Por Sergio A. Amaya S.

Esa mañana, después del desayuno, Fray Justino llevó aparte a Fray Michel para comunicarle que le habían pedido la ayuda del Boticario en el Hospital de San Lázaro, pues no encontraban una cura para tantos dolientes; no obstante, el Abad no quiso comprometer a su amigo, conociendo el riesgo de contraer la enfermedad. Desde luego que Fray Michel aceptó de inmediato ir a tratar de ayudar a esas personas, así es que, con la autorización de su Abad, el Boticario se retiró a su gabinete a preparar un maletín con algunas hierbas que conocía.

Además de su firme vocación religiosa, Fray Michel era un apasionado de la ciencia, particularmente de la ciencia médica, tal vez por lo mismo, la necesidad de servir al ser humano doliente. Recordaba las clases de sus queridos Maestros en España, quienes les hablaban de la terrible mortandad que había causado la “Peste Negra” en Europa, en el Siglo XIV. De distintas maneras se intentaba explicar la causa de la epidemia, que tenía diferentes manifestaciones: Unas horribles y pestilentes bubas que les brotaban a los infectados en el cuello, axilas y otras partes del cuerpo; altas temperaturas, tos y delirio y, en casos extremos, infecciones generalizadas. Algunos creían que se debía corrientes de aire procedente del suelo, y pensaban que los temblores habían liberado vapores insalubres desde las profundidades. A fin de contrarrestar esos malos humores de la tierra, se colgaban ramilletes de plantas olorosas y se hacían vaporizaciones en el interior de las viviendas. Desde luego, era recomendable evitar las corrientes de aire. Aún cuando algunos no estaban de acuerdo, la Iglesia consideró que la peste era motivada por la ira de Dios, ofendido por la inmoralidad de la gente, así es que se decían misas y se elevaban plegarias pidiendo el perdón de tantos pecadores, invitándolos a la conversión a fin de terminar con la terrible epidemia. A nosotros, jóvenes estudiantes, se nos ponían de punta los pelos al enterarnos de las terribles hambrunas que dejó aquella epidemia, pues fue tal la cantidad de muertos, que los campos se quedaban sin sembrar, propiciando la escasez de alimentos. De esos tiempos de estudiante, a su actual condición de Boticario del Convento, habían pasado casi diez años y se habían descubierto propiedades nuevas de otras plantas, lo que le hacía abrigar esperanzas de que, en el caso de que el Dios Altísimo enviara nuevamente la plaga, podrían estar mejor preparados para hacerle frente.

Las horas de estudio que pasaba en su gabinete, las pasaba comprometido con el descubrimiento de esa pócima maravillosa que le pudiese ayudar a aliviar las terribles epidemias que de cuando en cuando se desarrollaban y causaban grandes estragos entre la población, pues si aquellas epidemias europeas fueron terribles, no lo fueron menos las causadas en Nueva España, tanto propagadas por los conquistadores, como por las nuevas especies de animales traídos durante la conquista, como caballos, mulas, asnos, bovinos y cerdos, desconocidos en estas tierras y cuyos habitantes fueron sorprendidos por nuevas enfermedades, como la viruela y el tifo. Todos estos pensamientos mantenían al estudioso Fraile hasta altas horas de la noche en su gabinete. A tal grado era su necesidad de investigación, que Fray Justino lo dispensó de asistir a ciertos Oficios, siempre y cuando estuviese en tal actividad que le impidiese asistir a la Capilla, a lo único que no podía faltar era a las reuniones del Capítulo. La Sala Capitular de la abadía estaba situada en la planta baja, en la esquina Norte de la construcción, se comunica con la Capilla a través del brazo Norte del crucero; era una sala amplia donde tenían cabida todos los miembros del convento y donde se daba lectura, cada día, después de Maitines, a un Capítulo de la Regla. Al iniciar la reunión, el Padre abad hacía una oración, enseguida, un monje señalado por el abad, daba lectura al Capítulo correspondiente; al terminar éste, se escuchaba la confesión pública de quienes habían cometido alguna falta y el propio Abad y los monjes de mas edad, eran los encargados de señalar los castigos para los infractores, que nunca eran castigos físicos; en ocasiones les imponían la pena del silencio absoluto por varios días, el rezo constante de cierto número de rosarios, hincados ante la imagen de la Santa Cruz, o tal vez el ayuno durante varios alimentos. Solo unos cuantos y eso por voluntad propia, recurrían al silicio o a la disciplina.



