Por el Ing. Sergio Amaya Santamaría
Era un pueblo viejo, de calles empedradas, banquetas angostas y casas de adobe con techos de tejamanil. Típico pueblo del Bajío. Se llamaba El Guayabal debido a la siembra que de este árbol frutal hay en la región; era un pequeño valle enclavado entre suaves colinas que originalmente se fundó como lugar de remuda para los viajeros que iban a la antigua ciudad de Valladolid. Con el tiempo se fueron asentando pequeños comerciantes que a la larga le imprimieron su actual fisonomía.
El pueblo contaba con una amplia plaza sombreada por centenarios árboles, un kiosco de cantera con rejas de hierro forjado de estilo francés construido en tiempos de Don Porfirio y bancas del mismo material alrededor, donde cada domingo los habitantes de El Guayabal disfrutan con la tradicional serenata de la banda municipal. Lugar de encuentro semanal de las familias y vueltas de amores y desamores de los jóvenes al compás de la música.
En la parte norte de la plaza, se levantaban las oficinas del Ayuntamiento, de construcción afrancesada. En algún lugar, una placa alusiva recordaba que el edificio fue inaugurado por el Presidente Don Porfirio Díaz. Frente al Ayuntamiento, en la zona sur de la plaza, se erguía majestuosa la Parroquia del pueblo, maciza construcción neoclásica del siglo XVII. Construcción que en un principio incluía un convento de monjas y que en la actualidad solo conservaba el templo en sí y un amplio atrio delimitado con rejas de hierro forjado y pavimentado con losas de cantera burda. La pátina del tiempo engalanaba muros y contrafuertes, aportándoles una especial personalidad. Una torre campanario lucía orgullosa sus campanas de maroma que contemplaban el valle y el pueblo, anunciando a los cuatro vientos los oficios del día. Los dos costados restantes de la plaza estaban ocupados por soportales de construcción probablemente de los siglos XVIII y XIX; bajo dichas construcciones, se albergaban las oficinas de Correos y Telégrafos, también se encontraban viejas tiendas que expandían telas, abarrotes, productos de ferretería, etc., dichos negocios, pertenecían a antiguas familias llegadas al pueblo hace varias generaciones.
Ramón llegó puntual a su cita, como todos los días en que trabajaba el primer turno en la fábrica de hilados y tejidos que desde el siglo pasado se instaló en las afueras del pueblo. Rosita, su novia, salía de trabajar a las ocho de la noche; la joven era dependienta en una tienda denominada “La Giralda”, que lo mismo vendía telas, que zapatos; abarrotes o aperos de labranza. Rosita tenía veintidós años, era morena clara, de bonitas facciones. Ramón tenía veinticinco, hombre moreno, de estatura regular y cuerpo fuerte, hecho para el trabajo rudo del obrero.
Al verla salir, Ramón fue a su encuentro, con el rostro iluminado por una sonrisa.
__ Rosita, buenas noches, ¿cómo has estado?
__ Bien Ramoncito __contestó la joven dándole un beso en la mejilla__, un poco cansada por estar parada.
__ Vente, vamos a caminar en los portales mientras se quita la lluvia. Le dijo el joven tomándola por la cintura.
La joven pareja se fue caminando, mirando los aparadores de las tiendas en tanto platicaban.
__ ¿Cómo van las cosas en la fábrica? Preguntó Rosita.
__ Más o menos igual __repuso serio el joven__, la gente está descontenta y más inquieta desde que aparecieron los papeles esos.
__ Pero los patrones, ¿no hacen nada?
__ Pues aparentemente no, pero yo creo que algo pensarán hacer; por lo pronto, el Justo anda más pegado entre nosotros.
__ Tú no te vayas a meter en problemas mi amor, pues con lo que ganamos los dos podemos vivir.
__ No Rosita __contestó resuelto Ramón__, cuando nos casemos tú no vas a seguir trabajando, te quedarás en la casa a prepararme mi comida y a cuidar a los chilpayates, ¿qué no?
