Por Sergio A. Amaya S.
El encuentro
Pasaron las semanas y se fueron los meses. José María se repuso de la herida y volvió a sus actividades políticas; el Capitán Santoyo regresó semana y media después, transportado en silla de ruedas, pues el yeso que le habían colocado desde la cadera hasta el pie izquierdo, no le permitía desplazarse de otra forma, así que en cuanto hubo llegado a su casa, le llevaron una cama de hospital y volvió a su posición, acostado y con una polea levantándole la pierna, aunque ya cada cierto tiempo le permitían levantarse y salir al sol llevado en la silla de ruedas. Por medio de la oficina del Señor Gobernador, se consiguió que siempre tuviera una enfermera para auxiliar al enfermo, pues su esposa, además de que no podía moverlo, no tenía ni idea de cómo tratar a un convaleciente de esas características.

El General Franco reanudó sus visitas a distintos poblados y comunidades de su región. En cuanto a la situación nacional, resultó lo que él suponía: Efectivamente, el Congreso de la Unión, reunido en sesión extraordinaria, nombró Presidente Provisional al Lic. Emilio Portes Gil, con la instrucción de llamar a nuevas elecciones constitucionales. El cambio de mando se dio como lo marca la Constitución y a partir del primero de diciembre de 1928, Don Emilio se convirtió en Presidente de la República.

Siempre acompañado por el Teniente Valladares, un Sargento y un Pelotón de Infantería, el General realizaba su campaña política, aglutinando a la gente con un solo fin: Lograr el pleno respaldo a los planes del General Calles, ya ex Presidente de la República, pero a la muerte de Obregón, convertido en “Gran Jefe” de la Revolución, al grado que no se movía nadie sin el conocimiento del Jefe Máximo.

En uno de tantos viajes y ya casi a finales de diciembre, el General Franco tuvo la oportunidad de visitar el rumbo del Ahorcado, por lo que dio instrucciones al Teniente Valladares de incluir en la agenda del día, una visita a la casa de su hermano, a la que deberían llegar a media tarde y no tener mas compromisos por el resto del día; también pidió a su Ayudante que se previniera con suficientes viandas y bebidas, porque no quería llegar de sorpresa con las manos vacías. A buena ahora del día enviaron a unos hombres a recoger a Enedina y sus hijos para que estuvieran a tiempo en la reunión. Con el fin de no llevarse una sorpresa y no encontrar a la familia en casa, el Teniente envió a recorrer los alrededores a una Partida de Soldados, sin alejarse mucho de la casa para estar pendientes de cualquier movimiento.

Tal como fue planeado, el General y su comitiva estuvieron en diversos ranchos de la localidad, El Maguey, La Charca, Santa Gertrúdiz, Las Cruces y al medio día, en El Ahorcado, donde conoció a Pascual, Comisariado Ejidal y María, su esposa y suegros de su hermano Juancho. El pueblo de El Ahorcado ofreció una comida para los visitantes, quienes aceptaron gustosos; durante el ágape, departiendo el General Franco con Pascual, Autoridad del poblado, le contó la realidad de su parentesco con Juancho y la sorpresa que en unas horas le darían. Pascual demostró al General su alegría y le contó la forma en que había conocido a su hermano y lo carente de familia que se sentía; desde el momento en que empezó a tener relación de noviazgo con Josefina, ellos se convirtieron en su familia, acogiéndolo como al hijo que Dios no les había dado.

Caramba, Don Pascual, dijo el General, pues siempre le estaré agradecido por esa acogida que dio a mi hermano y de una vez le digo: ya le creció la familia, pos si usté no dispone otra cosa, yo y mi familia nos unimos a ustedes, pa ser una gran familia, ¿cómo la ve?

Me hace usté un gran honor, General, pos’ora en lugar de un hijo, tenemos dos, porque usté es mas chamaco que Juancho, así que ni modo, usté será un hijo mas, ¡faltaba mas!

Pos no se hable mas, Don Pascual, aquí está mi mano franca, de amistá pa siempre.

En ese ambiente de cordialidad se desenvolvió la comida. Sabiendo que la comitiva comería en El Ahorcado, Don Julián, amigo de Juancho y habitante de Las Cruces, se acercó a Pascual para que le presentara con el General, a lo que accedió de buena gana.

Mire, General, dijo acercando a Julián, este hombre es Julián, vecino de Las Cruces y amigo y Padrino de Juancho y Josefina y quiere platicar un momento con usté, ¿se puede?

¡Claro que se puede!, por favor, Don Julián, además es usté Padrino de mi hermano, lo que me hace considerarlo mi amigo desde hoy.- Dígame en qué puedo servirle.