Después de la comida, Fray Michel salió del convento acompañado por el Lego Antonio, quien lo acompañaría hasta el lejano Hospital de San Lázaro, caminando a buen paso, cruzaron por el puente de La Mariscala y continuaron hacia el Oriente; continuaron por la calle de las Atarazanas hasta llegar a San Lázaro. Habían hecho el recorrido en poco mas de una hora, pues Antonio debería volver al Convento de La Cruz para el rezo del Santo Rosario, por lo que en la puerta de San Lázaro se despidió del monje, poniendo una rodilla en tierra le besó la mano y pidió su bendición para el regreso.

_Que nuestro Señor Jesucristo os acompañe, hijo mío, dijo en tanto hacía la señal de la cruz sobre la frente del Lego.

Tomando sus bártulos, Fray Michel se adentró en el edificio. Era una construcción sólida, aunque se sentía mucha humedad. En la amplia galería deambulaban algunos enfermos envueltos en sábanas o cobijas, con miradas tristes y semblantes cenicientos, todos ellos de origen indiano. Al verlo, llegar, un religioso se dirigió a él:

_¿Fray Michel?, alabado sea el Señor, bienvenido, querido hermano, os esperábamos con urgencia, pues los enfermos nos están rebasando. Pero, perdonad mi cháchara, soy Fray Juan de Jesús, encargado del dispensario en tanto substituyen a Fray Esteban, nuestro amado Maestro, quien falleció hace unos cuantos días…. Pero pasad, pasad.

_Pues sí, hermano, soy Fray Michel y me envía Fray Justino, el Abad de la Santa Cruz, vamos a un sitio donde podamos platicar, para que vuestra merced me ponga al tanto de lo que ocurre y, con la voluntad de Dios, podamos hacer algo por estos pobrecitos hermanos enfermos.

Los dos religiosos se dirigieron al despacho del difunto Director, que no era mas que una humilde celda con una mesa, dos sillas, un librero y un candelabro sobre la mesa.

_Pasad, hermano, _invitó el religioso Juanino_ poneos cómodo en tanto enciendo las velas. Permitidme haceros un rápido recuento de lo que acontece, pues debemos ir cuanto antes a atender a los enfermos.

_Hacedme el favor, hermano, que ya estoy ansioso de ayudaros, pues veo que estáis sumamente preocupado y nervioso.

_Desde hace varios meses, han estado llegando a San Lázaro personas que vienen de distintos rumbos de Nueva España, quienes presentan manchas blancas en cara, mano y pies; algunos otros manifiestan unos tumorcillos duros. En un principio pensamos que eran infecciones causadas por la falta de aseo de esta gente, pero ha crecido el número de ellos y ya no sabemos qué hacer. Sabemos que usted es un médico estudioso e investigador de farmacia, por lo que le pedimos a vuestro Superior que lo mandase a nosotros para ayudarnos a controlar esta epidemia.

_Pues pongámonos desde luego en acción, _repuso Fray Michel_ si vuestra merced me hace el favor de guiarme, empezaremos desde luego, pero debo aclararos, hermano, no soy Médico, simplemente un humilde boticario interesado en la medicina.

Sin mas dilación los dos religiosos salieron a atender a los enfermos, dirigiéndose a la enfermería, donde varios religiosos juaninos se afanaban en limpiar y atender a los enfermos. Fray Michel y Fray Juan de Jesús empezaron a revisar a los enfermos que se encontraban en la enfermería, tendidos sobre sucios jergones malolientes.

_Como primera medida, _reverendo Padre_ voy a pediros que saquemos a estas personas para que se haga una limpieza completa, que se tiren esos jergones y que se quemen y que traigan jergones limpios con paja nueva y seca; en tanto iremos revisando a los enfermos.

