Por Sergio A. Amaya S.


José María

José María había hecho una carrera política muy limpia, basada en la honradez y la lealtad hacia sus superiores, como buen militar, disciplinado y siempre dispuesto a obedecer. El político era bien visto en la Cámara de Senadores y ya había un grupo de gente experimentada a su alrededor, quienes vislumbraban para el General Franco un promisorio futuro. Se estaba llegando a la mitad del sexenio presidencial y habría cambio de Gobernador en Zacatecas y todas las miradas convergían en el militar, quien además era bien visto por el Señor Presidente Ruiz. El Ayudante personal de José María, su amigo, era el ya Coronel Valladares, siempre dispuesto a servir al General.

Esa mañana llegó temprano, como de costumbre, a desayunar con el General antes de irse al Senado y a informarle de su viaje a Zacatecas.

—Dime, Hugo, ¿cómo encontraste a mi hermano?

—Muy triste, mi General, pero es un hombre fuerte y se va a reponer. Por lo pronto me dijo que se va al desierto a poner en calma sus sentimientos, no supo decirme hacia donde se va y yo me permití ordenar, en su nombre, que la Partida esté pendiente de su casa y de su persona, de forma que me tendrán informado del sitio donde se encuentre su hermano y, desde luego, estaremos seguros de que está bien.

—Te lo agradezco, Hugo, pues me tiene preocupado, en poco tiempo se han ido sus buenos amigos y sus suegros. Sin el apoyo de su mujer le va a ser mas difícil reponerse; en cuanto tenga yo un tiempecito, nos daremos una vuelta, por lo pronto hay que preparar lo necesario para una eventual llamada del Partido, anda muy fuerte la grilla y varias personas se han adelantado a ofrecerme su respaldo, pero yo no me doy por enterado hasta tener una aviso cierto, vamos a comportarnos como siempre, tratando a los amigos como si ellos fueran ya los elegidos, especialmente con el Lic. Fuentes, quien es un fuerte candidato a la designación.

—De acuerdo, mi General, yo me encargo de prepararle todo lo que sea necesario, me pondré en contacto con su Secretario para que afinemos la agenda de la semana.

Después de desayunar, el General subió a despedirse de Enedina, su esposa, quien se hallaba en la cama, desperezándose apenas.

—¿Ya te vas, General?, tú siempre tan madrugador. Yo creo que llegas a barrer en el Senado, vas a dejar sin chamba a los de Intendencia, bromeó.

—Ya sabes que soy malo para estar en la cama cuando despierto y antes de ir al Senado tengo una reunión en Sanborn’s con unos compañeros del Partido, pero ya desayuné, así es que solamente tomaré café con ellos. ¿Nos vemos para comer en el centro?, para mandarte al chofer.

—Sí, viejo, si me haces favor, pues yo aquí sola todo el día, me vuelvo loca. Además tengo que espantarte a las viejas zorras que te andan rondando.

—Quien crees que se va a fijar en este viejo carcamán, Enedina, si de lejos se me ve lo mandilón. Pero un día de estos me voy a revelar y, entonces sí, que se cuiden todas.

El General salió riendo, en tanto una almohada caía a sus pies. Seguían siendo un matrimonio ejemplar, siempre bien recibido en todos los círculos políticos y sociales de la Capital.

En compañía del Coronel Valladares salió de su casa de las Lomas de Chapultepec, tomaron la Avenida de las Palmas, un hermoso boulevard de amplio camellón sombreado por robustas palmeras, de donde obtenía su nombre. Definitivamente, era un barrio residencial de mucho futuro, fuera del tráfago de la ciudad y sin retirarse mucho; continuaron por el Paseo de la Reforma y en breves minutos estaban en la zona centro, tomaron por Avenida Juárez y el General descendió del auto en la acera del Edificio Guardiola, caminó a la Casa de los Azulejos, en tanto Valladares estacionaba el auto. Era una de esas reuniones un tanto aburridas, pero el Senador se había comprometido a asistir; lo invitaban algunos personajes de Zacatecas que querían expresarle su apoyo para que buscara la candidatura al gobierno de Zacatecas.