Pos mire, mi General, usté ha de perdonar, pero en el rancho hace falta una escuela de verdá, con Maistro y todo, hemos ido en comisión a La Concha, pero nadie nos hace caso, dicen que el rancho está muy lejos y los Maistros no quieren venir pa’ca.

Mire, Don Julián, le voy a ser muy franco, como mi apellido, pues. En este momento lo mas que puedo hacer es hablar con las Autoridades de La Concha y, si es posible, con el Señor Gobernador, pero en estos momentos, cuando apenas está cambiando el Gobierno, es muy difícil conseguir nada. Lo que si, cuando se calme la polvareda, le aseguro que lo vamos a conseguir. En este momento tamos haciendo campaña pa que todos conozcan lo que desea mi General Calles, la unidá de todos pa formar un frente común y acabar con los levantamientos de inconformes y oportunistas. Yo les aseguro que si todos jalamos parejos, vamos a conseguir mas pronto arreglar nuestros ranchos.

Pos claro que sí, mi General, usté nomás diga pa donde jalamos y ya le’stamos dando. Hablando así derecho, pos sí nos entendemos ¿qué no?

De momento nomás vean que no se salgan los pollos del huacal, en su momento convocaremos a la gente importante de cada pueblo para organizarnos ya como grupo ¿les parece bien?

Todos los que rodeaban al militar estuvieron de acuerdo, por lo que aprovechó para agradecer al pueblo por todas sus atenciones, despidiéndose de ellos abandonó el poblado a bordo de su automóvil, detrás de él lo seguía una troca con soldados de su escolta.

Pues qué le parece, Teniente, dijo a su Ayudante, mi hermano ha sabido hacer amigos y eso me gusta, pues me deja ver qu’es un buen hombre, ya me anda por abrazarlo. ¿Falta mucho pa llegar?

No, mi General, unos veinte minutos, su casa está detrás de aquellas lomas, pero como no hay caminos, no puede uno ir mas aprisa; realmente esta zona está muy dejada de la mano del Gobierno, aquí la gente batalla para poder salir adelante, pues no tiene manera de sacar sus productos de la tierra, entonces está en manos de los acaparadores que andan recorriendo las rancherías para comprar las cosechas.

Después de un rato de circular entre cactos y nopaleras, al girar en un recodo, quedó a la vista una bonita casa de madera blanca, protegida por una malla de acero; cerca de ella se encontraba aparcado el auto que habían mandado para traer a Enedina y sus hijos, quienes se cambiaron al auto del General. La vista de la casa sorprendió gratamente al General, pues pensaba que su hermano vivía en una casa rústica.

Al llegar frente a la casa, el Teniente Valladares descendió y ordenó a sus hombres permanecer alertas en los alrededores; luego entró a la propiedad y se dirigió a la puerta de la casa, donde salió Josefina a recibirlo, pues ya estaba acostumbrado a los recorridos constantes del militar.

Buenas tardes, Teniente, ¿busca usted a Juancho?, está por allá atrás, ha de estar lavando sus herramientas, pues ya es hora de que vuelva a casa. ¿Quiere que lo vaya a buscar?

Gracias, doña Josefina, yo creo que lo esperamos, mientras tanto, quiero decirle a usted que tienen una visita muy importante.

A Josefina le dio un vuelco el corazón, pues, aunque sabía que en cualquier momento se encontrarían los hermanos, no pensó que llegaría hasta las puertas de su casa, pues sabía que era un hombre importante del gobierno.

En esa plática estaban cuando oyeron el ladrido de un perro que llegaba corriendo, olfateando los pies del visitante y moviendo con alegría el rabo, alrededor de las piernas de Josefina.

Qué tal, Teniente, bienvenido, saludó sonriente Juancho, que llegaba sudoroso y polvoriento después de la jornada de trabajo. ¿Nos acompaña a cenar?, pues ya es hora.

Gracias, don Juancho, pero ahora vengo con otra encomienda. Le traigo un visitante, dijo señalando hacia el automóvil.

Juancho de inmediato supo a qué se refería y tomando de la mano a su esposa se dirigió lentamente hacia el auto. Al verlos llegar, descendió José María y detrás de él, Enedina y sus hijos. Ambos hombres se miraron, como reconociéndose; de pronto caminaron presurosos y se fundieron en un abrazo fuerte, cálido, con todo ese amor contenido durante tantos años. Los hombres sollozaban sin dejar de abrazarse. Las palabras no eran necesarias. En algún lugar del espacio infinito una madre estaría mirando esa escena, conmovida como ellos, agradeciendo al Dios eterno que les hubiese reunido nuevamente. Cuando se separaron, caminaron abrazados, Josefina del brazo de Juancho y Enedina de la mano de José María, seguidos por sus hijos, todos penetraron en la casa.

