Por Sergio A. Amaya S.


Vuelta al desierto

Han pasado los años desde la muerte de Josefina. Diez años largos en que Juancho se ha retirado, casi, de todo contacto humano; salvo sus amigos de El Venado y algunos en El Ahorcado. Su gran amigo y suegro, Pascual, falleció dos años después de Josefina, tal vez por ese mismo dolor que nunca dio a conocer, pero que se le entendía en el semblante apagado, como ausente siempre; no cabe duda que la muerte de los hijos es algo contra natura, pues lo natural es que los padres fallezcan antes que los vástagos. Debe ser un dolor profundo, en el alma misma, sin que haya consuelo alguno, cuando menos humano, el consuelo divino ya dependerá de cada cual y su fe, pero en el caso de Pascual, no era muy dado a las cuestiones religiosas. Pero aún ante las mas crudas adversidades, la vida continúa, insensible al dolor particular de los humanos. Al fallecer Pascual, María se refugió en el yerno como figura masculina en la familia. Juancho se encargó de entregar a las cuñadas cuando fueron pedidas en matrimonio e hizo lo propio al llevar a las novias hasta el pie del altar y entregarlas a sus futuros maridos.

El dolor que cada uno llevaba marcado en el alma, era muy personal. Para los nuevos matrimonios la vida empezaba y todo fue risas y jolgorio. Como fiel representante del padre de las muchachas, sufragó los gastos de las fiestas, que se vieron concurridas por todos los habitantes del pueblo, mas los invitados de otras comunidades, entre ellos los viejos amigos de la familia, habitantes de El Venado.

Realmente la vida fue generosa con Pascual, pues vivió tranquilo en ese sitio apartado de las envidias y los problemas de las ciudades. Fue un hombre honesto que educó a su familia en un clima de cariño y seriedad. Trabajó el campo con energía y supo representar a sus compañeros cuando el mismo pueblo lo eligió para el cargo de Comisariado Ejidal. De la misma forma, la muerte también fue generosa, pues tuvo un final tranquilo; inesperado, porque no estuvo enfermo un solo día, simplemente se acostó a dormir y no despertó ya. Así deben morir los hombres buenos, íntegros, honestos. Su última morada está al lado de los restos de su hija Josefina, en lo que ahora se ha convertido en la cripta familiar. Juancho se ha ocupado de que ese sitio sea un lugar digno para reposar los restos familiares, se construyó una pequeña capilla donde dar el último adiós al ser querido. El sitio es acogedor, muy iluminado y lleno de flores. Se sembraron dos árboles, un sauz y un mezquite; aquel representa a la vida y este a la tenacidad, como se vive y la capilla es la parte final de esa vida, así se cierra el ciclo y se entiende la muerte como parte de la vida misma.

La viudez de María solamente duró cuatro años y se fue a reunir con su amado Pascual y su adorada Josefina, aunque en el caso de María sí hubo una causa física, pues regresaba del molino por la mañana y cayó en una zanja que habían abierto el día anterior; a resulta de ello se fracturó la cadera y en cosa de seis meses falleció. Los médicos no le atribuyen el deceso a ese accidente, pues no era mortal, aunque sí incapacitante, pero al ver limitada su movilidad, aunada a la tristeza por la pérdida del marido, que desde que falleció Pascual, nunca la abandonó, le quitaron las ganas de vivir. Esa fue la verdadera razón de su muerte: Ya no quería vivir.

Unos años antes de la muerte de María, de hecho un año después de que falleció Pascual, el luto que ya portaba Juancho se vio aumentado por el fallecimiento de su querido amigo y mentor: Artemio, el Profesor de el Venado falleció de forma trágica, al chocar el autobús que lo llevaba rumbo a La Concha. Bien dicen que al que le toca, aunque se haga a un lado. Pues resulta que Don Artemio terminó sus actividades un poco retrasado y pensaba que ya había perdido el autobús que pasaba a las tres de la tarde por El Venado, pero cual sería su sorpresa que el citado autobús se había detenido en el pueblo para arreglar una llanta que se había picado kilómetros atrás. ¡Qué suerte!, expresó el Profesor, relatan quienes lo escucharon, pues ese inesperado arreglo a una llanta, le permitía abordar el autobús, pues de otra forma tendría que esperar hasta el que pasaba a las seis de la tarde.

