Solo fue un instante (Parte I)

3

Por Zaidena


Estaba sentado en el bar. Demoraba a propósito para no llegar a su casa; estaba cansado de esa rutina diaria, de esa mujer… ¡Su mujer!, que ya no lo motivaba, que incluso lo exasperaba, que no podía entender que “eso” que tenía frente a él, fuese “aquello” que él hizo su mujer hacía ya veinticinco años, sintiéndose el más importante de los hombres, y pensando: ¡Mía para siempre!

Y así fue en realidad, suya para siempre; pues con ella formó su familia; pero ya nada era igual, nada.

Sus ilusiones se fueron desvaneciendo, comenzó a no darle a él el tiempo que necesitaba, a no calmar sus ansias; a hacer el amor sólo por obligación. Él se daba cuenta de que ya no toleraba las caricias previas, que se hacía la “excitada”, pero sólo era para que durara menos, para dormirse más rápido. Notaba que fingía los orgasmos,… obviamente que ella lo negaba, pero imposible no advertirlo, lo sentía en su sangre, en su sexo, en su instinto.

Y cada día fue peor. Después vinieron los hijos. ¡Los hijos!... esos seres tan amados, tan queridos, tan de uno. Pero la volvieron peor… egoísta de ellos, demasiado aferrada a ellos, y él, que ya estaba en segundo plano, dejó también de estar en ese lugar.

Muchas noches durmiendo solo… ”Por los chicos, ¿sabes?... ¡Tienen miedo!... voy con ellos…. O mejor aún…. ¿Por qué no vas vos a la camita de ellos y que vengan a dormir acá, a la cama grande, así dormimos más tranquilos?...” Y la barrera fue elevándose, y cada día amanecía más alta.

Cuando despertaba solo, durmiendo en la cama de sus hijos, en la pieza de sus hijos, añoraba la calidez de un abrazo, de un beso, de una noche de a dos compartiendo caricias y palabras.

Luego los hijos se fueron a estudiar, y quedaron solos, él con sus 43 años, le parecía que ya estaba todo dicho, que sólo le faltaba esperar a que la vida de a poco fuera transitando ese camino que lo llevaría a la graduación de sus hijos, al casamiento, a sus nietos…

Pero un día al dar vuelta una esquina, cansado de caminar cuadras inútiles, la vio. Venía de frente, hermosa, diáfana, con una sonrisa en los ojos y una ternura en su cara que hicieron que su corazón saltara. Aminoró el paso… sólo la miraba. Ella venía mirándolo, y de pronto su boca se abrió en una sonrisa pequeña y dulce que se transformó en un: ¡Hola! ¿Qué tal?, cuando pasó a su lado.

Quedó sin palabras. Siguió unos pasos, pero rápidamente se dio vuelta y le dijo: ¡Pará! ¡Pará! ¿Nos conocemos? ¡No!, dijo ella, pero mi corazón sí, te reconoció no bien te vio. Lo dejó mudo. ¿Tomamos un café?, sólo pudo balbucear. Dale, dijo ella.

Y ahí, justo ahí, el se sintió gordo, feo, viejo, desubicado frente a ella; de repente su mente pensaba en por qué se había abandonado de esa manera. ¡Pero la adrenalina era tanta! La emoción le llenaba los sentidos y verla frente a él: hermosa, joven, vivaz, alegre, le hizo sentir que “estaba vivo”; que sentía nuevamente, que su instinto comenzaba a renacer. Comenzó a creer que todavía podía agradar, y toda su magia, su encanto, su masculinidad brotaron como si la hubiese regado en ese momento.

Las horas pasaron y seguían charlando. Se reían, disfrutaban de todo lo que decían. Parecían conocerse de siempre, pero llegó el momento de la despedida. Acordaron verse el martes de la semana entrante a la misma hora y en el mismo lugar. Y así lo hicieron cada martes, a la misma hora y en el mismo lugar. Ella le contó que estaba separada, que no tenía compromisos, que lo conocía de verlo pasar por su casa todos los días, hasta que se animó, y lo esperó en la calle simulando un encuentro casual.