__ Bueno Ramoncito, pero antes de tenerlos te puedo ayudar un poco con los gastos de la casa, ¿no crees?
__ De eso ni hablar mi Rosita, ya le he dicho que yo solo me basto para mantenerla a usted, si no pa’ que me caso.
__ No se ponga serio mi Ramoncito __dijo cariñosa la joven__, yo sé bien que usted me puede mantener, pero cada día está más difícil la situación.
__ En eso tienes Razón Rosita, por eso es que tenemos que ver cómo le hacemos en la fábrica.
__ Pero no te vayas a meter en problemas, recalcó la joven.
__ No es que pretenda meterme en problemas __replicó Ramón__, pero no puedo mantenerme alejado de lo que pase en la fábrica, ya que son también mis problemas.
La pareja echó a andar con rumbo a la Concha, conocido barrio del pueblo donde ambos vivían. Embebidos en su charla, parecían no darse cuenta de la lluvia. Se detuvieron bajo una marquesina y tomando el rostro de la joven entre sus rudas manos, Ramón le dijo con total convencimiento:
__ Los problemas de la fábrica están siempre conmigo, cuando pienso en que deseamos casarnos y no tengo suficiente dinero... Cuando llego a mi casa y veo el cuarto en que vivo con mi madre y no puedo llevarla a una vivienda más cómoda... Cuando llega la hora de comer y todos sacamos de nuestras loncheras puros frijoles y tortillas... Los problemas de la fábrica son míos... son nuestros...
Por el rostro de Rosita rodaban gruesos lagrimones, confundidos con el agua de la lluvia. Se abrazó a Ramón y así permanecieron un rato, en silencio, cada uno con sus pensamientos. La joven pedía a Dios que le cuidara al ser amado.
Después de dejar a Rosita en su casa, Ramón continuó a la suya; caminaba apresurado pero con seguridad, pues conocía bien cada saliente o agujero del piso. Era su barrio de casi toda la vida, el viejo barrio de La Concha. En esa calle ha vivido y crecido desde muy pequeño. Sus padres llegaron a ese barrio procedentes de un rancho cercano, La Moncada, en busca de una mejor oportunidad para vivir. En ese barrio se siente tan seguro como en su propia casa.
El joven llegó a un viejo portón que en algún tiempo franqueó el paso a gente pudiente, pero eso sería hace muchos años, porque desde que Ramón pudiera recordar, siempre ha cobijado a familias humildes, como la de él mismo; obreros, artesanos, pequeños comerciantes, etc.
La fábrica donde Ramón trabajaba era la única existente en el pueblo, propiedad de españoles: Don Cipriano y Don Cástulo Bermúdez, hombres viejos, aún con mucha energía; trabajadores incansables y exigentes con las gentes que empleaban, aunque bastante parcos al pagar los esfuerzos que pedían.
Pagaban poco y exigían mucho. Conocedores de la carencia de fuentes de trabajo en el pueblo, a la mínima muestra de inconformidad amenazaban con el despido, no importando cuanto tiempo tuviera trabajando el reclamante.
Ramón trabajaba en el departamento de teñido, era buen trabajador y nunca protestaba las órdenes. Había un capataz, mexicano hijo de españoles, que era déspota y arbitrario: Justo se llamaba, nombre al cual que no hacía el mínimo honor. Corpulento, blanco, cuarentón, de mirada fría. La gente le temía y Ramón sabía que en alguna ocasión golpeó a un trabajador, quien por amenaza de despido no protestó.
Ramón llegó a su vivienda, al fondo del edificio, a un lado del sanitario común que daba servicio a las quince familias que vivían en la vecindad. Durante el día, el patio se encontraba animado por los juegos y risas de los quince o veinte chiquillos que vivían en la vecindad. Las pláticas de las mujeres que lavaban sus ropas en los lavaderos comunes y la ropa multicolor que ondeaba tendida al sol en rústicos tendederos hechos de cuerdas atadas a las paredes, daban vida y bullicio al viejo edificio.
