Por Sergio A. Amaya S.
Andrés y Eufrosina
Después de la muerte del Profesor Artemio y posteriormente la su gran amigo Onofre, la vida ya no fue igual para el matrimonio formado por Andrés y Eufrosina; la pareja tuvo dos hijos: Rosendo, nombrado así en memoria de la abuela y Ernestina, nombre que le hubiera gustado tener a la esposa de Andrés. Después de tener a sus hijos, Eufrosina, no lograba llevar a término ningún embarazo, hasta que, a fin de no poner en riesgo la vida de la mujer, la pareja optó por la esterilización, recomendada por el médico.

Cuando los hijos crecieron, como hacían casi todos los jóvenes, se fueron a buscar fortuna en los Estados Unidos. Rosendo murió ahogado al tratar de cruzar el Río Bravo y de Ernestina no volvieron a saber, por mas que la buscaron por medio de los hijos de Onofre y de Juancho. Todo ello fue haciendo monótona la vida matrimonial y Efrén pasaba gran parte del día en su taller de carpintería, donde, gracias a su habilidad como artesano, le encomendaban la fabricación de muebles, no solamente de los vecinos de El Venado, sino de las poblaciones vecinas. En sus pocos ratos libres, Efrén había aprendido a fabricar guitarras, por lo que encargaba las maderas especiales en la maderería de La Concha y, en su momento, se fabricó una hermosa guitarra, en la que aprendió a tocar; pasados los años llegó a tener una mediana calidad como guitarrista y en su taller se organizaban reuniones bohemias, en las que él y otro vecino, de nombre Ismael, amenizaban las reuniones interpretando y cantando canciones de todo tipo, pero generalmente, canciones que hablaban de amores dramáticos y los infaltables corridos épicos, los que pasaban de trovador a trovador y se iban haciendo del dominio y gusto público.

Así se fue pasando la vida para esta pareja que inició su vida matrimonial con buenos augurios, pero la vida nos tiene reservadas situaciones que no podríamos imaginar. Nunca les faltó trabajo, por lo cual el matrimonio logró ahorrar un pequeño patrimonio, pero ahora, ante la falta de hijos, de qué les servía tener ese pequeño capital, una casa y un negocio establecido, si no había herederos que continuaran con el esfuerzo de los padres. Andrés era dado a quedarse pensando en estas cosas; veía que sus grandes amigos, Juancho y Onofre, habían podido procrear hijos, claro que se daba cuenta que, al igual que él, estaban solos, pues los hijos se les habían ido al otro lado de la frontera, pero eso era distinto, pues se podían comunicar con ellos y, ocasionalmente vendrían a visitarlos; tenían la esperanza de convertirse en abuelos y su nombre no se perdería entre el polvo del pueblo.

Para él no había mañana, pues una vez muerto y desaparecidos los hombres de su generación, no quedaría absolutamente nada, si acaso en alguna placa en la Capilla se recordaría que un tal Andrés N. había donado las bancas. Nada le hacía ver que en pocos meses, esa mujer que le había acompañado por muchos años y por quien había derramado lágrimas al ver su imposibilidad de ser madre, moriría a causa de un tumor precisamente en los ovarios, algo que los médicos de su tiempo no pudieron detectar, pues en aquellos lugares no había los equipos necesarios para ello.

La muerte de Eufrosina ocurrió un domingo por la tarde. La mujer tenía varios meses sintiéndose mal, adelgazaba notoriamente y el color de su piel se había vuelto cenizo, macilento, los médicos lo achacaban a una deficiente alimentación, lo que le provocaba anemia y ese decaimiento general. Andrés la cuidaba lo mejor que podía, pero también tenía que atender su negocio, pues de eso dependía la subsistencia de la pareja.

La precaria salud de la mujer se veía mas disminuida por la falta de deseos de vivir, pues realmente no tenía motivos que la hicieran pensar en continuar esa vida gris y monótona a que habían llegado.

Finalmente se dio el desenlace, ese Domingo por la tarde Eufrosina se quedó dormida para siempre. Andrés se encontraba solo con su mujer y no pudo ni quiso detener el llanto. Amaba a su esposa y juntos habían logrado sostenerse el uno al otro, pero se daba cuenta también de que ya no había nada por hacer en pareja. Él en su carpintería y la música; Eufrosina en la casa, enterrada en vida en esas cuatro paredes, sin esperanza de cambiar, mas bien, sin intenciones de cambiar. Esos últimos meses de enfermedad habían reafirmado en ella la necesidad de morir y dejar a Andrés en libertad para que recompusiera su existencia. Eso pensaba la mujer, aunque nunca lo platicó con su esposo.

Al día siguiente comentó el deceso de su esposa con unos vecinos, quienes se ocuparon de arreglar el cuerpo de Eufrosina, lo colocaron sobre sábanas limpias en su propia cama y prendieron unos cirios que algún vecino llevó. En tanto sus vecinos se ocupaban de eso, Andrés se fue a La Concha en busca del médico tratante de su mujer para que le expidiera el certificado de defunción y contratar los servicios de una empresa de inhumaciones, pagar los derechos correspondientes y solicitar el permiso de inhumación en el cementerio de El Venado. De sus antiguos amigos, solamente estaba Joaquina, la viuda de Onofre; de Juancho no tenía ni idea donde pudiese estar en esos momentos. Pasó a la Parroquia a solicitar un servicio en la Capilla y le ofrecieron enviar a un Diácono a que celebrara el Oficio de Difuntos por la tarde.

