña Petra, la comadrona que revisó a Josefina, fue la misma que atendió a Victoria.

Artemio tenía muy presente esa noche. No se explica por qué razón los bebés prefieren las horas de la noche para llegar al mundo, pero así fue en su caso. Como a las diez de la noche, ya estando acostados, Victoria empezó a quejarse de molestias en la espalda, su marido pensaba que podría ser el cansancio del día, pues ya su vientre estaba muy voluminoso y faltaban unos cuantos días para que se cumpliera el tiempo, según había predicho el médico de Saltillo. Las molestias se intensificaron y empezaron en la parte baja del vientre. Preocupado, Artemio se levantó y se fue en busca de Doña Petra, quien vivía cerca de su casa. La comadrona abrió la puerta refunfuñando, pero al ver a Artemio su semblante se compuso, pues estaba enterada de que faltaban unos cuantos días para el alumbramiento.

Qué pasó, Maestro, ¿ya empezó Vitoria con su dolores?

Pues parece que ya, Doña Petra, hace como dos horas que le dolía la cintura, pero ahora ya es abajo del vientre, creo que es mejor que usted la revise.

Péreme un momento, Maestro, nomás me lavo y salgo luego para que váyamos a ver a la muchacha.

Poco tiempo después, la comadrona revisaba a Victoria, quien ya empezaba con dilatación en el cuello uterino, aún así, por ser primeriza, consideraba que podría demorarse unas horas mas. No obstante ya no salió de la casa, ella misma puso agua a calentar y le pidió a Artemio que acercara la ropa del niño y algunos trapos limpios.

Cerca de las cinco de la mañana, Victoria rompió la fuente, ante el sobresalto de su marido, que no esperaba que pudiera haber tanto líquido dentro del vientre de su esposa. La comadrona vio que el bebé ya mostraba su cuerpo, pero no era la cabeza, como sería lo normal. El bebé venía de nalgas, lo que hacía muy difícil el parto, además de riesgoso, así se lo comunicó a Artemio y empezó a trabajar manualmente sobre el vientre de Victoria, tratando de acomodar al bebé. El tiempo pasaba inexorable y la mujer no lograba acomodar al niño. El empuje del producto empezaba desgarrar a la madre y la comadrona no lograba extraerlo. Finalmente salió, con el cordón umbilical enredado al cuello y completamente morado, asfixiado. A causa de los dolores, Victoria estaba desmayada. Doña petra trataba de reanimar al niño, pero fue imposible. Victoria volvió en sí y se deshizo en llanto al enterarse que su hijo había nacido muerto, el matrimonio lloraba desconsolado.

Después de dejar al niño envuelto en una sábana, la comadrona atendió a Victoria, tratando de curar los desgarres musculares y extrayendo la placenta. Cuando consideró que ya no había mas qué hacer, se despidió del matrimonio y salió. Agotada, Victoria se quedó dormida, al igual que Artemio. Como a las nueve de la mañana despertó, al sentir a su mujer ardiendo en fiebre. Le puso compresas frías en la cabeza y corrió a la botica de la esquina, que apenas estaba abriendo.

Profesor, le saludó el boticario, viejecito muy apreciado en el barrio, quien toda su vida había tenido ese establecimiento, con su olor a hierbas y substancias extrañas, ¿tiene enfermo en casa?

Mi mujer, Don Toño, en la madrugada perdimos al niño, pues venía mal acomodado y nació asfixiado. Ahora Victoria tiene mucha fiebre y no sé qué hacer.

Qué calamidad que no haya un doctor en el pueblo, se evitarían muchos problemas, pero vamos a ver, extrajo de un cajón unos sobrecitos de papel de estraza y se los entregó a Artemio. Mezcle el polvo en un vaso de agua y se lo da a cucharadas, una cada hora. No sé cómo haya sido el parto, pero si tiene alguna lesión, póngale estos polvitos de sulfatiazol, le entregó un tubito con un polvo blanco, procure curarle tres veces al día, limpiando muy bien las heridas para que no se infecten.

Ya con los remedios, Artemio volvió a su casa para ver cómo seguía su mujer, quien nuevamente se había quedado dormida, aunque aún se sentía muy caliente. Mientras despertaba, preparó el vaso con los polvos que le había entregado el boticario, para darle el remedio a su esposa en cuanto despertara. En ese momento recordó que el cuerpecito de su hijo estaba sobre una mesa y necesitaba hacer los trámites correspondientes, así que apresurado escribió una nota y la dejó sobre su almohada, al lado de su mujer, indicándole lo que estaba haciendo.