El joven jaló el cordón que operaba la aldaba interior de la puerta y entró a su humilde morada. No era más que un cuarto sin ventana, que como única ventilación y luz natural tenía la misma puerta, la que durante el día permanecía abierta, cubierta por una desteñida cortina para mantener un poco la privacidad. Por todo mobiliario contaban con una vieja estufa de petróleo, un trastero con algunos cacharros, una mesa rústica con tres sillas desvencijadas y dos catres separados por raídas sábanas que hacían las veces de cortinas; un viejo ropero con una luna manchada y un destartalado baúl para guardar sus escasas pertenencias.
Las paredes, que alguna vez fueron blancas, hoy ennegrecidas por el humo de la estufa, se encontraban cubiertas por fotografías de antiguos familiares que Ramón no conoció; por un calendario con la imagen de algún santo y algunos otros cuadros religiosos sobre un pequeño altar, donde siempre había una veladora encendida.
La voz de su madre lo recibió con alegría, como siempre:
__ Ramoncito, qué bueno que llegaste, vente a cenar, te tengo un cafecito bien caliente. ¡Mira nomás muchacho!, vienes empapado, te vaya a hacer daño, toma este trapo y sécate la cabeza.
__ No se preocupe jefecita __contesta en tanto se seca vigorosamente la cabeza__, lo que si tengo un hambre que me comería hasta las cazuelas.
Doña Lupita retira de la estufa una cazuela con frijoles y le sirve al muchacho un plato rebosante, regresando a la estufa a calentar unas tortillas.
__ Caray amá, no creo que haya otra que haga mejores frijoles que usted. Ande, páseme unas tortillas y sírvame un jarro de café, que tan bien huele... Si desde que entré al patio ya me venía saboreando.
Doña Lupita le sirvió un jarro de café y se sentó a acompañar a su hijo.
__ Cuéntame hijito, cómo van las cosas en la fábrica. ¿Ya se sosiegan los muchachos?
__ Todo sigue igual jefa __respondió serio Ramón mientras enrolla una tortilla con salsa__; la gente está inconforme, pero tienen miedo de que los corran... Y es que l’hambre es canija, no saben ni qué hacer.
__ Sea por Dios hijito, los pobres no podemos hacer más que aguantar o morir de hambre. Resignación hijo, tal vez algún día los patrones se den cuenta y las cosas cambien. Yo le pido a Dios que así sea.
Ramón se pone en pie y camina molesto alrededor de la mesa.
__ No madre, la resignación es de cobardes, yo ya estoy cansado de comer puros frijoles y no poderla llevarla a una casita mejor.
El joven se detuvo, apoyó las manos en la mesa y, mirando de frente a su madre, le dijo:
__ Ya no soporto al tal Justo, no me ha hecho nada, pero me doy cuenta de cómo trata a los demás, cualquier día no me aguanto y a ver qué pasa.
Doña Lupita se levantó y corrió hacia su hijo como para detenerlo.
__ No lo permita la Santísima Virgen hijo, capaz que te corren y entonces sí, no habrá ni para frijoles.
El joven abrazó a su madre como para tranquilizarla.
__ No se preocupe ‘amá, que mientras no se meta conmigo pue’que aguante.
Soltando a su madre, tomaron asiento nuevamente.
__ Figúrese ‘amá, que l’otro día un pobre viejo que trabaja en el almacén le hizo un retobo a Justo y n’omás por eso lo jaloneó y lo mandó a trabajar a las calderas, y pus eso no puede ser, el hombre ya está viejo y no va a aguantar en ese infierno. No le queda más remedio que trabajar ahí o se va a la calle; el hombre tiene hijos, ¿de qué los va a mantener? __poniéndose nuevamente en pie, Ramón siguió hablando como para sí mismo__ No, si le digo que el Justo l’anda buscando y la va a hallar, ya los muchachos están muy descontentos. Pa’cabarla de amolar, el sindicato no hace nada, hasta dicen que el mismo Secretario General recibe dinero de parte de la compañía. No le basta con llevarse las cuotas que nos quitan de nuestra raya.
