Por Sergio A. Amaya S.

El minero

Hacía ya varios años que Juancho había sufrido aquel accidente que lo tuvo incapacitado muchos meses, su rehabilitación había sido lenta, pero no le quedaban secuelas de su fractura, si acaso le dolía la pierna en los meses mas fríos del invierno, ya de cincuenta y tres años, no le venían tan bien las largas cabalgatas y búsquedas de minerales; seguía trabajando solo y le gustaba la compañía del viento, la inmensidad del desierto y los ruidos tan peculiares que se escuchaban en esas noches maravillosas, donde un universo infinito parecía venírsele encima por tantas estrellas y nubes galácticas que se apreciaban a simple vista. Sus hijos habían cursado la escuela Preparatoria en la ciudad de Saltillo, pero ahora estaban inquietos, con la intención de irse a trabajar a los Estados Unidos, no había habido manera de convencerlos de estudiar una carrera, Juancho tenía los medios económicos para hacerlo, pero los muchachos no se decidieron, pues querían hacer su vida por sí mismos, algo que Juancho entendía y, cuando menos en silencio, apoyaba.

El Padre Ramón, que tenía gran influencia sobre los muchachos y quienes le tuvieron un gran cariño, hacía cinco años que había muerto. Nunca nos quiso decir su edad, pero para entonces ya estaba muy anciano; tenía algunos años que ya no iba a celebrar a El Venado, pues vivía en la casa de unas amistades y entre sus amigos pagábamos su manutención. Siempre se me ha hecho una injusticia que no haya un lugar de retiro para los Sacerdotes, esos seres que entregaron su vida al servicio de toda la Iglesia, que por amor a Cristo renunciaron a formar una familia propia, haciendo suya a toda la familia humana y en particular a su feligresía; el tiempo es inexorable para todos, sin hacer distingos entre hombres o mujeres, ricos y pobres, humildes y poderosos, a todos nos trata igual y la muerte nos llega cuando debe de ser, sin que nosotros podamos hacer nada por evitarlo. El Padre Ramón, que vivió tantas situaciones de peligro en tiempo de los Cristeros, que estuvo a punto de ser fusilado porque se olvidó quitar el alzacuello al salir a la calle; ya frente al paredón, mirando de frente a esos soldados ignorantes que actuaban como autómatas, sin reparar en que fusilarían a un inocente, cuyo único pecado era amar a Jesús y a sus hermanos los hombres. Momentos antes de que el oficial diese la orden de ¡fuego!, llegó presuroso un Sargento con la instrucción de que se suspendiese la ejecución y se dejara en libertad al Sacerdote, eso sí, con la advertencia de que si volvía a desobedecer las disposiciones de la Ley Calles, sería pasado por las armas. Años después se enteró que la orden de suspensión la había dado el Coronel encargado de esa Zona Militar, un tal General Franco.

Así de pequeño es el mundo de los humanos y, desde luego, que no era el momento de morir del Padre Ramón, pero, como él mismo decía, la Ley de Dios está por encima de cualquier hombre, siguió haciendo sus celebraciones Eucarísticas en privado, teniendo buen cuidado de salir a la calle con ninguna vestimenta que delatara su quehacer sacerdotal.

La vida política del país se había tranquilizado. El Gobierno cardenista pasó y su único inconveniente fue el tener que aplacar la revuelta que se conoce como el Cedillismo, pero una vez muerto el General Cedillo, todo volvió a la calma, estaba por terminar su mandato y la grilla política estaba caliente, pero el General ya tenía su gallo, aunque bien cubierto: Otro General, Manuel Ávila Camacho, el Partido Nacional Revolucionario lo cobijaba amorosamente. Su oponente político era otro General, Juan Andrew Almazán, quien tuvo un gran arrastre popular, pero contra toda protesta que argumentaba fraude en la elección, la decisión estaba tomada, el Presidente sería Ávila Camacho. Quien tomó posesión de forma pacífica en Diciembre de 1940 y en 1946 debería hacer lo propio con su sucesor, que para entonces era el Secretario de Gobernación, un sonriente veracruzano, apuntaba para ser el primer Presidente civil que gobernaría a México, el Lic. Miguel Alemán.