Como no había médico que extendiera un acta de defunción, el Secretario de Barandilla le extendió un papel a Artemio para que pudiera sepultar a su hijo. Como el Profesor era conocido en el pueblo, no dudó de la buena fe del atribulado padre. Saliendo de la Comandancia, Artemio se llegó a la agencia de inhumaciones, donde contrató un pequeño ataúd blanco y los mismos empleados se encargaron de conseguir a un Sacerdote para que diera la bendición al difunto.

Nuevamente volvió a su casa y Victoria estaba leyendo la nota, llorando amargamente por la pérdida de su hijo. Artemio empezó a darle el remedio y así pasó todo el día, cada hora le daba una cucharada. Le hizo las curaciones que el boticario le prescribió, pero la fiebre no cedía, tenía ratos de lucidez y ratos de delirio; el marido sufría, impotente para ayudar a su esposa. Los padres de Victoria vivían en Monterrey y no había forma de avisarles. Esa noche Victoria Murió, Artemio creyó morir de tristeza, se había quedado completamente solo. El Profesor no lo sabía, pero la causa de la muerte de su esposa había sido la fiebre puerperal, muy común en aquellos tiempos en regiones donde no había sanatorios o médicos preparados.

Nuevamente solo, con cuarenta y un años de vida, Artemio estaba destinado a vivir en la soledad. Después del funeral al que asistieron los vecinos del Maestro, éste se encerró en su casa a llorar su duelo, fueron quince días en que no abrió la puerta. Sobrevivió de milagro, comiendo un poco, mas por instinto que por apetito. Cuando finalmente salió de su casa, comprendiendo que tenía que avisar a los padres de Victoria, el hombre había bajado cinco o seis kilos de peso; se le veía demacrado, pero limpio y afeitado. Vestido con un riguroso traje negro, abordó un autobús que lo llevaría a Monterrey.

La impresión que tuvieron sus suegros fue mayúscula, al verlo parado en la puerta de su casa, con ese semblante agotado y vestido de negro, no hicieron falta palabras, los viejos cayeron en sus brazos y lloraron por horas. Poco a poco Artemio les fue relatando las noches de angustia que vivió, la muerte de su hijo y posteriormente la de su amada Victoria. Esa noche durmió en casa de sus suegros; al día siguiente tomó un autobús de regreso a Concepción y se entregó totalmente a la labor de su vida, la enseñanza de los niños. En ellos volcó aquel amor paternal, frustrado por la desgracia.

Ahora, con Josefina acostada en la misma cama en que había muerto Victoria, ese caudal de emociones le atrapaban el corazón; afortunadamente para esta mujer ya residía un Médico en Concepción, así es que no dudaron en llamarlo para que revisara a Josefina y después del parto, la atendiera debidamente. Ahora había a quien recurrir en caso de que el parto se complicara para Doña Petra, aunque el mismo Médico tenía confianza en las habilidades de la empírica partera.

Poco después volvió Juancho, quien había localizado en la plaza a un muchacho del rancho de Josefina, quien de inmediato se regresó para dar aviso a los padres de la muchacha. Al caer la tarde, Pascual y María ya estaban al lado de su hija, quien estaba a unos minutos de dar a luz a su primer nieto. Juancho había pedido al Doctor Sánchez que estuviera presente en el nacimiento de su hijo, para descartar cualquier contratiempo que se presentara a la partera. Cuando fuera de la recámara escucharon el llanto del recién nacido, todos se levantaron a abrazarse, un nuevo miembro se integraba a la familia. Poco después salió el Médico y les dio la noticia: Fue hombre y está muy sano. El feliz abuelo no dudó en salir a comprar una botella de mezcal y todos brindaron por el feliz advenimiento.

Esa noche los tres hombres, Artemio, Juancho y Pascual, sentados en la sala de la casa y donde dormirían, a falta de camas y recámaras, permanecieron platicando durante varias horas.

Caray, Juancho, dijo Artemio, no sabes cuánto sufrí al ver a Josefina en la misma cama en que había muerto mi amada Victoria, pensaba lo peor y se me venían a la cabeza aquellas horas terribles en que Doña Petra trataba de acomodar a mi hijo, sin lograrlo, para que finalmente saliera asfixiado. Pobrecito, cómo debe haber sufrido.