Los monjes se acercaron a uno de ellos, quien tenía el rostro cubierto de manchas blanquecinas y empezaba a perder la sensibilidad en las manos y parte del rostro, pues ya se le notaba un leve relajamiento de las facciones.

_Decidme, buen hombre, _preguntó Fray Michel_ ¿cuánto tiempo hace que aparecieron estas manchas?

_Pos ha de perdonar, Padrecito, pero no me doy cuenta, yo creiba que’ra un jiote, pos hace varios años que me empezaron, yo vivo por el rumbo de la Lagunilla y ora que vine pa la Capital y como ya las manchas se hicieron mas y se han hecho mas grandes, pos aproveché pa venir a San Lázaro.

_¿Cuál es vuestro nombre, hijo mío?

_Tetepanquehual, pero los Padrecitos me pusieron Martín Pizarro, quesque se oye mas bonito.

_Es cierto, _contestó Fray Michel_ Martín se escucha mas bonito y es mas fácil escribirlo.

_A este paciente, Padre Juan de Jesús, le limpiaremos las manchas con una infusión de romero y azafrán y le rezaremos tres Padres Nuestros todas las noches y por la mañana, antes de los alimentos.

El Padre Juan de Jesús, anotó en un cuaderno que llevaba y continuaron adelante. El siguiente paciente era una mujer de alrededor de 35 años, muy deformada ya por las úlceras en la cara y las manos, se cubría el rostro con un rebozo. Después de revisarla, Fray Michel le indica a su acompañante:

_Le haremos limpieza de las úlceras, dos veces al día, con tintura de alcívar, mirra y baños sulfúreos con sales amoniacales.

_Hija mía, _dijo a la enferma_ ¿de donde venís y cuanto tiempo lleváis enferma?, ¿cómo os llamáis?

_¡Ay Padrecito!, _dijo llorosa la mujer_ me llamo Altagracia y casi cinco años que empecé con esto, soy de Tlaxcala y el Padrecito de allá me decía que’ra por mis pecados, pero si tan pecadora soy, ¿’tonces por qué Diosito no me ha llevao?, o ¿este será el infierno?

_No, hijita, no lo veáis así, esta es una enfermedad que se ha propagado porque vino de otros lugares y vuestros cuerpos no la conocen, pero nosotros estamos trabajando para encontrar una cura. Yo os pediré, al igual que a todos los enfermos, que recéis con devoción y te aseguro que Nuestro Señor escuchará vuestras súplicas y nos mandará el remedio. Tened fe, Altagracia, _le dijo mientras señalaba una cruz en su frente.

Fray Michel, estaba hincado, juntó sus manos y en silencio hizo una oración; Fray Juan de Jesús, al verlo, se unió a su hermano en la súplica a Cristo Jesús. La enferma los miraba en silencio y unas lágrimas corrían por sus mejillas.

Mientras seguían haciendo la revisión de los enfermos, en el ala contraria ya estaban sacando a los enfermos, mientras unos monjes se ocupaban de lavar con tequesquite y jabón rústico fabricado con grasa de res y ceniza de madera, los pisos y paredes; después de secar, llevaron nuevos jergones rellenos de paja limpia y seca. Cuando al final del día, los dos religiosos terminaron su revisión a los enfermos, todo el dispensario olía a limpio y los monjes se sentían satisfechos.

_Bien, hermano, _dijo Fray Michel_ hemos terminado la revisión de los enfermos encamados, pero yo veo a muchos que deambulan por todas partes, No debéis permitir que esto ocurra, mantenedlos en zonas determinadas, donde puedan caminar y tomar el sol, pero que no caminen por todo el hospital.

_Lo haremos como vos indicáis, hermano, pero ahora os invito a pasar al refectorio, aún es tiempo de llegar a la oración.

Los dos monjes apresuraron el paso para llegar a buen tiempo, al entrar al recinto, los ojos se volvieron a los recién llegados, quienes ocuparon unos asientos en la mesa de los Maestros. La oración la iba a hacer el Padre Benito, un Sacerdote Diocesano que actuaba como Capellán en el Hospital. Todos guardaron un respetuoso silencio, inclinando sus cabezas y uniendo las manos.