Los hijos de Juancho se fueron, al igual que se le había ido su hermano, hace muchos años. La madre, llorosa y el padre compungido, los vieron partir, les dieron su bendición y solo aceptaron un poco de dinero, pues querían sobrevivir por sus propios medios, algo que satisfizo al padre, pues sabía que los muchachos eran de buena madera. Saldrían adelante y si Dios no disponía lo contrario, pues que caray, ahí estarían sus padres, esperándolos con los brazos abiertos y con los medios suficientes para apoyarlos en la actividad que ellos eligieran. Un día antes se habían ido a despedir de sus abuelos y sus tías, Pascual, ya de setenta y cinco años, era un abuelo consentidor y sentimental, pero ni sus lágrimas y súplicas les hicieron desistir. María, su abuela, también ya muy anciana, simplemente les dio su bendición y les recomendó tener cuidado, no andar en malas compañías y ser muy trabajadores. Toda su familia y muchos vecinos habían tomado el mismo camino, pues las oportunidades de sobresalir escaseaban por esos rumbos. Sus tías lloraron su partida y les desearon suerte.

Desde ese día Josefina vivió casi como autómata, no volvió a reír, aunque acompañaba a su marido a todas partes, pero la vida ya no tenía el mismo sentido para la madre sin tener cerca a sus hijos. Don Artemio, su gran amigo y compadre con sesenta y seis años a cuestas, había conseguido un par de Maestros que lo apoyaban en la escuela de El Venado, que había ido creciendo, según las necesidades del pueblo.

Josefina y Juancho eran los grandes benefactores de la Escuela, pues gracias a sus aportaciones tenían muy bien amueblada la escuela. Los Maestros auxiliares enseñaban a los grupos de primero a cuarto grado y Don Artemio, que además era el Director de la Escuela, se ocupaba de Quinto y Sexto años, pues eran los años en que mas se les exigía a los alumnos, a fin de que salieran bien preparados de su escuela Primaria, pues era sentir de Don Artemio que, si por cualquier causa no podían continuar estudiando, cuando menos estarían mejor preparados para enfrentarse a la vida.

Juancho siguió con su rutina de trabajo, aunque procuraba pasar mas tiempo acompañando a su amada Josefina, a fin de distraerla, pero era en vano, la mujer fue decayendo un poco cada día. En ocasiones la invadía una apatía total, no quería levantarse, no deseaba probar alimento, entonces Juancho no salía a trabajar, se quedaba en casa acompañando a Josefina, platicándole historias vividas en el desierto; de cuando era niño y trabajaba como chivero en la hacienda de beneficio, hasta que lograba animarla un poco y entonces la subía a la troca y emprendía con ella largas excursiones, solamente acompañadas por su fiel perro, Le cocinaba en el monte, como hacía cuando viajaba solo. Luego se llegaban hasta El Venado y en compañía de sus viejos amigos, Onofre y Joaquina, y Andrés y Eufrosina, recorrían los alrededores y platicaban por horas con Josefina, hasta que lograban animarla un poco. Luego regresaban a su casa y volvían a hablarle las paredes melancólicas; los retratos añorantes; las hortalizas que antaño recogía con sus hijos y ahora, qué caso tenía. A quien le interesaba que se hubiera logrado una zanahoria extraordinaria o una calabaza enorme. De pronto, todo el colorido de su casa había sido dominado por el gris del abandono. Cuando la visitaban sus padres, entonces se animaba un poco, cocinaba con gusto, como reprochando a Juancho el haber permitido la partida de sus hijos; por no haber obligado a los muchachos a quedarse.

En otras ocasiones, cuando sabían que el General estaba en Zacatecas, viajaban hasta Camacho para estar con ellos. Los hijos de José María ya vivían de planta en la Capital, donde asistían a la Universidad, María y Esther en la carrera de Medicina y José que recién había egresado del H. Colegio Militar y con el Grado de Subteniente de Artillería se encontraba en el Campo Militar No. 1, lejos de la Capital, en el Molinito, un viejo poblado del Estado de México. En compañía de Enedina y José María, Josefina se sentía bien, no sabía si era por alejarse de la casa, que cada día se le hacía mas grande y vacía por la falta de sus hijos, o por compartir la soledad que también sentiría Enedina.

El General ya está postulado para Senador de la República y estaba en muy buenos términos con el Secretario de Gobernación, Lic. Alemán, quien, en confianza, le había hablado de la posibilidad de que llegara a la Secretaría de la Defensa Nacional. Había que esperar para ver como venían las cosas, pues el General Ávila Camacho, también veía con buenos ojos a José María.

