Por Sergio A. Amaya S.

A la mañana siguiente, Fray Michel fue a ver cómo había amanecido el amputado, encontrando a Fray Tomás dándole a beber unos sorbos de la pócima, cuando el enfermo estuvo dormido, Fray Michel le retiró el lienzo que cubría la herida y observó una ligera hinchazón y enrojecimiento de la zona, por lo que le aplicó una substancia gelatinosa que llevaba en un pequeño frasco; a pregunta de Tomás, el religioso le indicó que esa substancia la extraía de las hojas de un pequeño maguey, parecido a la planta de donde obtienen el pulque, pero muy pequeña y que se tiene sembrada en la huerta de la Casa de la Cruz, esta substancia sirve para evitar que haya infecciones en las heridas, ayuda a cicatrizarlas y da un poco de alivio contra el dolor. Indicó a Tomás que en unos días traería unas plantitas para ser sembradas en el hospital, ya en su momento le indicaría como obtenerla. Le indicó también que había que aplicarla diariamente, observando primero el estado de la herida; así mismo, le recomendó llevar un registro de todo lo ocurrido desde que ingresó el paciente, a fin de ir aprendiendo de los mismos enfermos.

Cuando hubo terminado su recorrido con los enfermos, a quienes siempre llevaba alguna fruta recogida muy temprano en la huerta, Fray Michel informó a Fray Juan de Jesús que saldría del hospital por unas horas, quedando a cargo de Fray Tomás el cuidado de los enfermos, especialmente el recién amputado.

Fray Michel salió del hospital y encaminó sus pasos con rumbo a la Iglesia de La Merced, caminando entre tamemes y bestias cargadas con distintas mercancías, indios puestos en cuclillas vendiendo diversas verduras y frutos de la tierra, ollas y cazuelas de barro cocido, cucharas de madera, en fin, aves multicolores y canoras, traídas de las tierras bajas. A la puerta del templo, un grupo de indios vestidos a la usanza de sus antepasados, danzaba al ritmo de un tamborcillo y una flauta, ante la admiración de los curiosos y desocupados que ocupaban la plaza. Finalmente el religioso llegó a la barbería de Don Sancho, que se anunciaba con una pintura en un bastón, como serpientes envueltas en un palo. Era una casa vieja, de paredes desconchadas, iluminada por una viejo candelabro de siete velas, que mucho recordaba a la menora judía, algo que dejó extrañado al religioso. El lugar estaba moderadamente limpio y una vieja, sentada en el suelo, al verlo se levantó alisando sus faldas y saludando.

_Buenos días os dé Dios, hermano fraile, ¿venís en busca de alivio a vuestros males, o tal vez queráis que os rapen el rostro?

_No, hermana, decid a Don Sancho que Fray Michel, del Hospital de San Lázaro, está aquí, ¡pero corred!, buena mujer, que no tengo vuestro tiempo.

La vieja, apoyada en un bordón rústico, se adentró en la casa. A poco apareció Don Sancho, recibiendo al recién llegado con los brazos abiertos.

_¡Pasad, pasad!, querido hermano, que esta es vuestra humilde casa, os he esperado con ansia, pues no es frecuente hallar profesionales de farmacia en estas tierras. Pero decidme, ¿habéis comido?....

Sin esperar respuesta, el cirujano empezó a impartir órdenes en una lengua desconocida para el fraile, pues el personal de servicio estaba compuesto por indios de la tierra. Quienes de inmediato corrieron hacia un rincón de la casa y desaparecieron por una puerta. Tomando del brazo al sorprendido fraile, Sancho lo encaminó hacia una habitación donde un sirviente encendía suficientes candelabros para tener una iluminación conveniente. Unas bancas rústicas cubiertas de cojines multicolores y mesas bajas de madera, eran el mobiliario de la habitación. Sancho lo invitó a ponerse cómodo.

_Descansad, hermano, pues debéis venir fatigado, en un momento nos servirán unas copas de un vino extraordinario, recién traído de Canarias.

_Gracias, _pudo al fin decir el fraile,_ realmente me abruma vuestra hospitalidad, Don Sancho, pues solo soy un humilde fraile boticario en busca de conocimientos para servir a mis hermanos.

_Pues la humildad, bondadoso hombre, es una corona que Dios pone en la cabeza de los grandes y en vos está harto merecida.

_No exagere, vuestra merced, qué pecado ha de ser hasta escuchar tanta lisonja.

En esa cháchara estaban cuando entró un sirviente portando una charola con dos copas de metal y una jarra de vino obscuro, rojo casi negro, de aromático olor, pues estaba complementado con especias; al probarlo, Fray Michel pudo saborear el fuerte cuerpo de la bebida, que al pasar por su garganta le fue dejando una agradable sensación de placidez.

El sirviente regresó con una charola de galletas untadas con miel y trozos de carne ahumada, que ambos comensales degustaron con agrado. Poco después regresó el sirviente, ahora con una fuente conteniendo una gallina rellena de nueces y almendras y bañada con una salsa agridulce que el fraile no pudo reconocer, pero que confería un delicioso sabor al guiso. El fraile, siempre parco en el comer y beber, solamente se sirvió pequeños trozos de carne y una copa de vino, pero Sancho, a quien el volumen del vientre evidenciaba, dio cuenta de la jarra de vino y de la gallina rellena, todo ello acompañado de trozos de pan remojados en aceite de oliva perfumado con flores. El religioso solamente tomó un trozo de pan para remojarlo en la apetitosa salsa de la gallina.

Cuando se sintió satisfecho, Sancho palmeó las manos y de inmediato apareció el sirviente con una nueva jarra de vino frío, al que el fraile no accedió a probar; no así Sancho, quien entre plática y plática puso fin. Eructando ruidosamente y palmeándose el vientre con satisfacción, el cirujano dijo:

_¡Ah, bendito Dios que en su generosidad nos ha dado de comer!

