Por Sergio A. Amaya S.

Juancho

La vida de Juancho y Josefina había vuelto a la normalidad, su hijo Juan José había cumplido los 2 años y se desarrollaba con normalidad. Josefina estaba nuevamente embarazada y esperaban al nuevo hijo para finales de año o en Enero de 1926. Por lo demás, el trabajo de Juancho había dado buenos frutos, pues excavando en el fondo del arroyo para formar una poza para la diversión de su hijo, había encontrado un estrato de mineral empacado en las arcillas y arenas arrastradas en épocas pasadas; la bóveda construida bajo su cama, ahora cerrada además por una puerta de hierro, guardaba varios kilos de plata y algunos de oro, el muchacho lo iba vendiendo poco a poco, a medida que se fuese necesitando, pues además no quería ser muy evidente y que le fueran a llegar gambusinos a terminar con la tranquilidad de sus tierras.

La casa ahora estaba mas segura, pues el antiguo cercado de cactus y alambres, había sido substituído por una alta tapia de adobe; el resto de las tierras estaban bien cercadas y protegidas con cuatro hilos de alambre de púas. La familia se había hecho de una camioneta de carga y ya eran mas sencillos los viajes semanales a La Concha. La troca la había adquirido con un comerciante que a su vez la había comprado en el Estado de Texas, en los Estados Unidos y era de los primeros vehículos de motor que circulaban por aquellas tierras.

Pascual y María, los abuelos de Juan José, no cabían de orgullo y cada semana procuraban ir a visitarlo, no lo podían hacer el fin de semana porque Juancho y su familia se iban a La Concha, a su semanal visita a Don Artemio, quien les seguía dando clases. Juancho había ayudado a su suegro a hacerse de una troquita, con lo que su trabajo se le había suavizado. Como Pascual lo expresó desde un principio, Juancho era el hijo que no había podido engendrar él. Josefina era una esposa feliz, daba gracias a Dios por lo afortunada que era, pues le había mandado un esposo fiel, trabajador, cariñoso y un excelente padre. ¿Qué mas podría desear una mujer?

Cuando esa semana visitaron a Don Artemio, su Compadre y amigo, les comentó que hacía tiempo se hablaba de un General Franco y se rumoraba que sería el próximo Alcalde de La Concha.

—Qué te parece Juancho, le comentó socarrón el Profesor, a lo mejor el próximo Presidente Municipal resulta ser tu pariente.

—No lo creo, Don Artemio, en realidad nunca conocimos a parientes de mi padre y como murió siendo joven y vivíamos en un rancho lejos de su lugar de origen, se me hace muy remoto que pudiera ser pariente, además un General, mucho mas difícil, pues mi padre provenía de una familia humilde, tal como fuimos nosotros mismos; ya le he contado como fue mi niñez.

—Tal vez tengas razón, Juancho, pues el apellido Franco no debe ser tan raro, lo que pasa es que cuando llegan nuevos políticos, inconscientemente anda uno tratando de acomodarlo con la familia o con la gente cercanas a uno, tal vez con la secreta esperanza de que algo bueno nos venga a cambiar la vida, ¿no lo crees?

—Pues sí, ha de ser de esa manera, aceptó Juancho, además este General ya debe ser un hombre mayor de edad. En fin, no creo que haya ningún parentesco entre nosotros, vale mas que sigamos trabajando como hasta ahora y no esperar que ningún pariente llegue a hacernos ricos.

—Tienes toda la razón, Compadre, acotó Don Artemio, bonito me vería que semejante viejón de 56 años vaya a arrimarse a un pariente para que lo favorezca, ni lo mande Dios, ja, ja, ja.

Don Artemio pasaba muy buenos ratos jugando con su ahijado, a quien veía como un hijo, siempre estaba pendiente del niño y no faltaba semana sin que le tuviera algún regalito: un dulce, un juguete, alguna prenda de vestir, algo, por simple que fuera, pero le tenía su regalito semanal. El niño sabía corresponder al amor del viejo Profesor y se le abrazaba a las piernas cuando, en su inestable caminar, corría en su busca. En cuanto escuchaba su voz, el niño lo buscaba con la mirada. Realmente había un gran amor entre ambos seres, lo que mucho agradaba a los padres.