Por ahora estaba tranquilo en su rancho, esperando las noticias de la Capital y el inicio de las campañas electorales. El Gobernador de Zacatecas le tomaba en cuenta constantemente, pues sabía de la cercanía que el General tenía con el hombre fuerte del actual gabinete y muy posiblemente, el próximo Presidente de la República.

Bajo la dirección de Cándido Santoyo, el rancho se había desarrollado muy bien, pues era un hábil negociante; además, al fin hombre de campo, conocía muy bien la crianza de los animales y se asesoraba con eficientes veterinarios que trabajaban de planta para el rancho. Muy de mañana, como hacía siempre que el General estaba en el rancho, Cándido pasaba a buscarlo para recorrer los potreros y observar el desarrollo de la caballada. En esta ocasión los acompañaría Don Juancho, que se encontraba de visita.

Antes de que despuntara el sol, Santoyo ya tenía ensillados los caballos, el potro favorito del General y una yegua zaina, de tres años para el invitado. Cuando se presentó en la casa grande, ya los hermanos lo estaban esperando, montaron y empezaron a cabalgar, primero al paso, calentando los músculos de los caballos y al salir del caserío, a trote ligero, disfrutando del fresco de la mañana. En el potrero de arriba, donde llevaban los caballos que ya estaban listos para la venta, vieron unos veinte caballos, todos de muy buena estampa, briosos y dispuestos a la cruza. Las yeguas estaban en un potrero alejado, para que no se alborotaran los potros, pues eran capaces de derribar las cercas cuando olfateaban a una hembra en celo cercana a ellos.

Visitaron también el establo, donde estaban ordeñando a unas cincuenta vacas holandesas. Las primeras crías las habían adquirido en un rancho de Querétaro, lo mismo que un semental; mas tarde, al crecer el hato, importaron tres toros mas, estos del Estado de Coahuila. La mezcla de sangres que habían hecho los veterinarios, había dado como resultado unas vacas muy rendidoras de leche. De ese establo se abastecían todos los peones del rancho, para que no les faltara el alimento a sus muchachos; si acaso había algún sobrante, era llevada a un orfanato que estaba en La Concha y al que Enedina procuraba ayudar con regularidad.

A la hora del almuerzo se acercaron al sitio en que se reunían los trabajadores y donde, personal enviado por Santoyo, les preparaba abundantes y sanos alimentos, pues estaban convencidos que trabajadores bien comidos eran mas productivos. Vale decir que de todos los ranchos de los alrededores, los trabajadores se peleaban por ser contratados por Don Cándido o el General, pues eran los mejores patrones de la localidad. Esto les traía algunas enemistades de otros patrones, ya sea de las haciendas mineras o rancheros, como ellos mismos, pero conociendo al General y sus influencias, preferían tenerlo de amigo, pero nunca enfrentarse a él.

Los hermanos disfrutaban esos gratos momentos que la vida les estaba obsequiando, sin perderse en amarguras por ausencias pasadas. Cuando les sorprendía la noche en el campo, no faltaba alguna fogata donde acercarse, beber una copa de mezcal y saborear una carne asada en las brazas. Desde luego que no faltaba el trovador que todos los rancheros llevan dentro y al calor del fuego y de la buena compañía se sacaba una guitarra y se entonaban canciones de todo tipo, lo mismo una que recordaba acciones guerreras de la Revolución, que corridos que hablaban de míticos caballos y sus dueños; o tal vez algunas canciones de amores frustrados.

Ya avanzada la noche, los patrones se retiraban recomendando a sus trabajadores que no se demoraran en irse a dormir, pues las jornadas de trabajo iniciaban con las primeras luces. Todos atendían a la recomendación y rara vez se daba que alguien hubiera faltado al trabajo por excederse en el beber. Cuando los hombres llegaban a casa, Enedina y Josefina, que se pasaban las horas platicando, suspendían su charla y se dedicaban a sus maridos, por si acaso apetecían un café antes de irse a la cama.