La casa estaba pintada de blanco y los marcos de las ventanas de un verde grisáceo, los pisos de duela bien pulida y barnizada. Los muebles, fabricados por Andrés, eran de manufactura rústica de buen gusto y mejor factura. Las ventanas estaban semicubiertas por vaporosas cortinas color rosa pálido y sobre la cómoda del comedor, un sencillo florero de barro rojo con flores silvestres amarillas y azules. Todo en la casa inspiraba tranquilidad y armonía. Como una tromba entró por la puerta de la cocina un inquieto niño de unos cinco años, era Juan José, el hijo del matrimonio, que ante la vista del extraño se refugió entre las piernas de su padre, quien lo levantó y le presentó a sus tíos, José María el hermano de su papá, Enedina su esposa y sus primos; los niños, mas sencillos al momento de hacer amistades, pronto se entendieron para jugar.

Los hermanos hablaron por horas, después de la cena se sentaron en la galería a contarse esas vidas que habían vivido ausentes el uno del otro. Josefina preparó bocadillos para los soldados, quienes esperaban pacientemente a que sus jefes ordenaran la partida.

Josefina y Enedina, que habían hecho buena amistad en su visita a Camacho, limpiaron la cocina y se sentaron a platicar, viendo como jugaban los niños, quienes al poco rato, cansados unos de viajar y otros de dar lata, se quedaron dormidos, para tranquilidad de las madres.

José María puso al corriente a su hermano de la vida que habían llevado en la hacienda. De cómo murió su madre, siempre suspirando por el hijo ausente y pidiendo a la Virgen para que lo cuidara. Mujer que murió sin conocer las comodidades mínimas indispensables, durmiendo siempre en un petate y cocinando en un fogón de leña; trabajando siete días a la semana para que sus hijos no pasaran hambre. Llorando siempre la muerte prematura del marido amado.

Contó Juancho a su hermano, cómo, a la muerte de su madre, ya no le agradó la vida en la hacienda y cómo, ahorrando hasta el último centavo, logró pagar la deuda familiar y poder obtener su libertad. Después de ello, la vida le había puesto en el camino a gente generosa como Don Julián, de Las Cruces y Don Pascual, su suegro y quien, confiando en él, le rentó las tierras que ahora ya eran de su propiedad, pues fue el regalo de bodas. Aunque el mejor regalo fue el haberle permitido desposarse con Josefina.

Por su parte, José María contó a su hermano cómo llegó hasta los Estados Unidos viajando en el tren, escondido entre cabras y cerdos, cuando llegó a Ciudad Juárez se metió en una charca para quitarse el olor de los animales y se aventuró a cruzar el Río Bravo. A media mañana ya estaba trabajando en un rancho criadero de caballos, donde conoció a Mr. Wilkins, quien lo trajo a Piedras Negras, a atender un nuevo rancho de caballos que estaba estableciendo en nuestro País. Le narró sus aventuras en la Revolución, con su soldadera Enedina, su esposa y madre de sus hijos, mujer bragada que estaba siempre dispuesta a apoyar a su hombre, Finalmente le relató cómo se había hecho del rancho y de la encomienda que tenía de agrupar a la gente. Presentía el General que Calles, por conducto del Gobernador, lo propondría para algún puesto importante en Concepción del Oro.

Ya clareando por el rumbo del 14, los hermanos se despidieron, haciéndose la promesa de que pronto se reunirían en la casa de José María. Su esposa le había platicado de los días que habían pasado en el rancho y las buenas migas que había hecho con Josefina.

Juancho y Josefina se quedaron en la galería de la casa, mirando cómo el sol iba alumbrando ese nuevo día que empezaba para esa familia que nunca debió haberse separado, Las palomas levantaron el vuelo en busca del alimento. Un conejo desprevenido fue presa fácil de una aguililla que resolvió la supervivencia del día. El desierto bullía de vida y el matrimonio entró a casa, a descansar de tantas emociones.

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Como hacían cada Navidad, Juancho y Josefina pasaban las fiestas en La Concha, en casa de Don Artemio, aunque esta ocasión sería muy especial, pues, aunque por motivo de trabajo José María no podía estar con ellos, para Juancho era ya relevante por haber encontrado a su hermano. En compañía de sus dos pequeños hijos, el matrimonio asistió a la ceremonia religiosa y luego deambularon por la feria, Don Artemio se comportaba como si fuese el abuelo de los niños; los llevaba a los juegos, les compraba golosinas, en fin, los complacía en todo lo que los niños desearan. Juancho y Josefina, sentados en una banca del jardín, miraban satisfechos como el Profesor cuidaba de sus hijos, sintiendo un gran cariño por ese hombre que tanto había hecho por ellos.