Ese día salieron a llevar a pasear al niño en compañía de Don Artemio, cuando llegaban a la Plaza Municipal, vieron de espaldas al General Franco, quien ya se retiraba, después de haberse entrevistado con los funcionarios del Ayuntamiento. Aunque no lo vieron bien, pensaron que su suposición en cuanto a la edad del político era acertada, pues se veía un hombre grueso, vestido con ropa de campaña militar, con botas de montar y un amplio sombrero tejano; a su lado caminaba un hombre mas bajo que él y que no se le separaba para nada, impidiendo que cualquier desconocido se acercara al General.

La gente comentaba el paso del político y hablaban muy bien de él, pues lo conocían como hombre de buena cuna, honesto y siempre dispuesto a ayudar al necesitado, no había quien hablara mal del General Franco.

Bueno, como en todo, nunca falta el prietito en el arroz: un grupo de hombres se habían reunido en una cantina del centro del pueblo y comentaban la visita, pero en un sentido muy diferente, eran personas venidas desde Zacatecas, con la única finalidad de espiar los movimientos del militar, pues representaban los intereses de un grupo antagónico. De momento sus órdenes solo eran de vigilar los movimientos del militar, pero estaban preparados para cualquier otra acción. Este grupo era contrario al Presidente Calles y estaban enterados de las intenciones que tenía de modificar la Constitución para poder reelegirse, siendo que este fue el principal postulado al inicio de la Revolución Maderista: Sufragio efectivo y No reelección; pero qué pronto perdían la memoria. No había que olvidar que su antecesor, Álvaro Obregón, había mandado asesinar a Don Venustiano Carranza en 1920. Cualquier cosa se podía esperar del Grupo Sonora.

Pero Juancho vivía muy alejado de las veleidades de la política, siempre concentrado en su familia, su trabajo y su vida en el desierto. Sus únicas salidas eran a El Venado, donde seguía favoreciendo con sus compras a Onofre y Joaquina y sus visitas semanales a Don Artemio en La Concha. Aún sus visitas a El Ahorcado, el rancho de sus suegros, eran esporádicas. Por esos tiempos empezó a adoptar la costumbre de realizar viajes al interior del desierto, siempre en busca de los preciados metales, pues bien sabía que los placeres que explotaba se terminarían en algún momento. En esas oportunidades se hacía acompañar por Andrés, quien aprovechaba las excursiones para localizar árboles maderables, también para ir haciendo pequeñas reforestaciones, llevando arbolitos criados en su vivero particular, pues bien sabía que para seguir explotando el desierto, era necesario reponer los árboles cortados en una proporción de uno a cincuenta. Ahora con la ventaja de contar con la troca de Juancho, podían llevar las plantas y agua suficiente para regarlas y procuraban hacerlas cerca de la temporada de lluvias, que, aunque ascasas, dejaban la humedad suficiente para mantener el precario equilibrio del desierto. En varias ocasiones habían coincidido en su ruta con la Partida militar, habiendo compartido con ellos la cena o el almuerzo y los militares tenían en buen concepto a los trabajadores amigos.

En una de tantas pláticas después de los alimentos, un joven Teniente, Hugo Valladares, oficial a cargo de la Partida, preguntó a Juancho:

—Oye Juancho, has de perdonar, pero siempre te hemos conocido como Juancho, pero no sabemos cual es tu nombre.

—Falta de confianza, Teniente, mi nombre es Juan José Franco, nada mas que desde niño me han dicho Juancho; siempre me llaman así, creo a veces hasta se me olvida mi nombre, ja, ja, ja..

—¡Ah que Juancho este!, pues te llamas casi igual a mi jefe, el General Franco, nada mas que él se llama José, José Franco.

A Juancho le dio un brinco el corazón, pues vino a su mente aquel amado hermano que siendo muy chamacos había optado por irse al Norte, en busca de mejores oportunidades y de quien nunca había vuelto a saber. Pues si el hombre es del Norte, pudiera ser pariente de mi padre, quien ahora andaría por los cincuenta y tantos años, pero una gavilla de asaltantes me lo mataron cuando yo era muy niño.

—Bueno, cambiando de tema, usted, Teniente, de donde viene, ¿Dónde estudió?