Después de las elecciones de Julio de 1946, en que José María fue electo para el Senado de la República, estas convivencias se hicieron muy escasas, pues el General tenía que pasar largas temporadas en la Capital; esporádicamente regresaba a Zacatecas, ahora asistido por el Mayor Valladares, quien se había casado con su Bonita y vivían también en México. En esas esporádicas visitas, José María nunca dejaba de visitar a su hermano,

Juancho prácticamente ya no trabajaba, no tenía necesidad de hacerlo, pues tenía suficiente para vivir con comodidad, así que se dedicaba de tiempo completo a su esposa: Hacían frecuentes visitas a sus suegros en el Ahorcado, viajaban a Saltillo y Monterrey. En alguna ocasión abordaron el tren y se fueron hasta la Ciudad de México, donde el General les puso un auto con chofer para que los llevara a conocer todos los sitios importantes de la Capital; en esa ocasión se hospedaron en la casa de José María, una amplia residencia que había adquirido en un fraccionamiento que se estaba iniciando en esos tiempos, muy lejano del centro de la Capital, pero arbolado y tranquilo, las Lomas de Chapultepec. El auto llegaba temprano, conducido por un Sargento y un atento Capitán les servía de guía. Visitaron el Castillo de Chapultepec, navegaron en las tranquilas aguas del lago. Visitaron la Villa de Guadalupe, con su hermosa arquitectura del S-XVI; Josefina se arrodilló frente a la venerada imagen y fervorosamente pidió a la Virgen que cuidara a sus hijos y que pronto escribieran para saber de ellos. En otra oportunidad los llevaron a conocer la Alameda Central y el Palacio de Bellas Artes, la Catedral Metropolitana y el Palacio Nacional. Hicieron un recorrido por Xochimilco, disfrutando una buena comida a bordo de una trajinera, adornada con el nombre de “Josefina”. Fueron dos semanas de paseos y alguna cena ocasional con José María y Enedina. Tuvieron oportunidad de saludar a los hijos de José María; el recién ascendido, Teniente José Franco, la recién egresada Doctora María Franco y Esther, que se encontraba en el último año de su carrera. Realmente formaban una feliz familia. Esa noche, ya en su habitación, Josefina resintió la ausencia de los hijos y empezó a sentirse mal, por lo que al día siguiente decidieron volver a su casa.

José María impartió sus órdenes para que les consiguieran un gabinete en el Pullman del Águila Azteca, con destino a la ciudad de Zacatecas y por la tarde toda la familia se acomodó en dos autos para acompañarlos a la estación de Buena Vista. La visita había sido grata, pero la salud de Josefina se veía deteriorada, cosa que preocupó a todos, de forma particular a Juancho.

Por instrucciones del General, un auto los esperaría en la Estación de Zacatecas para llevarlos por carretera hasta su casa; el camino era malo, pero era la manera mas rápida de llegar a su destino. Al día siguiente por la mañana, el matrimonio llegó a Zacatecas, de acuerdo a lo planeado, ya los esperaba un auto con un Sargento como conductor, quien les ayudó con el equipaje y a pedido de Juancho, los llevó a conseguir un Médico para que examinara a Josefina. Después de unas gestiones en la oficina del Gobernador y de enterarse de quien era la persona que requería los servicios médicos, el funcionario ordenó al Director del Hospital General que atendiera personalmente a la cuñada del General Franco. Cuando llegaron al nosocomio, ya los esperaba un Médico y una Enfermera con una silla de ruedas para llevar a la paciente a la sala de reconocimiento. Los estudios demoraron casi tres horas, tiempo en que, nervioso, Juancho recorría de arriba abajo el pasillo del piso en que se encontraban.

Cuando llamaron a Juancho al gabinete del Director, ya se encontraba Josefina esperándolo, él la tomó de la mano y le pidió que estuviera tranquila. El Médico revisó los informes contenidos en la historia clínica, observó algunas placas radiográficas y hojas de resultados de laboratorio de análisis clínicos, una vez satisfecho, habló al matrimonio:

Bien, don Juan José y señora Josefina, presenta usted una serie de pequeños problemas, creo que todos ocasionados por una misma causa; para empezar, su nivel de hemoglobina está un poco bajo, es decir, tiene una ligera anemia; a la vez, un electroencefalograma nos da indicios de un desequilibrio en la química cerebral, esto es producido por un estado depresivo. Yo les pregunto, ¿han tenido alguna pérdida familiar que pudiese haber afectado de mas a la señora?

Pues si, Doctor, respondió Juancho, pero ya hace casi dos años. Nuestros hijos decidieron irse a los Estados Unidos; eso causó mucha tristeza a ambos, pero de alguna forma yo lo acepté mejor, tal vez porque de chamaco ocurrió lo mismo con mi hermano.