Él no podía creer eso que le estuviera sucediendo. Se sentía joven otra vez; comenzó a cuidar su cuerpo, a querer ganarle a tantos años de inercia. Estaba contento, feliz, se sentía diferente; todo le parecía hermoso. Ya no le importaba dormir solo porque aprovechaba su soledad para mandar y recibir mensajes por el celular, que cada vez, al igual que sus charlas, comenzaron a hacerse más profundas, más cargadas de deseos.

Y llegó el inevitable, ansiado y esperado día… la invitó a un motel. Ella sólo le dijo: ¿Por qué no venís a mi casa? ¡Sabes que estoy sola! Acordaron de verse el viernes a las diez de la noche. El viernes era el día que él salía con sus amigos y entonces tendría la excusa perfecta para quedarse con “ella” hasta la madrugada. A pesar de su terrible emoción, de sus ansias, de su impaciencia, comenzaron sus miedos.

Todo estaba bien, pero… ¿Podría cubrir las necesidades de ella? ¿Qué pasaría si llegara a sentirse tan bien como él creía que se sentiría? ¿Estaba preparado para ello? ¿Qué haría? ¿Se separaría de su esposa? ¿Sería el eterno amante de ella? ¡Dios mío! Su mente era un caos. No podía siquiera disfrutar del pensamiento de lo que vendría y un miedo arcaico, sepulcral, comenzó a invadirlo lentamente.

Y llegó el viernes. No recordaba ningún viernes donde las horas se hubieran pasado tan rápidamente. Eran las nueve de la noche cuando salió de su casa. Un tenue perfume iba dejando su rastro tras él. Parecía un adolescente en su primera cita, las manos le transpiraban, el corazón le latía presuroso… ya faltaba poco… ya estaba llegando… ¡Dios mío! ¡Cuántas sensaciones!

Faltaba media cuadra cuando sonó el celular. En su mente pensó en la cancelación del encuentro. Dijo un ¡hola!, casi con miedo, y del otro lado una voz entre alegre y nerviosa le dijo: “Viejo, ¿Sos vos? Sí… sí, le contestó casi tímidamente a su hijo, ¿Qué pasa? Nada viejo, sólo felicitarte, ¡Vas a ser abuelo!

Y el piso se abrió. Sin saber por qué, siguió de largo, no pudo entrar, se sintió demasiado abrumado; demasiado agobiado; demasiado responsable pensando en que ya no podría cumplir sus sueños, siempre en pos de los demás. Tomó el celular y con sus manos temblando y su corazón adormecido por el dolor de su decisión, escribió:”Esto es un amor imposible mi vida. ¡Sólo puedo decirte adiós… y perdón!“.

El tiempo pasó. Hoy está nuevamente sentado en el bar esperando que las horas pasen antes de llegar a su casa, y sin poder olvidar la respuesta a ese mensaje que él mandara la noche más importante de su vida y que decía: ”¡No hay amores imposibles… Sólo hay amantes cobardes! Adiós mi amor".

3 Comentarios:

Sergio A. Amaya Santamaría dijo...

Zaidena: Impactante historia que nos cuentas, la frase final ”¡No hay amores imposibles… Sólo hay amantes cobardes! Adiós mi amor" es apabullante. Me hubiera gustado conocer la experiencia de ese hombre maduro que se siente viejo. Te felicito y esperamos mas historias.

zaid dijo...

Gracias Sergio, esta lamentablemente es una historia muy común, más de lo que debería ser, y ya pronto va a salir al segunda parte, pues la historia no queda asi
Gracias por leerme
zaidena

Anónimo dijo...

Me gustó la narración,y coincidiendo con el comentario del amigo Sergio,agregaría que la experiencia de ése hombre que se siente viejo,
debe pasar por su falta de amor, su falta de fe, su falta de inquietudes, su falta de vida.
Su falta de VER las cosas. Si sólo miramos las cosas de ésta vida, dejaremos de VER la maravilla que es. Y no es poca cosa creo no?
Felicitaciones y espero la segunda parte. Y cuando ello se concrete me gustaría si me pueden avisar. Gracias.
Un abrazo
Atentamente



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