No cabe duda, la parca es inexorable y estaba marcado que el Maestro debería morir en ese funesto autobús y en cierto lugar, donde la muerte lo esperaba. Conociendo la carretera, que parece un listón tendido en el desierto, uno piensa: cómo van a chocar de frente dos vehículos que se ven uno a otro desde varios kilómetros. Pues ocurre y así fue, el autobús chocó de frente contra una troca cargada de rastrojo. El encuentro fue brutal y el chofer y otros cinco pasajeros, entre ellos don Artemio, fallecieron por el impacto. Curiosamente, el conductor de la troca salió ileso, aunque su vehículo quedó convertido en chatarra. Definitivamente, al que no le toca, aunque se ponga. Los funerales del querido Maestro fueron muy concurridos, llegaron de todos los pueblos de los alrededores, pues la escuela de El Venado servía a comunidades diversas; era tal la fama que había ganado de buena escuela, que los padres de familia de otros pueblos buscaban que sus hijos ingresaran a ella, no obstante que, en algunos casos, les representaba viajar varias horas para llegar a la escuela. Cuando Juancho se enteró, fue un duro golpe, pues a mas de ir perdiendo a sus seres mas cercanos, era evidente que se estaba quedando solo.

Aún estaba fresco el fallecimiento de su viejo amigo Onofre, meses antes de Don Artemio, quien a los cincuenta años de edad, digamos que en plena edad productiva, un borracho o mariguano había llegado hasta su tienda, siendo atendido por Onofre con la misma cordialidad que dispensaba a todos sus clientes; este no lo era, era la primera vez que llegaba por la tienda. Onofre, quien siempre desconfiaba de los fuereños, en esa ocasión no pareció darle importancia al hecho de que un desconocido se detuviera en su tienda. Joaquina se encontraba en la cocina, atendiendo sus cazuelas, pues ya era la hora de comer. Había visto la llegada del hombre, pero no le dio importancia, ya que escuchó que le platicaba a Onofre que vivía en un rancho que está rumbo al 14, llamado Las Golondrinas. En alguna ocasión Manuel el español que hacía el comercio entre La Concha y San Luis, les había hablado de ese rancho, en donde siempre lo habían tratado bien; hacía solo unas semanas que el español había vuelto de su viaje a esas tierras y ahora debería estar de viaje por su tierra, a donde procuraba ir cada año a comprar novedades para vender en México.

El hombre ya iba notoriamente tomado, por lo que Onofre solamente accedió a venderle una cerveza, argumentando que tenían qué cerrar la tienda, pues era la hora de comer y volverían a abrir hasta las cinco de la tarde. El hombre no dijo nada, aceptó la cerveza y al terminarla pidió otra. Onofre se la negó y cuando empezaba a cerrar el local, el hombre desenfundó una pistola que llevaba oculta debajo de la camisa y sin mediar palabra alguna, le disparó dos tiros a Onofre; el primero le dio en el pecho y el segundo en la cabeza. Cuando Onofre llegó al piso, ya estaba muerto.

Al escuchar los disparos, Joaquina salió apresuradamente y encontró a su marido en un charco de sangre. A gritos pidió auxilio y alcanzó a ver al hombre que montaba en un caballo y se perdía de vista tras las nopaleras. La escena fue desgarradora, los vecinos salieron apresurados a enterarse de lo que pasaba y no cabían en sí de estupor, pues conocían a Onofre y sabían que era un buen hombre, atento y comedido con su clientela.

En esa ocasión fue Andrés quien le llevó la noticia a Juancho, quien presa del dolor por la pérdida de otro amigo, no pudo aguantar las lágrimas y lloró sobre el hombro de Andrés.

Andrés también se encargó de telefonear a los hijos de Onofre, residentes en el Estado de Texas, quienes sumamente consternados llegaron a tiempo de ver el cuerpo de su padre, antes de ser sepultado. Los tres muchachos estuvieron al lado de su madre durante varios días y Josué, el mas chico, les habló de la posibilidad de ir en busca del asesino. Se enteró la madre y les dijo con firmeza que no quería venganzas, ya había perdido al marido y no quería perder a ninguno de sus hijos, mas bien les recomendó que se regresaran a los Estado Unidos, que ella seguiría adelante con el negocio. Los muchachos comprendieron la sensatez de las palabras de su madre y la obedecieron, prometiendo volver en unos cuantos meses, para pasar unas vacaciones a su lado.