Bueno, continuó el Galeno, ese es un motivo importante, dígame, ¿la señora ha presentado días de tristeza, decaimiento y desgano?

Sí, aunque no han sido muy frecuentes, si han durado varios días o semanas; yo he tratado de distraerla, llevándola de viaje a diferentes lugares. Ahora mismo estamos regresando de la Ciudad de México, donde hemos paseado durante dos semanas, pero ayer vi que estaba muy mal y decidimos volver a casa.

Muy bien, concluyó el Médico, le prescribiré un antidepresivo suave, le recomiendo que siga procurando distracciones a la señora; debe procurar que coma, en especial frutas y verduras. Le hace bien hacer algunas caminatas en horas de la mañana, cuando esté fresco. En lo posible, que no se quede en cama mas del tiempo necesario para descansar y trate de que acepte el hecho de que los hijos, mas tarde o temprano, acaban por irse de nuestro lado. Es la ley de la vida.

Al salir del hospital, ya a la hora de comer, Juancho pidió al chofer que los llevara a un buen restaurante, el tomó una mesa para él y su esposa y al chofer lo colocó en otra, para que comiera con toda libertad. Josefina se mostraba apática, inapetente, pero a fuer de insistir, comió una ensalada de verduras y bebió jugo de naranja. La comida de Juancho también fue frugal, pues la salud de su esposa le preocupaba.

Después de comer pusieron rumbo a La Concha y ya de noche llegaron a su casa, el Sargento se adelantó a encender las luces y revisar que todo estuviera en orden; después de dejarlos instalados, el militar se despidió, ofreciendo volver en un par de días para ver si se les ofrecía algo. El resto de la semana fue de altibajos para Josefina. Alguna mañana despertaba animada y de la mano de Juancho hacían prolongadas caminatas por el desierto de los alrededores, Juancho procuraba llevar una bolsa con frutas frescas y ambos las comían durante el paseo; cuando volvían a casa descansaban un poco y entre los dos preparaban la comida, donde, siguiendo las indicaciones del Médico, prevalecían las verduras frescas.

En contraste, en otras ocasiones no quería salir de la cama ni que entrara la luz por las ventanas, era un triunfo hacer que se acercara a la mesa a picotear algo de comida, luego se volvía a la cama y permanecía en ella el resto del día. Juancho se angustiaba, pero no perdía la serenidad, procurando ayudar a su esposa, le leía algún libro y le contaba historias para entretenerla. En ese tenor fueron pasando los meses. Sus suegros y amigos los visitaban los fines de semana y trataban de darle ánimos a Josefina, pero ella solamente sonreía, sin decir nada. Todos estaban preocupados por su salud, pues había bajado mucho de peso, su cabello antes brillante y rizado, se veía opaco y lacio, como sin vida.

Un domingo de diciembre, en que se encontraban de visita sus suegros y cuñadas, Josefina perdió el sentido mientras estaban a la mesa, de inmediato la llevaron a su cama y Pascual salió a La Concha en busca de algún Médico, cuando volvió, acompañado por un Doctor y el Profesor Artemio, Josefina ya había fallecido, la casa se llenó del llanto de la madre y las hermanas, Juancho y Pascual lloraban en silencio, al igual que Artemio, quien le tenía cariño a Josefina. El Doctor se encargó de hacer el Acta de Defunción, poniendo como causa del deceso: Paro cardiorrespiratorio.

Después de un tiempo, ya mas sereno, Juancho pidió a su suegro que se encargara de los preparativos para el sepelio y le pidió que le avisara a sus amigos de El Venado. Mientras tanto, María y sus hijas vistieron a Josefina y la arreglaron; prepararon un sitio para colocar el féretro, que llegó en la noche. Cuando llegaron los amigos de la pareja, Josefina ya reposaba en el féretro, con dos cirios a la cabecera y un cristo en la pared. La agencia funeraria había enviado flores.

Joaquina y Eufrosina se pusieron en acción y organizaron el rezo del Santo Rosario, para pedir a Dios por el eterno descanso de la difunta y por el perdón de sus pecados. María la madre de Josefina, estaba inconsolable, entre los brazos de sus dos hijas.