Doña Lupita se puso de pie y, mientras levantaba los trastos, le dijo a su hijo:
__ Bueno Ramoncito, pero tú no te vayas a meter en dificultades, de todas formas, ¿qué tanto pueden hacer ustedes contra la compañía? __la mujer se detuvo y mirando de frente a su hijo continúo__ Tal vez tú no te acuerdes, pues eras muy chico todavía, pero hace varios años hubo un problema con la gente y acabaron corriéndolos a todos y a los más habladores hasta a la cárcel los metieron. Bien decía tu padre, que en Gloria esté, que nos deberíamos de haber quedado en el rancho. Allá teníamos tierras, y mira lo que pasó: tu padre murió a los pocos meses de llegados; y tú, por mantenerme a mi no pudiste ir a la escuela.
Ramón se acercó a su madre y le acarició el rostro.
__ No se achicopale jefecita, si yo no reniego por mantenerla a usted, lo que pasa es que uno quiere trabajar honradamente y no falta un “jijo” que venga a hacernos la vida pesada. Pero en fin… __dando un beso en la frente a su madre, agregó__ Vamos a dormir, pues mañana me voy a ir temprano. Nos vamos a reunir en el rancho de Teófilo pa’ver que hacemos, como está retirado del pueblo no se van a dar cuenta los patrones. Buenas noches mamacita.
__ Buenas noches hijo y quiera Dios que la Virgen te cuide.
La mujer observó que su hijo se quedaba pensativo, sentado en su catre, fumando un cigarrillo. Preocupada se encaminó a su pequeño altar y se hincó frente a él.
__ Virgen Santísima, Tú que siempre ves por tus hijos, no permitas que el mío se meta en problemas. Es lo único que tengo y si algo le pasara sé muy bien que me moriría.
La noche estaba lluviosa, un poco fría, una de esas ocasionales lluvias tardías de noviembre caía pertinaz. Las calles, convertidas en auténticos arroyos, se encontraban completamente solas. Los focos de las esquinas, con su mortecina luz, daban algo de claridad de trecho en trecho y permitían adivinar, más que ver, los accidentes de la calle.
En una esquina varios perros hurgaban entre un montón de basura, tratando de hallar algo para mitigar el hambre de toda su vida. De una cantinucha salían los gritos y las voces de los parroquianos, confundidos con el fondo musical de alguna sinfonola.Era un pueblo viejo, de calles empedradas, banquetas angostas y casas de adobe con techos de tejamanil. Típico pueblo del Bajío. Se llamaba El Guayabal debido a la siembra que de este árbol frutal hay en la región; era un pequeño valle enclavado entre suaves colinas que originalmente se fundó como lugar de remuda para los viajeros que iban a la antigua ciudad de Valladolid. Con el tiempo se fueron asentando pequeños comerciantes que a la larga le imprimieron su actual fisonomía.
El pueblo contaba con una amplia plaza sombreada por centenarios árboles, un kiosco de cantera con rejas de hierro forjado de estilo francés construido en tiempos de Don Porfirio y bancas del mismo material alrededor, donde cada domingo los habitantes de El Guayabal disfrutan con la tradicional serenata de la banda municipal. Lugar de encuentro semanal de las familias y vueltas de amores y desamores de los jóvenes al compás de la música.
En la parte norte de la plaza, se levantaban las oficinas del Ayuntamiento, de construcción afrancesada. En algún lugar, una placa alusiva recordaba que el edificio fue inaugurado por el Presidente Don Porfirio Díaz. Frente al Ayuntamiento, en la zona sur de la plaza, se erguía majestuosa la Parroquia del pueblo, maciza construcción neoclásica del siglo XVII. Construcción que en un principio incluía un convento de monjas y que en la actualidad solo conservaba el templo en sí y un amplio atrio delimitado con rejas de hierro forjado y pavimentado con losas de cantera burda. La pátina del tiempo engalanaba muros y contrafuertes, aportándoles una especial personalidad. Una torre campanario lucía orgullosa sus campanas de maroma que contemplaban el valle y el pueblo, anunciando a los cuatro vientos los oficios del día. Los dos costados restantes de la plaza estaban ocupados por soportales de construcción probablemente de los siglos XVIII y XIX; bajo dichas construcciones, se albergaban las oficinas de Correos y Telégrafos, también se encontraban viejas tiendas que expandían telas, abarrotes, productos de ferretería, etc., dichos negocios, pertenecían a antiguas familias llegadas al pueblo hace varias generaciones.