—Nací muy cerca de la Capital, en el pueblo de Mixcoac, mis padres son comerciantes de frutas y verduras y de chamaco me gustaba acompañarlos, viajábamos en el tranvía y para mi era emocionante hacer tan grandes recorridos. Cuando terminé la escuela Primaria entré al Colegio Militar, era muy emocionante estudiar en la misma escuela que nuestros héroes de la Patria, como los Niños Héroes; yo soy de la generación que ocupó primero las nuevas instalaciones de Popotla. Recién habíamos iniciado el curso, el Presidente Carranza tuvo que enfrentar la rebelión de Agua Prieta, en esa ocasión dejó en libertad a los Cadetes del Colegio Militar a decidir si se quedaban en México o lo respaldaban en la lucha; desde luego que todos nos fuimos con él, nos embarcamos en la estación de Buena Vista y llegamos a Apizaco, Tlaxcala. En ese lugar fuimos fuertemente atacados y la Escuela de Caballería enfrentó a los atacantes y logró hacerlos huir, yo era de Infantería y estuvimos encargados de salvaguardar al Señor Presidente. Ese día, el Colegio Militar se cubrió de Gloria. En 1923 salí con el grado de Subteniente. Luego me destacaron a Zacatecas para combatir a las gavillas que aún cabalgan por estas tierras.

—Como verás, Juancho, mi vida no ha sido muy interesante que digamos, aunque claro, como militar ya he tenido mis intervenciones, pero quiero volver a la Ciudad de México, pues si quiero progresar, tengo qué prepararme mejor. Por lo pronto me enviaron a cubrir el servicio que prestaba mi General Franco, aunque él dejó muy tranquila la región, yo estoy encargado de que siga así, para que la gente pueda trabajar con tranquilidad y las tierras vuelvan a ser productivas.

—Pues eso me parece muy bien, Teniente y ya sabe, no deje de visitarnos cuando ande por el rumbo de Mazapil, ya sabe usted donde tengo mi rancho y siempre será bienvenido a mi casa.

—Gracias Juancho, sé que eres un hombre trabajador y honrado. Un día de estos paso por tu casa, ya lo verás.

—Y ¿cuándo pasarán por El Venado?, preguntó Andrés, quien había permanecido callado, escuchando la conversación.

—Pues vamos por ese rumbo, pues tenemos qué volver a nuestra base que está en Concepción del Oro, yo creo que hoy o mañana estaremos en El Venado. ¿se les ofrece algo?

—Pues nada mas que les comente que estamos bien y pronto volveré al rancho.

—Con gusto paso su recado Andrés. Contestó el militar y ahora, si no tienen inconveniente, nos retiramos, pues tenemos que seguir inspeccionando la zona. ¿Todo listo, Sargento?, se dirigió a uno de sus hombres.

—¡Montaos y armaos, Señor!, contestó el Sargento.

—El Teniente Valladares montó su caballo retinto y dando la orden de avanzar, se fueron alejando en dirección al Cerro de Mazapil.

—Vaya, amigo, dijo Juancho a Andrés, pues sí que es agitada la vida de los militares, para nada envidiable, cuando menos para mi. Yo prefiero la tranquilidad del desierto y la vida en familia; trabajar sin nadie que me de órdenes. ¿no te parece?

—Tienes razón Juancho, afirmó el amigo, por eso somos trabajadores independientes. Yo haciendo mis muebles y peluquiando a los vecinos, me siento feliz, siempre al pendiente de mi familia. Tal vez nunca me haga rico, pero finalmente, para qué me serviría ser rico en el rancho. Tengo todo lo que necesito y a mi familia no le falta nada; siempre he pensado que Dios nunca me ha dejado sin comer ni donde vivir, me ha dado una buena esposa y estamos formando nuestra familia, qué mas le puedo pedir.

—Así es, Andrés, ese mismo sentimiento tengo yo. Me hubiera gustado que mi madrecita estuviera conmigo todavía, para que pudiera disfrutar de lo poco que he logrado, también me gustaría que mi hermano estuviera a mi lado, o cuando menos que supiera yo que está bien y podernos ver de vez en cuando, pero sabrá Dios si no murió en tantos embrollos de la bola… Sólo Dios….

—No te me pongas triste Juancho, dijo alegre Andrés, todavía nos quedan dos días de trabajo en el desierto y si te pones triste, pues a mi también me agüitas.

—Tienes razón, Andrés, no hagas caso y vamos a trabajar, mientras tú empiezas a hacer los agujeros para los arbolitos, yo voy a tomar muestras en los alrededores, pues creo que en estos terrenos debe haber mineral.