En cuanto Joaquina invitó a los presentes a rezar, todos se pusieron de rodillas y Joaquina empezó a recitar las jaculatorias iniciales. Las aves Marías y Padres nuestros se fueron desgranando, entre la monótona voz de Joaquina y los llantos y suspiros de los presentes:

"Dios te salve, María,
Llena eres de gracia
El Señor es contigo;
Bendita eres entre las mujeres
Y bendito el fruto de tu vientre, Jesús"

Juancho no rezaba, sentado en una silla junto al féretro de su amada esposa, lloraba en silencio. Pensaba en sus hijos, quienes no se enterarían del fallecimiento de su madre hasta solo Dios sabe cuándo…. Pediré un permiso para sepultarla en nuestras tierras, así le podré platicar todos los días y llevarle flores y cuidar su tumba, Las lágrimas rodaban silenciosas por su curtido rostro…. Don Artemio se acercó a tratar de consolar a su querido amigo.

Ánimo, compadre, no se deje caer, pues recuerde que aún tiene a sus hijos y aunque de momento no sabe de ellos, ya verá que pronto tiene noticias. Solo recuerde que las malas noticias llegan mas rápido..

Gracias, compadrito, pero no sé qué voy a hacer ahora que mi Josefina se ha ido, no tengo ningún aliciente para seguir trabajando.

No diga eso, compadre, usted es un hombre fuerte y sabrá sobreponerse a esta dolorosa pérdida. Si no quiere quedarse solo aquí, yo lo invito a pasar unos días en mi casa, en La Concha.

Le agradezco, Profesor, pero yo creo que me iré una temporada a México, con mi hermano. No me lo tome a mal, pero en este momento me hace mucha falta mi hermano.

No te preocupes, Juancho, lo entiendo y creo que es una buena decisión.

Nada mas quiero sepultarla y que pase el Novenario. Ella era muy devota y lo voy a hacer por ella, sé que así le gustaría.

A la mañana siguiente, muy temprano llegó una corona de flores que enviaba el Gobernador del Estado, así como muchos ramos de flores de parte del General Franco. Todo lo llevaba un Teniente de la Zona Militar, quien se puso a disposición de Juancho, por órdenes expresas del General Franco.

Juancho agradeció las flores y solamente pidió al Teniente que le consiguiera el permiso para sepultar a su esposa en sus propias tierras.

El militar de inmediato envió una tarjeta a la Presidencia Municipal y en unas cuantas horas ya tenía el oficio de permiso de inhumación en terreno particular. Una vez señalado el sitio en que estaría localizada la tumba, el Teniente puso a sus hombres a hacer la excavación, mandaron a buscar ladrillos y cemento y para las primeras horas de la tarde ya estaba habilitada la sepultura.

Durante el día fueron pasando vecinos de El Ahorcado y de El Venado, lugares donde eran estimados Juancho y Josefina, dando verdaderas muestras de tristeza por el sensible fallecimiento de la mujer.

Otro grupo de mujeres había preparado café durante la noche y ya tenían listo el almuerzo para las personas que se habían quedado a velar. A medio día, Pascual, por indicaciones de María, su esposa, había ido a buscar un Sacerdote para que le diera la bendición a Josefina antes de enterrarla. A poco regresó con el Padre Miguel, Párroco de la Santísima Concepción, quien gustoso acompañó a Pascual, pues Josefina había sido una fiel parroquiana y benefactora.

De inmediato se organizó todo para celebrar la Santa Eucaristía de cuerpo presente. Después de la ceremonia impartió la bendición al cuerpo que iría a reposar, en espera de la venida de Jesucristo y de la ofrecida resurrección. Entre rezos y llantos, el Sacerdote inició la procesión hasta el sitio de la inhumación. Juancho, Pascual, Onofre y Andrés cargaron el ataúd. Los viejos amigos estaban firmes en las horas de angustia y dolor.

Diez días después del deceso de su mujer, Juancho cerró su casa, encargando a su suegro Pascual que estuviera al pendiente, lo mismo hizo el Teniente, quien ordenó que siempre estuviera de guardia un elemento de la Partida, a fin de resguardar la propiedad hasta nueva orden. A media mañana el propio Teniente lo condujo a Zacatecas, para que abordara el tren que lo llevaría a la Ciudad de México.



El contenido plasmado en este blog es producto de la reflexión de su autor, de sus colaboradores y de los pensadores que en él se citan. Cualquier semejanza con la realidad o alguna ficcón literaria, televisiva, psicótica paranoide o de cualquier otra índole es mera coincidencia

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