Ramón llegó puntual a su cita, como todos los días en que trabajaba el primer turno en la fábrica de hilados y tejidos que desde el siglo pasado se instaló en las afueras del pueblo. Rosita, su novia, salía de trabajar a las ocho de la noche; la joven era dependienta en una tienda denominada “La Giralda”, que lo mismo vendía telas, que zapatos; abarrotes o aperos de labranza. Rosita tenía veintidós años, era morena clara, de bonitas facciones. Ramón tenía veinticinco, hombre moreno, de estatura regular y cuerpo fuerte, hecho para el trabajo rudo del obrero.
Al verla salir, Ramón fue a su encuentro, con el rostro iluminado por una sonrisa.
__ Rosita, buenas noches, ¿cómo has estado?
__ Bien Ramoncito __contestó la joven dándole un beso en la mejilla__, un poco cansada por estar parada.
__ Vente, vamos a caminar en los portales mientras se quita la lluvia. Le dijo el joven tomándola por la cintura.
La joven pareja se fue caminando, mirando los aparadores de las tiendas en tanto platicaban.
__ ¿Cómo van las cosas en la fábrica? Preguntó Rosita.
__ Más o menos igual __repuso serio el joven__, la gente está descontenta y más inquieta desde que aparecieron los papeles esos.
__ Pero los patrones, ¿no hacen nada?
__ Pues aparentemente no, pero yo creo que algo pensarán hacer; por lo pronto, el Justo anda más pegado entre nosotros.
__ Tú no te vayas a meter en problemas mi amor, pues con lo que ganamos los dos podemos vivir.
__ No Rosita __contestó resuelto Ramón__, cuando nos casemos tú no vas a seguir trabajando, te quedarás en la casa a prepararme mi comida y a cuidar a los chilpayates, ¿qué no?
__ Bueno Ramoncito, pero antes de tenerlos te puedo ayudar un poco con los gastos de la casa, ¿no crees?
__ De eso ni hablar mi Rosita, ya le he dicho que yo solo me basto para mantenerla a usted, si no pa’ que me caso.
__ No se ponga serio mi Ramoncito __dijo cariñosa la joven__, yo sé bien que usted me puede mantener, pero cada día está más difícil la situación.
__ En eso tienes Razón Rosita, por eso es que tenemos que ver cómo le hacemos en la fábrica.
__ Pero no te vayas a meter en problemas, recalcó la joven.
__ No es que pretenda meterme en problemas __replicó Ramón__, pero no puedo mantenerme alejado de lo que pase en la fábrica, ya que son también mis problemas.
La pareja echó a andar con rumbo a la Concha, conocido barrio del pueblo donde ambos vivían. Embebidos en su charla, parecían no darse cuenta de la lluvia. Se detuvieron bajo una marquesina y tomando el rostro de la joven entre sus rudas manos, Ramón le dijo con total convencimiento:
__ Los problemas de la fábrica están siempre conmigo, cuando pienso en que deseamos casarnos y no tengo suficiente dinero... Cuando llego a mi casa y veo el cuarto en que vivo con mi madre y no puedo llevarla a una vivienda más cómoda... Cuando llega la hora de comer y todos sacamos de nuestras loncheras puros frijoles y tortillas... Los problemas de la fábrica son míos... son nuestros...
Por el rostro de Rosita rodaban gruesos lagrimones, confundidos con el agua de la lluvia. Se abrazó a Ramón y así permanecieron un rato, en silencio, cada uno con sus pensamientos. La joven pedía a Dios que le cuidara al ser amado.