El Padre Ramón, anciano y achacoso, hacía un gran esfuerzo para seguir asistiendo a servir en la Capilla de El Venado, desde hacía tiempo se hacían las celebraciones de manera privada, en la casa que tenía rentada en el pueblo y donde ocasionalmente dormía. El Sacerdote había sido el Oficiante en la Misa de Navidad, la que también se había celebrado de manera clandestina, en la casa del Maestro Artemio y con la asistencia de algunas personas, todas de absoluta confianza; al terminar la celebración, se fueron retirando poco a poco, para que no se fuese a sospechar, ya que existían muchos informantes a sueldo del gobierno; cuando se retiraron Juancho y Josefina, ya habían quedado de esperar al Padre Ramón en el jardín, a fin de tener tiempo de charlar un poco. El Maestro Artemio salió junto con Juancho, llevando a un niño en brazos y al otro de la mano. Poco después vieron llegar al religioso, con paso lento, apoyado en un bastón, se acercó a sus amigos, quienes miraban entretenidos cómo, a pesar del frío de la noche, Artemio y los niños se divertían como si fuesen tres chiquillos.

¡Ah, está bueno el frío!, ¿no les parece?, a esta hora se apetece un jarro de champurrado bien caliente.

Sí, Padre, está haciendo frío, pero el calor humano ha sido mas intenso, de manera que el frío físico se hace mas tolerable.

Tienes razón Juancho, yo lo sentí cuando estábamos celebrando, aunque éramos pocas personas reunidas, sentía que la solidaridad de muchas otras estaba a nuestro lado; pensé que así debió haber sido con los primeros cristianos, quienes tenían que recurrir a la clandestinidad de las catacumbas, a fin de evitar ser sorprendidos por los esbirros del César. En aquellos tiempos murieron muchos cristianos por no renunciar a su fe, son los mártires que ahora recordamos; de la misma forma, hoy tenemos que celebrar la Santa Eucaristía escondidos en casas y locales privados, reunidos los verdaderos hermanos en la fe; igual que entonces, muchos han entregado sus vidas defendiendo su fe, son los modernos mártires que se estarán recordando mañana.

De esas cosas no nos ha platicado, Padre Ramón, me parece que son cosas muy interesantes, intervino Josefina, síganos contando, Padrecito.

Pues mira, muchacha, en realidad las catacumbas eran los cementerios de los cristianos, quienes no estaban de acuerdo en incinerar a sus muertos, como era la costumbre romana, ellos pensaban mas en los sepulcros como el de Jesús, para preservar el cuerpo y estar preparados para la resurrección ofrecida por el Señor. Cuando empezaron las persecuciones, las catacumbas ofrecieron también un buen refugio para celebrar la Eucaristía. En los primeros tiempos, los hermanos en la fe se reunían a “partir el pan”, a compartir el ágape Eucarístico; entonces no había una Liturgia qué seguir, se hablaba de la vida de Jesús por medio de personas que le habían conocido o por lo que se comunicaba de boca en boca, ya para el Siglo II y III, había una Iglesia organizada, fue hasta el Siglo IV, cuando Constantino se convirtió al cristianismo, que la Iglesia pudo salir de la clandestinidad y se terminaron las persecuciones.

Esto es, a grandes rasgos, lo que te puedo contar de las catacumbas, las hay en diversas partes de Roma y en el Norte de África y suman cientos de kilómetros. Pero bueno, continuó el Sacerdote, vamos a caminar un poco o me convertiré en paleta.

El matrimonio y el Sacerdote se levantaron y empezaron a caminar en dirección a los juegos, donde los niños no terminaban de subirse a uno y otro juego, ante la complacencia de Don Artemio. En tanto terminaban de jugar los niños, Juancho y Josefina se encaminaron a un puesto de buñuelos y champurrado, que bebieron con deleite y que les llevó un poco de calor al cuerpo. Luego acompañaron al Padre Ramón a la pensión en que se quedaba cuando estaba en La Concha, le dieron las buenas noches y él los despidió con una bendición.

Cuando llegaron a casa de Artemio a descansar, Juancho recordó los años de su niñez, en los que visitaba el pueblo acompañado de sus padres y hermano; claro que entonces no había dinero para subirse a los juegos, pero tampoco había tantos aparatos, lo que no cambiaba era el delicioso champurrado, cuyo sabor le trajo aquellos agradables recuerdos. Apagó la luz, se durmió y siguió soñando con sus padres y su hermano, fueron años de felicidad, aunque también de una gran pobreza económica, pero, definitivamente, había sido una niñez feliz.




El contenido plasmado en este blog es producto de la reflexión de su autor, de sus colaboradores y de los pensadores que en él se citan. Cualquier semejanza con la realidad o alguna ficcón literaria, televisiva, psicótica paranoide o de cualquier otra índole es mera coincidencia

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