La Capilla estaba llena, pues en realidad los vecinos apreciaban al matrimonio y les reconocían que habían hecho buenas obras, tanto para la escuela del pueblo, como para la propia Capilla. Joaquina estaba hincada al lado de Andrés, recordando con tristeza cuando llevaron el cuerpo de Onofre, muerto por ese desalmado, a quien algunos meses después lo hallaron los soldados y a quien, se dice, le aplicaron la Ley fuga, la cual era común en esos tiempos, pues así se evitaban el tener que mantener a esos criminales durante muchos años y quienes al salir en libertad, las mas de las veces volvían a delinquir, eso pensaba Joaquina en tanto el diácono sahumaba el ataúd en que se encontraba su amiga de toda la vida, Eufrosina, a quien llegó a querer casi como una hermana. Al igual que su esposo, los amigos también se iban acabando, solo quedaba Andrés y uno o dos vecinos mas, cada día se sentía mas sola, a la tienda llegaban muchos fuereños y muchachos que no conocían las historias que a través de los años se habían ido tejiendo en El Venado, ese pueblo cubierto de tierra del desierto y calcinado por el sol, se le estaba desmoronando, como se deshacían los adobes al paso del viento. Casas hechas de tierra. Vidas cubiertas de barro, edificadas de adobes quemados por ese sol del desierto. La campana de la Capilla repicaba a difuntos, la gente se santiguaba y salía en procesión detrás del ataúd, ella firme junto a su amigo, quien la tomaba del brazo, como dándose ánimos mutuamente. Como para acompañar a la procesión, un viento fuerte levantó nubes de polvo, el desierto también daba su contribución al olvido, las beatas, cubiertas las cabezas con sus rebozos negros rezaban las jaculatorias del Rosario:

“Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.”

Algunos días mas tarde se enteró Juancho del deceso de la esposa de su buen amigo, así es que dejó pendiente lo que estaba haciendo en Camacho y corrió al lado de su entrañable amigo Andrés, a quien encontró en su taller. Cuando el carpintero vio a Juancho en el umbral de la puerta, no dijo nada, las palabras no eran necesarias, los amigos verdaderos tienen un lenguaje especial que se ve en los ojos y se siente en cada célula del cuerpo; simplemente se abrazaron y lloraron juntos. Ambos eran viudos ahora. Cuando se separaron, con los ojos húmedos y las almas vibrantes, quedaron en silencio un buen tiempo. Finalmente habló Juancho:

—Andrés, hermano, no sabes cuánto siento no haber estado a tu lado en esos momentos. Sé cómo te debes haber sentido y me duele como a ti, Eufrosina era como una hermanita para mi, pero ahora está ya en el cielo, espero que al lado de Josefina, con Don Artemio y el Padre Ramón, que tanto la querían. Debemos ser fuertes para seguir adelante. Va a ser pesado para ti y nadie puede vivir tu duelo, pero ten por seguro que en el momento que me necesites, yo estaré a tu lado o sabrás donde encontrarme….

—Gracias, Juancho, por estar aquí, yo sabía que en cuanto te enteraras vendrías a mi lado y te lo agradezco, pues tú y Onofre han sido los hermanos que no tuve en la vida. Juntos vivimos nuestras aventuras y nos acompañamos cuando jóvenes. Compartimos nuestras alegrías y nuestras tristezas. Ahora solo me quedas tú y lo aprecio en el alma.

Nuevamente los amigos se quedaron en silencio. Ese silencio que iba envolviendo sus propias vidas, llenándolas de recuerdos y sonidos que el tiempo se ha llevado. En algún lugar, muy cerca de Dios, estarán esas almas buenas que dieron razón de ser a sus vidas y también mostrarán la razón de sus muertes, cuando les toque a ellos, que será cuando Dios disponga. No antes, no después. En tanto, habrá que sacar fuerza de nuestras propias flaquezas y seguir adelante. La casa de Andrés se sentía fría, como si se hubiesen ampliado los espacios, pero también como si los colores se hubieran desvaído, tal era el ambiente de tristeza y soledad que se respiraba en la otrora casa familiar.

Andrés preparó café y le ofreció una taza a su amigo, quien la tomó mas por solidaridad con el anfitrión, que por deseo de saborear la bebida. Habló nuevamente Juancho:

—Andrés, no sé que te parezca, pero a fin de que pase un poco esta sensación de soledad, yo te ofrezco mi casa, como sabes, yo vivo solo. También déjame decirte que la soledad es algo que irás llevando dentro de ti, aunque vivas en medio de una cantidad de gente, pero en algún momento aprenderás a vivir con ella; eso será cuando hayas superado tu duelo.

—Te lo agradezco, Juancho, pero aquí tengo parte de mi vida, es decir, mi trabajo, que gracias a Dios no me falta y ello me ayuda a sobrellevar mi pérdida, espero lo comprendas, pero creo que estaré mejor aquí.

—Lo entiendo Andrés y no te preocupes, que donde tú lo decidas estarás bien.




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