Andrés vio con agrado que algunos arbolitos sembrados anteriormente, se iban logrando, fortaleciendo su tronco, lo que pronosticaba la sobrevivencia de la especie. Animado por ello, cavó los hoyos necesarios para la nueva siembra; este trabajo le llevó buena parte del día, mientras tanto, Juancho andaba recolectando piedras y tierra que llevaría a Concepción del Oro para su análisis. Las tierras que estaban recorriendo, pertenecían también al Ejido de El Ahorcado, lo que le aseguraba que, de encontrar algunas posibilidades de mineral, no tendría problemas para trabajar dichas tierras, pues ya lo había platicado con Pascual, su Suegro y Comisariado Ejidal, quien le aseguró que los tenedores de esas tierras no tendrían objeción para rentárselas. Ya ocultándose el sol, los amigos se reunieron nuevamente, Andrés ya tenía listo el fuego en el campamento y pronto los suaves aromas de los alimentos en preparación se esparcieron por los alrededores. Después de una opípara cena, Andrés sacó una guitarra y empezó a entonar melodiosas canciones que hablaban del amor a la mujer:

Adiós mi chaparrita,
No llores por tu Juancho,
Que si se va del rancho,
Muy pronto volverá.

Verás que del Bajío
Te traigo cosas buenas,
Un beso que tus penas
Muy pronto olvidarás


Los moñitos pa tus trenzas
Y pa tu mamacita,
Rebozo de bolita
Y enaguas de percal.

(………..)

—Caramba Andrés, con ese sentimiento que cantas, debes traer de un ala a tu mujer, o tal vez sea que cantas con ese sentimiento porque a ti te traen arrastrando la cobija, ja, ja, ja.

—Pues lo dirás de broma, Juancho, pero la Eufrosina me tiene enyerbado, en verdad que estoy enamorado de mi mujer, apenas andamos en los tres años de matrimonio, ya tenemos dos chamacos, Rosendo, que ya anda en los dos años y José Pascual, de unos meses y creo que cada día soy mas feliz.

—No lo dudo Andrés, repuso Juancho, a mi me pasa igual, cada día estoy mas enamorado de mi mujer, realmente Dios ha sido bondadoso conmigo, no obstante que yo he sido un descreído o no sé, mi madrecita, que en gloria esté, nos inculcaba las cosas de la Iglesia, recuerdo que nos llevaba a las fiestas de la Virgen y a la Misa de Navidad, pero a raíz de que ella murió, pues la mera verdad ya no se me antojaba ir a la Iglesia, tal vez lo que necesite es platicar con algún Padre, para que me oriente. Cuando me casé pude haber hablado con el Cura, pero no se me ocurrió, luego nacieron mis hijos Juan José, ya casi tiene tres años, lo llevamos a bautizar y tampoco se me ocurrió hacerlo. Ahora con José Pascual, que apenas tiene unos cuantos meses y que ya debemos llevar a bautizar, por cierto, Andrés, queremos pedirte a ti y a tu esposa que sean sus Padrinos, ójala que acepten. Entonces yo creo que platicaré con el Sacerdote, pues por la memoria de mi madre, no quiero ser un mal creyente.

—No creo que seas un mal creyente, Juancho, tal vez, como dices, necesitas que el Padre te oriente y acerca del bautizo de Pascualillo, encantados de la vida de llevarlo a bautizar, ustedes nos dicen cuando, para estar preparados, a Eufrosina le va a dar mucho gusto, pues en verdad le hemos agarrado cariño a tu familia.

—Cosa que yo agradezco, Andrés, pues tú eres mi mejor amigo y solamente tú, el Onofre y Don Aristeo, son la familia con quien cuento. Desde luego que ahora, ya de casado, pues la familia de mi mujer me ha acogido como a un hijo y ello me ha llenado de satisfacción, pues a los viejos los veo como si fueran mis propios padres y ellos así me tratan. He sido un hombre afortunado, pues Dios me ha regalado con buenos amigos, no son muchos, pero sí muy especiales.

—Pues gracias por lo que corresponde a nosotros, Juancho, en verdad siempre te he visto como un hermano.

En esas divagaciones les fue ganando la noche a los dos buenos amigos, la fogata se fue atenuando y el viento fue arreciando, los hombre se envolvieron en sus cobijas y cubiertos por un cielo eternamente estrellado, cayeron en un profundo y reparador sueño. A lo lejos se escuchaban los reclamos de los coyotes, las aves nocturnas iniciaban sus partidas de caza y el desierto todo se movía igual que lo había hecho durante miles de años. Unos morían para que otros vivieran.



El contenido plasmado en este blog es producto de la reflexión de su autor, de sus colaboradores y de los pensadores que en él se citan. Cualquier semejanza con la realidad o alguna ficcón literaria, televisiva, psicótica paranoide o de cualquier otra índole es mera coincidencia

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