Después de dejar a Rosita en su casa, Ramón continuó a la suya; caminaba apresurado pero con seguridad, pues conocía bien cada saliente o agujero del piso. Era su barrio de casi toda la vida, el viejo barrio de La Concha. En esa calle ha vivido y crecido desde muy pequeño. Sus padres llegaron a ese barrio procedentes de un rancho cercano, La Moncada, en busca de una mejor oportunidad para vivir. En ese barrio se siente tan seguro como en su propia casa.
El joven llegó a un viejo portón que en algún tiempo franqueó el paso a gente pudiente, pero eso sería hace muchos años, porque desde que Ramón pudiera recordar, siempre ha cobijado a familias humildes, como la de él mismo; obreros, artesanos, pequeños comerciantes, etc.
La fábrica donde Ramón trabajaba era la única existente en el pueblo, propiedad de españoles: Don Cipriano y Don Cástulo Bermúdez, hombres viejos, aún con mucha energía; trabajadores incansables y exigentes con las gentes que empleaban, aunque bastante parcos al pagar los esfuerzos que pedían.
Pagaban poco y exigían mucho. Conocedores de la carencia de fuentes de trabajo en el pueblo, a la mínima muestra de inconformidad amenazaban con el despido, no importando cuanto tiempo tuviera trabajando el reclamante.
Ramón trabajaba en el departamento de teñido, era buen trabajador y nunca protestaba las órdenes. Había un capataz, mexicano hijo de españoles, que era déspota y arbitrario: Justo se llamaba, nombre al cual que no hacía el mínimo honor. Corpulento, blanco, cuarentón, de mirada fría. La gente le temía y Ramón sabía que en alguna ocasión golpeó a un trabajador, quien por amenaza de despido no protestó.
Ramón llegó a su vivienda, al fondo del edificio, a un lado del sanitario común que daba servicio a las quince familias que vivían en la vecindad. Durante el día, el patio se encontraba animado por los juegos y risas de los quince o veinte chiquillos que vivían en la vecindad. Las pláticas de las mujeres que lavaban sus ropas en los lavaderos comunes y la ropa multicolor que ondeaba tendida al sol en rústicos tendederos hechos de cuerdas atadas a las paredes, daban vida y bullicio al viejo edificio.
El joven jaló el cordón que operaba la aldaba interior de la puerta y entró a su humilde morada. No era más que un cuarto sin ventana, que como única ventilación y luz natural tenía la misma puerta, la que durante el día permanecía abierta, cubierta por una desteñida cortina para mantener un poco la privacidad. Por todo mobiliario contaban con una vieja estufa de petróleo, un trastero con algunos cacharros, una mesa rústica con tres sillas desvencijadas y dos catres separados por raídas sábanas que hacían las veces de cortinas; un viejo ropero con una luna manchada y un destartalado baúl para guardar sus escasas pertenencias.
Las paredes, que alguna vez fueron blancas, hoy ennegrecidas por el humo de la estufa, se encontraban cubiertas por fotografías de antiguos familiares que Ramón no conoció; por un calendario con la imagen de algún santo y algunos otros cuadros religiosos sobre un pequeño altar, donde siempre había una veladora encendida.
La voz de su madre lo recibió con alegría, como siempre:
__ Ramoncito, qué bueno que llegaste, vente a cenar, te tengo un cafecito bien caliente. ¡Mira nomás muchacho!, vienes empapado, te vaya a hacer daño, toma este trapo y sécate la cabeza.
__ No se preocupe jefecita __contesta en tanto se seca vigorosamente la cabeza__, lo que si tengo un hambre que me comería hasta las cazuelas.
Doña Lupita retira de la estufa una cazuela con frijoles y le sirve al muchacho un plato rebosante, regresando a la estufa a calentar unas tortillas.
__ Caray amá, no creo que haya otra que haga mejores frijoles que usted. Ande, páseme unas tortillas y sírvame un jarro de café, que tan bien huele... Si desde que entré al patio ya me venía saboreando.
Doña Lupita le sirvió un jarro de café y se sentó a acompañar a su hijo.