Después de la oración, Fray Juan de Jesús presentó a Fray Michel, quien fue bien recibido por todos, en especial un joven fraile, Tomás, quien se acercó al recién llegado para ponerse a sus órdenes, pues estaba comisionado como ayudante de la Botica, pero a falta de un titular, él se hacía cargo de tratar de preparar los remedios y las pócimas. Fray Michel lo recibió con agrado y le pidió reunirse después de la cena.

Durante la cena, el Lector designado, un joven fraile de rostro anguloso y mirada brillante, leyó la segunda parte del Capítulo seis de San Juan, donde casi al final, escuchamos la hermosa profesión de fe de Pedro: “¿A quien vamos a acudir?... Tú tienes palabras de vida eterna”. Un gran tema para reflexionar. Mucho tenía que reflexionar Fray Michel, ante esa nueva responsabilidad que El Señor le enviaba, pues bien veía que estaba ahí para tratar de salvar vidas humanas. Tendría que esforzarse mas en sus investigaciones.

El fraile era firme en su vocación, pero sentía que su propia Iglesia le ataba las manos, pues no le permitía hacer ciertos experimentos que le podrían ayudar a entender mejor el proceso de las enfermedades y tratar así de conseguir los remedios adecuados. Sabía que existían grandes médicos, pero él no podía recurrir abiertamente a ellos, pues eran judíos unos, mahometanos otros. A escondidas de sus Superiores había leído a Maimónides, aquel sabio judío mozárabe nacido en el Siglo XII, en su “Tratado sobre los venenos y sus antídotos” y su “Guía de la buena salud”, así como la “Explicación de las alteraciones”. Por todo ello, se sentía culpable y llevaba un silicio que le lastimaba la espalda, sobre todo cuando erguía el tronco y eso era para recordarle que los conocimientos son de Dios y él era un simple mortal, por tal razón se le veía caminar ligeramente encorvado, siempre con la mirada baja, pero con el entendimiento muy alto. Por las noches, a solas en su celda, se castigaba con la disciplina y confesaba a Dios su gran inquietud; por una parte, su fuerte convicción Sacerdotal y su fe en Dios, eran inquebrantables; por otra, la obediencia a la Santa Iglesia que era su familia. Entre ambas realidades, estaba su condición de científico investigador, dedicado a aliviar a los enfermos. ¿No acaso Dios nos ha dado inteligencia para emplearla en el bien de nuestros semejantes? Cuando ante su confesor, Fray Justino, le revelaba estas intimidades, el buen fraile trataba de comprenderlo, pues sabía que era un buen cristiano y un Sacerdote leal y comprometido, no obstante, su obligación era imponerle alguna penitencia para doblegar a ese ser inquieto y curioso. Aunque las penitencias siempre eran el rezo de tantos y tantos Rosarios, lo que Fray Michel hacía gustoso.

Después de la cena, caminó hacia el Despacho del Boticario, acompañado de Fray Tomás, quien orgulloso le mostró lo que consideraba una buena Botica. Era una habitación amplia con un balcón hacia la parte trasera, por donde discurría una acequia maloliente, lo que molestó a Fray Michel, pues pensaba que eso les podría contaminar sus productos. Tenía anaqueles altos con una buena dotación de especieros de porcelana blanca, auque la mayoría estaban vacíos. Una mesa de buenas proporciones con dos balanzas y una buena dotación de morteros, matraces y retortas, así como cuatro mecheros de aceite. En un librero algunas copias de Hipócrates y Galeno y algunos apuntes de Médicos Salmantinos: Amato Lusitano, Benedicto Bustamante de Paz, García López, Francisco López de Villalobos y Gómez Pereira. Del Toledano Rodrigo de la Fuente y el cirujano Juan Fragoso.

En un rincón del estudio, un crucifijo policromo los miraba doliente y al pie del muro, un reclinatorio de madera burda.