El General los escuchó condescendiente y les agradeció el apoyo, el cual sería muy valioso. Desde luego se cuidó de decirles que el único que tenía la decisión era el propio Presidente y, desde luego, que solo escuchaba a sus mas cercanos colaboradores, pero la decisión final la tomaba él solo. Después de hora y media de plática intrascendente, acerca de algunos problemas que veían en Zacatecas y que, desde luego ya conocía el General, se despidieron como viejos amigos, prometiéndose encontrarse en el próximo viaje del General a su tierra. Salieron los dos militares y caminaron hacia el Senado de la República. Era una mañana luminosa y fresca, que invitaba a esas caminatas, Había pocos vehículos en circulación y el mayor ruido lo aportaban los tranvías.

Cuando llegaron a su oficina, El General se sintió algo indispuesto, le pidió un poco de agua a su secretaria, pero sentía que le hacía falta aire, por lo que le pidió que abriera la ventana. Su secretaria no le vio muy buen semblante, por lo que se dirigió a la oficina de los Ayudantes y le comunicó al Coronel Valladares su apreciación; de inmediato el Coronel se dirigió al despacho del General y lo encontró muy pálido y desencajado, quejándose de una opresión en el pecho. Tomó el teléfono y solicitó ayuda de la enfermería. A los pocos minutos se presentó el Médico de guardia y una enfermera, rápidamente le tomaron los signos vitales al General y dispusieron su traslado inmediato al hospital, pues estaba teniendo un infarto. Cuando la ambulancia llegó al Hospital Central Militar, el General iba inconsciente, en la ambulancia lo acompañaba el Coronel Valladares. De inmediato fue trasladado al piso de Cardiología. Mientras tanto, Valladares se puso en comunicación con Enedina, la esposa del General, que de inmediato fue llevada al lado de su esposo. Los médicos hicieron cuanto les fue posible, pero finalmente el General dejó de existir a las tres de la tarde con diez minutos. Su esposa, inconsolable, sufrió un colapso nervioso y fue atendida en el propio hospital.

El Coronel Valladares solicitó una oficina para hacer las llamadas pertinentes, solicitud que desde luego fue atendida. Se comunicó al Senado de la República y a la Oficina de la Presidencia: hizo lo mismo con el Gobernador de Zacatecas, quien ofreció estar en la ciudad de México al día siguiente. La capilla funeraria se instaló en los velatorios militares; como veterano de la Revolución y Senador de la República, se le rindieron honores militares y fue trasladado sobre un armón militar cubierto con un paño negro y tirado por cuatro caballos negros. La Banda de guerra de la Secretaría de la Defensa, con las cajas vestidas de luto, marcaban un paso ceremonial que hacía mas impresionante el paso del cortejo. El Coronel Valladares conducía el auto en que viajaba la ahora viuda del General Franco acompañada por sus hijos, inmediatamente detrás del cuerpo de su esposo.

La capilla velatoria fue visitada por el mundo político, empezando por el Señor Presidente y el Gobernador del Estado de Zacatecas. En realidad el General Franco había dejado buenos recuerdos, pues mucha gente del pueblo se hizo presente para dar un último adiós al General, eran personas oriundas de Zacatecas que ahora vivían en la ciudad de México. El Capitán Santoyo llegó al día siguiente, se le veía muy afectado, pues con los años se había establecido una sólida amistad con el político fallecido.

El Coronel Valladares mandó instrucciones para que buscaran a Juancho para ponerlo al tanto de los tristes acontecimientos, pero lo localizaron demasiado tarde, cuando ya su hermano había sido sepultado. Sin decir palabra se fue hacia el 14, a llorar a solas una pérdida mas. La soledad del desierto le ayudaba a vivir su luto con libertad, lloró como no lo había hecho ni ante la muerte de Josefina, su amada esposa, pues aún cuando no se veían con frecuencia, existía entre los hermanos un fuerte lazo de unión espiritual. Cuan pesada se hace la carga para el ser humano conforme pasan los años, pues debiendo ser los años de vejez para el disfrute de los logros en la vida, en ocasiones se convierte en una carga, cual pesada losa echada sobre la espalda. Sepultar a nuestros seres queridos, a nuestros amigos, se vuelve cada vez mas difícil, mas insoportable, pero la mente humana tiene un alto sentido de autoconsuelo y en pocos meses va llegando la resignación, la aceptación y el consuelo. Nunca se olvidan esas pérdidas, pero se aceptan como parte de la vida misma.

