De tiburones y hombres

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Por Fernando Reyes Baños


Estimado lector, apelando a su imaginación, le pido recrear en los ojos de su mente el siguiente escenario: las oficinas de una institución, ya sea pública o privada, en la que trabajan personas que, como usted o como yo, tienen que cumplir con muchas actividades a la vez y casi siempre en tiempo record.

Imagine ahora un personaje que, para efectos de esta historia, llamaremos Sr. Ka (en honor a Bertolt Brech y su famoso cuento “Si los tiburones fueran hombres”). El Sr. Ka no es uno más entre quienes integran esta institución ficticia. Se trata, justamente, de quien dirige al resto del personal en el cumplimiento de los objetivos propuestos por dicha institución.

La imagen pública del Sr. Ka coincide con valores socialmente bien vistos: amable, inteligente y, sobre todo, poseedor de un gran liderazgo. Ha logrado mucho por la institución que encabeza, razón por la cual, cuenta con el apoyo de las autoridades que están más arriba que él en la cadena de mando. Lo anterior significa que, aún cuando ostenta un puesto privilegiado, el Sr. Ka no es libre dentro de la institución que dirige, ya que también tiene que responder a autoridades más altas.

En contraste, al interior de la institución, la imagen del Sr. Ka es diferente. Representa, digamos, el lado oscuro, “la sombra”, del rostro afable que muestra públicamente. Las personas que trabajan con él, lo describen como una persona sumamente autoritaria, que busca controlar a todos y a todo lo que concierna a su esfera de influencia, por medio de palabras que buscan, en todo momento, que las cosas ocurran de acuerdo a sus designios. Con tal de lograr los objetivos institucionales, busca someter a sus subalternos, explotándolos con el argumento de que su salario justifica que les exija dar todo de sí. El Sr. Ka racionaliza su proceder, arguyendo que todo es por el bien de todos, pero el problema no es éste. Lo que hace casi intolerable trabajar bajo su régimen es la forma en que hace sentir a sus subalternos: siempre alertas a que sus acciones (u omisiones) no causen su ira explosiva y esperando que su desempeño no los haga blanco de ser humillados frente al resto de sus compañeros, en una junta inquisitoria, a manos de un jefe iracundo, cuya constante será defender a toda costa su lugar frente a quienes concibe (sin percatarse del todo), dijera Erich Fromm (2008), como “maleable arcilla en las manos del alfarero".

Hasta aquí nuestra historia. Como resultará obvio, la descripción anterior ofrece muchas lecturas. En este caso, se abordó un escenario institucional, pero de la misma forma pudimos haber propuesto imaginar cualquier otro contexto: una familia, una escuela o un barrio, en cuyo caso habríamos descrito un proceder similar, que suele ser característico en muchos hombres o, que por lo menos, la sociedad espera que sea asumido por parte de los hombres, es decir, resolver situaciones haciendo uso de la violencia en cualquiera de sus manifestaciones, incluso física. Por lo anterior, y recordando que estamos en la revisión de los imperativos propuestos por Brannon y David en la década de los 70 para definir el modelo de la masculinidad hegemónica, expresamos ahora el cuarto y último de tales “mandamientos”, según el cual, el hombre (“para ser tal”) debe ser agresivo, es decir, ser valiente, autónomo y capaz de protegerse a sí mismo, hacer lo que desea y utilizar la violencia como forma de resolver los conflictos. El relato anterior fue solamente un ejemplo de cómo se puede manifestar éste, no siendo exclusivo ciertamente de los hombres, pues entre tiburones también puede haber más de un título para Ka.


Referencia:

Fromm, E. (2008). El miedo a la libertad. Buenos Aires: Paidós.



El contenido plasmado en este blog es producto de la reflexión de su autor, de sus colaboradores y de los pensadores que en él se citan. Cualquier semejanza con la realidad o alguna ficcón literaria, televisiva, psicótica paranoide o de cualquier otra índole es mera coincidencia

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