El estudio tenía una característica, pues una puertecita comunicaba a un sótano por una escalera de piedra. Unos hachones le daban algo de luz al recinto, húmedo y frío. Junto a uno de los muros, había una zona de tierra sin pavimentar, donde el antiguo boticario sembraba algunos hongos y setas, lo que agradó a Fray Michel. En otros dos muros estaban colocados sendos anaqueles donde se miraban una gran cantidad de frascos conteniendo algunas substancias, era el pocimorium, sitio en el que se almacenaban las pociones que hacían. Estaban contenidas en una gran cantidad de frascos de vidrio veneciano, realmente era un tesoro el que había encontrado Fray Michel, quien ensimismado en la observación de los frascos, casi se había olvidado de su acompañante, Fray Tomás lo miraba curioso. Sobre la mesa de trabajo había varios mecheros de aceite y una dotación de retortas, probetas y pipetas, todo lo que un boticario pudiera necesitar; desde luego había morteros de diversos tamaños, todos ellos de porcelana blanca, tal vez traídas desde la lejana China. En una cajita muy bien tallada y barnizada, se encontraba, como una joya preciosa, una balanza romana con sus contrapesos en miniatura, algo invaluable para una buena preparación de las pócimas.

Por la urgencia de medicamentos, Fray Michel estaba dispensado de asistir al Oficio Divino, no así Fray Tomás, quien tuvo que dejar al Maestro para dirigirse a la Capilla, pues ya estaban llamando a Completas, por lo que se excusó y se retiró de inmediato.

Al quedar solo en el estudio, Fray Michel se encaminó al reclinatorio a leer su devocionario antes de ponerse a trabajar; después de largos minutos de oración personal, el monje se dirigió al Crucifijo:

_¡Oh Jesús bendito!, vos que estás tan cerca de nuestro Padre y que conocéis nuestros pensamientos mas íntimos, intercede por este pecador que solamente busca la manera de aliviar a sus semejantes. Señor, si el Padre nos dio la capacidad de aprender, de buscar y hallar, ¿por qué es pecado el tratar de conocer el funcionamiento del cuerpo humano? No lo entiendo, Señor, pero lo acato. Pero no por ello dejaré de descubrir, por medios distintos a la disección, de qué y cómo estamos hechos por la Mano de Dios, pues sé que esta forma me será mas fácil encontrar los remedios que nos ayuden a aliviar a nuestros hermanos. ¡Oh buen Jesús!, vos sois el Médico perfecto, que aliviasteis a los enfermos, hicisteis hablar a los mudos y escuchar a los sordos; que hicisteis andar a los inválidos y hasta resucitar a los muertos, Vos, Señor de la Vida, guiadme para encontrar las fórmulas que necesitamos para curar a nuestros enfermos. Te lo pido por el infinito amor de vuestra Santísima Madre María. Amén.

Después de hacer sus oraciones, el fraile subió al despacho y se concentró en un libro del médico Pedanio Dioscórides Anazarbeo, “Plantas y remedios Medicinales” una copia de buena manufactura del original que había podido ver en España.

Leyó con interés profesional una de sus notas: La piedra Ostracita. “La piedra ostracita es semejante al barro cocido (´ostrakon), fácil de hender y laminosa, la usan las mujeres en lugar de piedra pómez, para arrancar los pelos. Bebida con vino, en cantidad de un dracma, retiene los menstruos. Si se beben dos dracmas, durante cuatro días, después del periodo menstrual, produce esterilidad. Aplicada con miel, suaviza los pechos inflamados y ataja las llagas corruptivas”.

Pasaron las horas y el monje seguía leyendo, sin darse cuenta del tiempo transcurrido. Muy dentro de él sentía la necesidad de estudiar el cuerpo humano, pues no le bastaba con saber que tal o cual remedio aliviaba ciertas enfermedades, el monje necesitaba saber cómo actuaba el organismo; qué teníamos dentro y cómo funcionaba. En tales pensamientos se sintió cansado para retirarse a su celda. Se acostó en el suelo, en un rincón y se quedó dormido.



El contenido plasmado en este blog es producto de la reflexión de su autor, de sus colaboradores y de los pensadores que en él se citan. Cualquier semejanza con la realidad o alguna ficcón literaria, televisiva, psicótica paranoide o de cualquier otra índole es mera coincidencia

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