Por esa serie de pérdidas irreparables en tan pocos años, es que Juancho pensaba en la soledad en que se quedaría, proponiéndose frecuentar con mayor frecuencia a su amigo Andrés y, desde luego, pasar largas temporadas con su hermano José María. Por lo pronto se propuso pasar su duelo en lo profundo del desierto. Diez años habían pasado desde la muerte de su amada esposa Josefina y aún seguía aferrado a su tumba; en ese breve período de tiempo había perdido a sus suegros y a dos buenos amigos, necesitaba tiempo de soledad para reflexionar en ello.

El Coronel Valladares, quien seguía fielmente al lado del General Franco, avisado de la situación anímica que estaba pasando Juancho, a quien había llegado a estimar como un buen amigo, se presentó en su casa para llevarle los saludos del General, ocupado en el Senado de la República y con la posibilidad de que el viejo Don Adolfo lo palomeara para la gubernatura de Zacatecas, por lo que le era imposible separarse en esos días de la ciudad de México.

Juancho le comentó su decisión de retirarse al desierto para olvidar un poco tanto dolor recibido en los últimos años. Sus hijos habían vuelto poco después de la muerte de su abuelo, pero se habían regresado; cuando menos ahora sabía que se encontraban trabajando en Chicago, ya hablaban bien el inglés y pretendían quedarse en aquellas tierras, pues no querían saber nada de la vida en el rancho.

Valladares trató de saber en qué lugar estaría, pero en realidad Juancho lo ignoraba, por lo que optó por recurrir a la Partida Militar para encargarles que estuvieran pendientes del minero, que lo mantuvieran vigilado, pero sin molestarlo y que le tuvieran informado personalmente a él, para comunicarlo con oportunidad al General.

Al día siguiente, catorce de diciembre, Juancho cargó en “La muñeca”, su mula, montó en su caballo “El prieto” y seguido de su fiel perro negro “El lobo”, partió rumbo al desierto, como hacía muchos años que había empezado, claro que ahora, a los sesenta y seis años, ya no era lo mismo, pero como estaban las cosas, para morir le daba igual en su casa que en el monte y, pensándolo bien, prefería que fuese en su amado desierto. Ya que sus hijos se enteraran cuando fuera. Tenía su testamento hecho, sus hijos y sus cuñadas recibirían parte de su legado y la casa se la dejaba a Juana, la hermana mayor de Josefina y parte de las tierras que le había comprado a Pascual se las heredaría a Lucía, la hermana menor.

Abasteció su 30-30 y volvió a cargar su antiguo revólver ’38 y se lanzó al desierto, llevaba alimentos y agua para unos ocho días, mas lo que encontrara en el monte, que no era poco, pues él conocía el desierto como la palma de su mano. Ya no le interesaba tomar muestras del terreno, aunque si encontraba propicio un arroyo, pues a fin de refrescarse lavaría algo de arena y si encontraba mineral, pues ya vería qué hacer con él. Estaba terminando el otoño y un viento frío llegaba del norte, sería una noche muy fría y Juancho debería hallar un sitio donde refugiarse, Recordó que años atrás había acampado en una cueva que se encontraba mas adelante en la falda de un lomerío; acicateó al caballo para tratar de llegar pronto al refugio, pues sabía bien que si el viento arreciaba, descendería rápidamente la temperatura. Ya con la luna muy alta alcanzó el sitio que buscaba, era lo suficiente grande para que cupieran sus animales, los llevó hasta el fondo, desensilló el cabalo y descargó a la mula, luego los cepilló y les pasó una manta húmeda para limpiarles el sudor; después sirvió avena y granos en unas bolsas de ixtle y se las acomodó a los animales para que comieran. Después de eso, desató un poco de leña que llevaba preparada para una emergencia e hizo una buena fogata, procurando que el humo saliera de la cueva, para no ir a perjudicar a sus animales; ya mas confortable el ambiente, se dio a preparar su cena: Abrió una lata de frijoles y los vertió sobre una sartén donde ya se calentaba un poco de manteca. En una jarra sirvió un poco de agua y se preparó un estimulante café. Luego de cenar dio unos trozos de tortilla con frijoles al “lobo” y se tendió a dormir, cerca del fuego y envuelto en una cobija. El perro se echó cerca de él, pendiente de la entrada de la cueva. Esa fue su primera noche de vuelta al desierto.



El contenido plasmado en este blog es producto de la reflexión de su autor, de sus colaboradores y de los pensadores que en él se citan. Cualquier semejanza con la realidad o alguna ficcón literaria, televisiva, psicótica paranoide o de cualquier otra índole es mera coincidencia

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