__ Cuéntame hijito, cómo van las cosas en la fábrica. ¿Ya se sosiegan los muchachos?
__ Todo sigue igual jefa __respondió serio Ramón mientras enrolla una tortilla con salsa__; la gente está inconforme, pero tienen miedo de que los corran... Y es que l’hambre es canija, no saben ni qué hacer.
__ Sea por Dios hijito, los pobres no podemos hacer más que aguantar o morir de hambre. Resignación hijo, tal vez algún día los patrones se den cuenta y las cosas cambien. Yo le pido a Dios que así sea.
Ramón se pone en pie y camina molesto alrededor de la mesa.
__ No madre, la resignación es de cobardes, yo ya estoy cansado de comer puros frijoles y no poderla llevarla a una casita mejor.
El joven se detuvo, apoyó las manos en la mesa y, mirando de frente a su madre, le dijo:
__ Ya no soporto al tal Justo, no me ha hecho nada, pero me doy cuenta de cómo trata a los demás, cualquier día no me aguanto y a ver qué pasa.
Doña Lupita se levantó y corrió hacia su hijo como para detenerlo.
__ No lo permita la Santísima Virgen hijo, capaz que te corren y entonces sí, no habrá ni para frijoles.
El joven abrazó a su madre como para tranquilizarla.
__ No se preocupe ‘amá, que mientras no se meta conmigo pue’que aguante.
Soltando a su madre, tomaron asiento nuevamente.
__ Figúrese ‘amá, que l’otro día un pobre viejo que trabaja en el almacén le hizo un retobo a Justo y n’omás por eso lo jaloneó y lo mandó a trabajar a las calderas, y pus eso no puede ser, el hombre ya está viejo y no va a aguantar en ese infierno. No le queda más remedio que trabajar ahí o se va a la calle; el hombre tiene hijos, ¿de qué los va a mantener? __poniéndose nuevamente en pie, Ramón siguió hablando como para sí mismo__ No, si le digo que el Justo l’anda buscando y la va a hallar, ya los muchachos están muy descontentos. Pa’cabarla de amolar, el sindicato no hace nada, hasta dicen que el mismo Secretario General recibe dinero de parte de la compañía. No le basta con llevarse las cuotas que nos quitan de nuestra raya.
Doña Lupita se puso de pie y, mientras levantaba los trastos, le dijo a su hijo:
__ Bueno Ramoncito, pero tú no te vayas a meter en dificultades, de todas formas, ¿qué tanto pueden hacer ustedes contra la compañía? __la mujer se detuvo y mirando de frente a su hijo continúo__ Tal vez tú no te acuerdes, pues eras muy chico todavía, pero hace varios años hubo un problema con la gente y acabaron corriéndolos a todos y a los más habladores hasta a la cárcel los metieron. Bien decía tu padre, que en Gloria esté, que nos deberíamos de haber quedado en el rancho. Allá teníamos tierras, y mira lo que pasó: tu padre murió a los pocos meses de llegados; y tú, por mantenerme a mi no pudiste ir a la escuela.
Ramón se acercó a su madre y le acarició el rostro.
__ No se achicopale jefecita, si yo no reniego por mantenerla a usted, lo que pasa es que uno quiere trabajar honradamente y no falta un “jijo” que venga a hacernos la vida pesada. Pero en fin… __dando un beso en la frente a su madre, agregó__ Vamos a dormir, pues mañana me voy a ir temprano. Nos vamos a reunir en el rancho de Teófilo pa’ver que hacemos, como está retirado del pueblo no se van a dar cuenta los patrones. Buenas noches mamacita.
__ Buenas noches hijo y quiera Dios que la Virgen te cuide.
La mujer observó que su hijo se quedaba pensativo, sentado en su catre, fumando un cigarrillo. Preocupada se encaminó a su pequeño altar y se hincó frente a él.
__ Virgen Santísima, Tú que siempre ves por tus hijos, no permitas que el mío se meta en problemas. Es lo único que tengo y si algo le pasara sé muy bien que me moriría.
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