Juancho parece haber envejecido mas de la cuenta en estos últimos años; su andar, antes vigoroso, se ha vuelto mas lento, inseguro. Ya no tiene interés por nada, simplemente viaja día a día, como huyendo de una realidad que lo persigue. Su cabello se ha tornado blanco y él, antes tan pulcro, ahora se ve desaliñado, sin afeitar, con la ropa empolvada y con marcas de sudor. De sus hijos, poco se acuerda, pues el hacerlo le causa un dolor aún mas grande. Anhela poder verlos, abrazarlos y besarlos, pero los muchachos se fueron muy lejos y no ofrecieron volver.

Una tarde ventosa y fría, buscando un sitio donde pernoctar, se encontró con un personaje singular, un chamán o sacerdote huichol venido del 14, a donde peregrina cada año en busca del peyote sagrado. El hombre estaba sentado con las piernas cruzadas, calentando sobre piedras calientes unas tortillas dobladas con algún tipo de carne en su interior; en un bule que reposaba a su lado, tenía alguna bebida que ocasionalmente bebía, el olor era a aguardiente. Su traje era un calzón largo de manta, bordado en la parte inferior con diseños tradicionales realizados en punto de cruz.

Una camisa larga, abierta de los costados y sujeta a la cintura con una faja ancha y gruesa hecha de lana. Encima de la faja varios morralitos bordados unidos con un cordón, completaban el adorno. Cruzado al hombro lleva uno morral y otro lo tenía junto a sus piernas y de él extraía sus alimentos; los morrales eran tejidos y bordados. Sobre la espalda portaba un pañolón bordado, anudado al cuello con una franja de franela roja. En una piedra estaba colocado su sombrero, hecho de palma y adornado en formas diversas con: chaquira, plumas y estambre.

Cuando siente la presencia de Juancho, no se inmuta, como no dándole importancia, continúa con su actividad de calentar su cena y tener el pensamiento en cualquier otra parte, mirando hacia el desierto infinito que empieza a pintarse de tonalidades obscuras. Juancho se acerca al hombre, se detiene a prudente distancia y quitándose el sombrero, le saluda:

—Buenas noches, buen hombre, ¿no le incomoda que haga mi rancho junto a usted?, viajo solo y de vez en cuando se siente la necesidad del contacto humano.

—Adelante, repuso el huichol, el desierto es de Dios y nos lo tiene prestado a todos los hombres, yo te recibo como a un hermano y no solo para que compartas mi lumbre, sino para que compartas también mi alimento.

—Gracias, hermano, contestó solemne Juancho. Te lo agradezco y yo también te comparto lo que el desierto me ha proporcionado.

Diciendo esto, Juancho extrae de su alforja unos trozos de carne seca y descuelga de la silla de montar una liebre desollado que cazó unas horas antes. Coloca sobre las brazas una jarra con agua para preparar café y la liebre sobre las piedras calientes.

En tanto se hace la cena, Juancho se presenta al huichol, quien le mira con atención, como tratando de leer sus pensamientos:

—Mi nombre es Juan José, dice, mirando hacia la hoguera, pero me conocen como Juancho. Me he dedicado a la minería en solitario, pero los últimos años han estado llenos de sinsabores y pérdidas, lo que me ha hecho internarme en el desierto, buscando el consuelo y alguna respuesta a no sé qué pregunta.

—He oído de usted, Juancho, aunque no esperaba encontrarlo tan alejado de su territorio. Hizo bien en refugiarse en el desierto, pues en esta soledad, alejados de las pasiones humanas, nos acercamos a nuestro Creador y Él, con su inmenso amor, nos consuela y responde a nuestras dudas. Mi nombre es José Huakiila y soy huichol, soy chamán de mi pueblo, que se encuentra en las montañas, entre Jalisco y Nayarit y cada año viajo en peregrinación al 14, donde nuestros dioses nos reservaron el sagrado peyote. Esta cactácea es importante para nuestra práctica religiosa, pues cuando lo comemos nos ponemos en contacto con los dioses, pero para ello se requiere tener una preparación; si un profano lo come, se intoxica y puede llegar a morir.

—Tú, Juancho, me has dicho que has tenido muchas pérdidas en estos tiempos y se nota en tu semblante esa tristeza que te embarga. Las cosas no suceden por accidente, son señaladas por los dioses y si nos hemos encontrado en este sitio tan remoto, debe ser por algo. ¿Estarías dispuesto a que trate de aliviarte esas congojas que te afligen?, debo decirte que yo solamente seré el medio, en realidad son nuestros dioses quienes actúan.