No sabe cuánto lo lamento, Profesor, pero gracias a Dios ya van cambiando las cosas, ahora tenemos un Doctor en el pueblo, quien bien que mal, atiende a las mujeres; ya son menos las mujeres que mueren por las calenturas después de dar a luz.

Tienes razón m’hijo, intervino Pascual, antes se salvaban los chamacos que eran mas fuertes y las mujeres eran mas aguantadoras; todos nacimos en el rancho y no había mas que la curandera, nosotros perdimos dos chamacos y solamente se salvaron las muchachas, mi vieja en una ocasión se vio bien mala, que yo creiba que no la libraba, pero gracias a Dios y a la Virgencita, salió adelante.

Ya me imagino, corroboró el Maestro, si aquí que es la Cabecera Municipal teníamos tales carencias, en los ranchos no había ni para remedio.

Pues parece, continuó el Profesor, que este gobierno de Álvaro Obregón está trayendo la paz al País, además de que se está reactivando la economía. Esto es lo que se necesita para que el campo vuelva a producir y se vaya acabando con esta tremenda necesidad que está pasando el campesino. Aunque ya sabemos que los beneficios se van quedando primero en la Capital y luego empiezan a escurrir hacia los Estados, pero cuando menos es una esperanza, ¿no creen?

Pues yo no estoy muy enterado, dijo Juancho, con eso de que vivo metido en el monte, pero allá estamos bien, yo quiero que mis chamacos crezcan alejados de las ciudades, donde hay tantas cosas negativas. Con lo que usted nos ha enseñado, Profesor, nosotros les iremos enseñando a nuestros hijos, para que cuando vayan a la escuela ya no los hagan tarugos tan fácil.

¡A qué muchacho!, exclamó Pascual, tú queres que mis ñetos crezcan mostrencos, no sé si eso esté güeno, ¿usté que piensa, señor Profesor?

Bueno Pascual, en principio yo quisiera que todos los niños tuvieran iguales oportunidades para estudiar, pero entiendo a Juancho y conociendo las carencias que hay en los ranchos, pues cuando menos sus hijos tendrán la seguridad de que aprenderán las primeras letras en un ambiente sano y seguro. Si usted viera cómo hemos luchado para hacer la escuela de El Venado…., ha sido un navegar constante; gracias a las ayudas de los vecinos y de gente generosa como Juancho, ahora tenemos dos aulas y mesabancos, pero cuando llegué, la escuela eran unos troncos debajo de un mezquite, así ni quien quisiera estudiar.

Pos mas menos así está la escuela de El Ahorcado, está bajo una enramada y los asientos son sillas y bancos que los mesmos chamacos llevan de sus casas. Ojalá que tuviéramos un Maestro como usté, otro gallo cantaría, pero los que han ido, nomás en cuantito ven la escuela, se van y no vuelven. Por ese lao, pos sí tienes razón Juancho.

Bajo la hospitalidad de Don Artemio, la familia de Pascual y Juancho pasó una semana, hasta que Juancho consiguió que le prestaran un carro tirado por mulas para poder transportar a su mujer hasta la casa de sus padres, donde iba a convalecer del parto. Una vez que salieron de la casa, la primera parada fue en la Parroquia, para bautizar al niño, el Padrino fue Don Artemio y le pusieron por nombre José Pascual, en memoria de los abuelos, ya habría ocasión de agasajar al Padrino, cuando la madre se hubiera repuesto totalmente. Improvisaron un enlonado para el carro y Josefina viajó acostada, con el niño a su lado, su madre la acompañaba y Juancho y Pascual iban en el pescante, padre y abuelo orgullosos de tener un hombre mas en casa.

El viaje fue lento y cansado, llegaron a comer a El Venado, atendidos por Onofre y Joaquina y acompañados por Andrés y Eufrosina, quienes hicieron votos por el bienestar de la madre y el hijo. Luego siguieron viaje, llegando ya casi anocheciendo a la casa de Pascual.



El contenido plasmado en este blog es producto de la reflexión de su autor, de sus colaboradores y de los pensadores que en él se citan. Cualquier semejanza con la realidad o alguna ficcón literaria, televisiva, psicótica paranoide o de cualquier otra índole es mera coincidencia

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