En carne propia

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Por Fernando Reyes Baños


En esta ocasión, optaré por relatar una anécdota que viví el pasado fin de semana en la capital poblana cuando asistí a un congreso de psicoterapia. Para ello, los participantes debíamos escoger dos talleres acordes con nuestro interés y gusto. Una de mis elecciones tenía que ver con el tema del apego. No es que pensara, en ese momento, que esa temática tuviera algo que ver conmigo. Lo elegí apostándole al tallerista, psicólogo que ya había tenido ocasión de tener como maestro, por lo que estaba seguro que disfrutaría mucho ser, nuevamente, su alumno. Ya en el taller, llegó la hora de que los asistentes nos presentáramos ante el grupo y expresáramos nuestras expectativas sobre el proceso que viviríamos a continuación. Cuando llegó mi turno recuerdo haber dicho, algo así como: “vengo a ver qué descubro de mí con relación a este tema, no creo estar ‘apegado’ realmente a alguien o a algo, me gusta el estilo del profesor…”. Algo así fue lo que expresé al principio, pero conforme el taller siguió desarrollándose, pude darme cuenta que, al fin y al cabo, mi presencia ahí no estaba de más. Es necesario aclarar, por supuesto, que el taller en cuestión fue, en su mayor parte, práctico y vivencial, lo que facilitaba que los participantes expusiéramos con mayor facilidad nuestras emociones.

Para el último ejercicio, el tallerista nos pidió que, reunidos en parejas, uno fuera A y el otro B, y mientras A se arrodillaría frente a su compañero y le diría palabras como “te quiero, no me dejes”, permitiéndose incluso tomarlo por las piernas para evitar que lo eludiera, B, de pie, le diría palabras como “no, déjame en paz, aléjate de mí”, para lo cual tendría además, que alejarse o escabullirse de A, en caso de que éste lo llegará a sujetar con sus brazos. En mi caso, la situación representaba un desafío mayor, ya que a la hora de elegir pareja o que nos eligieran como pareja, prefiriendo esperar a que alguien me eligiera, fue un hombre el que se colocó ante mí, eligiéndome como pareja para trabajar su apego. Así que, puesto así el escenario, comenzó el ejercicio. De rodillas comencé a rogarle a mi compañero que no se fuera, que no me dejara, y él a su vez, me respondía que lo dejara en paz. Intenté tomarlo, pero él se alejaba, escabulléndose de mis manos. Así estuvimos, yo intentando sujetarlo y él esquivándome, todo el tiempo que duró esa primera parte del ejercicio. Luego, el tallerista anunció que cambiáramos de lugares. Colocados en posición: mi compañero de rodillas ante mí y yo de pie, comenzó el ejercicio otra vez. Todo parecía indicar que las cosas se desarrollarían de forma parecida al primer momento del ejercicio, pero entonces mi compañero se lanzó contra mi pierna y me sujetó fuertemente para que no me le zafara. Le grite, intenté librarme, creo que hasta cosquillas intenté hacerle, pero el tipo estaba aferrado a mi pierna como si de un contrincante de lucha libre se tratara. Comencé a irritarme. Me tiré al suelo y con mis pies intenté apartarlo de mí. No resultó. Me levanté y comencé otra vez mi forcejeo. Estaba sudando y con la camisa casi por fuera. Comencé a darme cuenta que estaba comenzando realmente a molestarme. Casi podía vislumbrar, muy dentro de mí, a “la sombra de mi conciencia” emergiendo. Sin darme cuenta casi, y mientras le gritaba más y más fuente, por fin logré liberar mi pierna de su abrazo de oso y alejarme de él.

El ejercicio terminó en ese momento y el tallerista nos pidió a las parejas juntarnos otra vez y compartir nuestra experiencia. Frente a frente, con la camisa de fuera, sudando y respirando hondamente, encaré al hombre que hace apenas un minuto, se había abrazado a mi pierna con ferocidad. Lo miré por unos instantes sin decir nada. Ese ejercicio y todo lo que habíamos hecho durante el taller: hablar sobre nuestras experiencias con los demás, sobre lo que nos habían hecho sentir y sobre nosotros mismos pasó por mi mente como si se tratara de una película puesta en cámara super rápida y… entonces entendí o, por lo menos, tuve claridad sobre algo acerca de mi persona. Así que, más tranquilo, tomé la iniciativa para compartir con mi compañero lo que estaba pasando por ese momento por mi cabeza. Primero, le pregunté si no lo había lastimado durante el ejercicio. Me contestó que no, que estaba bien. Luego le comenté que, a diferencia de lo que había dicho al principio frente al grupo, que tenía apegos que elaborar y que reconocía _ recuerdo haber respirado profundamente_ que había áreas que debía trabajar en mí.

Sí, que un hombre contacte con sus emociones, con su “historia emocional” es difícil. Para mí lo ha sido y sigue siéndolo, porque afrontarlo significa trabajar con una historia de creencias profundamente arraigadas en nuestra psique. Una historia opuesta, en todo caso, a nuestro reconocimiento como seres incompletos, vulnerables e imperfectos, que nos tiene sujetos (¡bien agarrados!) a ella, historia que por otra parte no es invencible, por lo que cabe la esperanza de decirle, de gritarle NO con toda nuestra fuerza.



El contenido plasmado en este blog es producto de la reflexión de su autor, de sus colaboradores y de los pensadores que en él se citan. Cualquier semejanza con la realidad o alguna ficcón literaria, televisiva, psicótica paranoide o de cualquier otra índole es mera coincidencia

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