—Pues desde luego que nunca va demás alguna ayuda que podamos recibir, yo he sido algo despegado de las cosas de Dios, pero soy creyente; supongo que estas prácticas están prohibidas por la Iglesia Cristiana, pero en realidad no estaré perjudicando a nadie y tú, José, me inspiras confianza. Hagámoslo pues.

—Muy bien, dijo el chamán, primero me tengo que preparar yo y después te prepararé a ti. Te voy a pedir que te sientes de manera que estés cómodo, concéntrate en tus seres queridos que has perdido, yo iniciaré el ritual y en su momento participarás.

—Juancho siguió las instrucciones de José y éste empezó una danza rítmica, acompañándose de un tamborcillo, similar a los usados por los voladores de Papantla. Las notas sincopadas del tamborcillo fueron llevando a Juancho a un estado receptivo. José, a la vez que danzaba y hacia sonar el tamborcillo, recitaba oraciones en un lenguaje incomprensible para Juancho; después de un tiempo que al minero se le hizo eterno, José se sentó frente a Juancho y se llevó a la boca un trozo de peyote, luego dio una porción a Juancho, indicándole que lo mascara lentamente, cerrara los ojos y escuchara la voz del chamán, quien interpretaría la palabra de los dioses.

Juancho siguió sus instrucciones y empezó a mascar la cactácea, el gusto era ligeramente amargo, pero tolerable; empezó a sentir un ligero mareo y abrió los ojos. Los colores del desierto eran de un brillo casi cegador, la voz del chamán le llegaba como si estuviera hablando dentro de una olla; de pronto la voz fue ganando en claridad, Juancho volvió a cerrar los ojos y escuchó lo que decía José:

—José María, la divinidad se ha fijado en ti estos últimos años a fin de probarte y hacerte mas fuerte, debes comprender que todos los hombres tenemos un término de vida que no conocemos, solamente los dioses tienen este conocimiento; la razón de que unos mueran mas jóvenes que otros, está fuera de nuestra comprensión, pero siempre hay una razón para ello. Debes alejar de ti ese pesimismo, aún tienes trabajo qué hacer antes de abandonar este mundo. Aunque ausentes, tus hijos te necesitan, debes estar presente para ellos. Tu tiempo de duelo terminará pronto. Recuerda que hay gente pendiente de ti y que te necesitan, no las abandones.

El chamán, calló y leves convulsiones le acometieron, luego se quedó dormido, como si estuviese muy cansado.

Juancho abrió los ojos y lo miró en silencio, preguntándose ¿cómo sabría este desconocido tantas cosas de su vida?, solamente habían hablado de generalidades y, sin dar detalles, parecía conocer los sinsabores que había vivido en los últimos años. Luego también se quedó dormido. Cuando despertó estaba completamente solo. La lumbre era solo unos rescoldos que él avivó para calentarse, pues la madrugada estaba fría. Sentía la boca reseca y una pesadez de cabeza le hacía recordar las resacas, cuando en alguna ocasión había abusado de las bebidas. Cuando la fogata se avivó, acercó la jarra de peltre y calentó el café. Del chamán, ni sus rastros, al grado que se preguntó a sí mismo si en realidad habría existido tal personaje.

Salió del refugio a aliviar la vejiga y el viento helado del desierto le acabó de despertar. La luna se veía lejana y el cielo tapizado de estrellas y nubes de galaxias lejanas. Identificó la constelación de “Las cabrillas” y luego volvió a sentarse junto al fuego, con un sarape sobre la espalda. El perro negro solo movió un poco la cola, como en señal de que estaba alerta, al cuidado de su amo.
Por el rumbo del 14 ya se veía un débil resplandor, señal de que el día estaba comenzando. Se sirvió un café y lo bebió lentamente, sintiendo el calor estimulante de la bebida. Recordaba perfectamente lo escuchado de boca del chamán, aunque no hubiera señales de él. José Huakiila, ese era el nombre del chamán, desde luego que no lo había imaginado. Ya habría oportunidad de averiguar sobre tal personaje.



El contenido plasmado en este blog es producto de la reflexión de su autor, de sus colaboradores y de los pensadores que en él se citan. Cualquier semejanza con la realidad o alguna ficcón literaria, televisiva, psicótica paranoide o de cualquier otra índole es mera coincidencia

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