De Caleta y …

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Por el Mtro. Rodrigo Juárez Ortiz

Caleta y Caletilla, nombres llenos de reminiscencias gratas, recuerdos infantiles del primer encuentro con el mar, de aguas pulcras, transparentes, tibias, en un remanso excepcional por la cadencia casi imperceptible de su tenue oleaje, en fin, paradisíaco lugar ubicado en las afueras de la bahía de Acapulco, que motivó la fama internacional de este singular lugar, dechado de belleza de la pródiga madre naturaleza.


Nombre por cierto, el de esta última, no aprobado por Don Rosendo Pintos Lacunza (escritor e historiador acapulqueño), quien decía que si ya existía el término cala (ensenada estrecha y escarpada y ensenada quiere decir: entrada de mar en la tierra formando seno), su diminutivo sería caleta, ergo resulta inapropiado el usar todavía un diminutivo del diminutivo y llamarle caletilla.

De esta guisa, invitado a una fonda de las que pululan en el mercado de Caletilla, empecé a observar, con singular asombro, una serie de eventos que sé son cotidianos pero que tienen un realce mayor por tratarse de estas fechas de asueto de cientos de turistas y gente local que decidió pasársela en las playas mencionadas.

Y va de cuento. Resulta que de entrada, encontrar lugar para estacionar el auto es una hazaña propia de las grandes megalópolis, mas bien por la falta de espacio para ese efecto que por el cúmulo de vehículos, los cuales tienen que dar “n” número de vueltas al circuito del estacionamiento para (ingenuamente) encontrar un lugar, solo que en tal trayecto, son insufribles los horrendos escándalos de las bocinas, cornetas, claxon y demás enseres ruidosos de automovilistas y choferes de autobús, desesperados por la interminable y lenta fila del convoy formado con ese motivo, amén del humo nauseabundo del diesel quemado que desprenden estos motores.

Mediaban las 5 de la tarde en las repletas playas de Caleta y Caletilla.

Entrando por Caletilla, por la muy conocida (reportan los medios) salida de aguas negras sin tratar, “directas a la playa”, una de las escenas impresionantes fue observar en unas canoas el expendio de mariscos y en platos ya preparados docenas de ostiones que, con cierta periodicidad, uno de los encargados del puesto, los rociaba con agua de mar sacada ex profeso y de color grisáceo-verdoso, que en una cubeta al aire libre le servía de fuente. Lo interesante es que había varias canoas expendiendo la misma mercadería con, desde luego, gran afluencia de consumidores. No fue posible caminar por la orilla de la playa porque las sillas, mesas y sombrillas plantadas ex profeso llegaban hasta el máximo alcance de las olas, lo cual impedía caminar en esa orilla, sin embargo, sin arredrarse, caminando como si fueran estrechas callejuelas del Sirocco, entre paisanos tirados en la arena, dormitando o disfrutando su euforia etílica, niños temblando de frío con los trajes de baño puestos y los dedos de las manos como lavanderas, mesas y sillas interpuestas, por fin se logró caminar por toda Caletilla.

Experiencia aparte fue acceder al puente que divide ambas playas. Repleto éste de puestos portátiles con la venta de enchiladas, sopes, quesadillas, elotes hervidos, mangos con chile, sandías, pepinos, todos éstos con chile piquín, así como agua fresca en bolsas de plásticos con su inefable popote, tamales, refrescos y cervezas embotelladas y un sin fin de antojitos para saciar el hambre y el apetito voraz que a esas horas hacía presa de los bañistas.

Bañistas por cierto que temerarios, caminaban y corrían entre los riscos del puente y la playa de Caleta donde nadaban en jolgorio con sus perros, con las espaldas y los brazos cargados de bolsas de plástico, pañales desechables, basura, cáscaras de frutas, platos de unicel y otros productos desechables como bolsas de la llamada comida chatarra.

De llamar la atención fue ver que una niña como de 6 años, de una cubetita de juguete con un agua asquerosa, sacaba unos ostiones que un adulto le rociaba con salsa búffalo y que engullía sabrosamente.

Lo más admirable es que no se sentía, por lo visto, la presencia de autoridades que regularan la infestación de sombrillas, arbitrariamente instaladas, la sanidad de la “comida” expendida, el control de las motos acuáticas que invadían peligrosamente la zona de bañistas, amén de las toneladas de basura dispersas en la calle, en la arena y en las aguas del mar. De pronto se esfumaron las remembranzas de lo paradisíaco del lugar. Esta es la realidad actual. ¡No se vale! ¿Es que no es posible hacer algo para que esta degradación no suceda? O usted, conciente lector, ¿que opina?



El contenido plasmado en este blog es producto de la reflexión de su autor, de sus colaboradores y de los pensadores que en él se citan. Cualquier semejanza con la realidad o alguna ficcón literaria, televisiva, psicótica paranoide o de cualquier otra índole es mera coincidencia

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