_Amén, _respondió el religioso con la mirada en el piso, en la rica alfombra que estaba bajo sus pies.

_Y bien, hermano, ya con la barriga satisfecha, decidme, ¿cómo amaneció vuestro paciente?

_Pues de acuerdo a vuestra instrucción, lo hemos mantenido dormido y parece estar bien, le hemos cambiado el vendaje y la herida mostraba un leve enrojecimiento, previniendo alguna infección, le he aplicado una capa de ungüento de áloe, lo que le ayudará a cicatrizar y evitará alguna infección.

_¡Pero bueno, que sois un experto boticario!, mucho dinero haríais trabajando a mi lado, yo con mi ciencia y tú con la vuestra, nos haríamos famosos en todo el reino.

_Gracias, Don Sancho, pero no me interesan ni la fama, ni el dinero, solamente quiero aprender vuestro arte para ayudar a mis hermanos. Yo, a cambio de vuestras enseñanzas, os pasaré mis pobres conocimientos de farmacia, ¿os parece bien?

_¡Pero claro que me parece bien!, ambos saldríamos beneficiados, pero decidme, ¿pensáis acaso convertiros en cirujano?, mirad que yo no quiero competencia y menos de vuesa merced, que mal negocio haría yo.

_No, Don Sancho, yo soy religioso y el encargado de la farmacia de mi Casa y solamente deseo conocer el cuerpo humano para saber cómo ayudar a sanar las enfermedades. Vos, como cirujano, me mostraríais en vuestras operaciones, los secretos que Dios nos ha puesto dentro del cuerpo. Como vos debéis saber, la Santa Iglesia me prohíbe experimentar en ese sentido, pero si solamente miro sobre vuestro hombro, pienso que no estaría faltando a mi voto de obediencia….

_Mmmm…., dejadme pensarlo, Fray Michel, pues no quisiera caer en manos del Santo Oficio y para vuestra enseñanza no bastaría con las operaciones que realizo, mas bien tendríamos que utilizar algún cadáver para ir viendo cada parte del cuerpo. He ahí donde ambos correríamos el riesgo, pues a vos os acusarían por no denunciarme. Dejadme analizarlo y si encuentro la manera segura de hacerlo, os prometo que iré a buscaros al hospital. Pero ya que os has tomado la molestia de venir a esta humilde casa, no me negaréis el conocimiento de la pócima que disteis al indio, que ni cuenta se dio cuando le amputé el brazo.

_Desde luego que lo haré, Don Sancho, pues de esa manera evitaré sufrimientos a vuestros pacientes. Utilizo hojas de coca, hervidas con vino rojo, se deja reposar toda una noche y está lista, se administra como vos habéis visto. El problema es que la hoja de coca es muy escasa en Nueva España, pues la traen desde el Virreinato del Perú, según me han comentado, esta planta crece en recónditos valles de las montañas nevadas de aquel país; eso la hace muy cara, pero bien vale la pena, como lo habéis visto. Cuentan los arrieros que han viajado a esas lejanas tierras, que los naturales de aquellas montañas se pasan días corriendo, sin mas alimento que masticar hojas de coca. Verdad o no, no lo discuto, yo solamente sé que cuando se la administro a algún paciente, se duerme con placidez. Ya vos lo habéis visto, Don Sancho.

_Cierto que vale la pena. ¿De casualidad tendréis un poco en tu botica?, os lo pagaré al precio que fijéis.

_Tengo unas pocas hojas, pero en unos meses volverá el comerciante que nos surte en la Casa de la Cruz y si trae la coca, yo os avisaré.

_Además de nuestro negocio, tengo que ir a ver cómo va evolucionando el paciente, pues como os dije, si sobrevive al tercer día de la amputación, tendrá muchas posibilidades de continuar viviendo, aunque en las condiciones que vive esa pobre gente, no sé si les hagamos un bien en tratar de prolongarles la vida.

_Entiendo lo que decís, mi señor, pero esa es vuestra obligación, como ser humano y como cirujano, pues Dios os ha dado ese don para que preservéis la vida de nuestros hermanos. Por mi parte, _continuó el fraile_ estudio para aliviar las dolencias de mis hermanos y grave pecado cometería si hiciese oídos sordos al lamento de los enfermos.

_Decís lo justo, Fray Michel, pero es que es dolorosa la miseria en que viven esos pobres hermanos. En fin, nosotros haremos lo que podamos, por voluntad de Dios….

-Así es, Don Sancho, yo os esperaré en el hospital, aunque me gustaría que me enviases una nota cuando vayáis a ir, pues en ocasiones me llaman de mi Casa y debo acudir sin demora.

_Procuraré avisaros, hermano, pues tanto interés tengo yo en vuestro arte, que vos en el mío, así que no os preocupéis, pues seguiréis teniendo noticias mías…

Fray Michel se despidió del Cirujano y salió nuevamente a la calle, donde ya había disminuido el movimiento comercial. Un vientecillo frío empezaba a soplar, anunciando la llegada del otoño. Las lluvias tenían la ciudad llena de lodo, pero a cambio había menos fetidez en el ambiente.

Ya obscureciendo, el fraile llegó al hospital, dirigiéndose de inmediato en busca del paciente amputado, encontrando a Fray Tomás al lado del enfermo, quien ya estaba despierto y tenía un buen semblante.

_Buenas noches os dé Dios, hermanos. Me da gusto ver que os estáis recuperando bien, decidme, Martín, ¿has tenido molestias en la herida?

_Pos mire Padrecito, la herida no me duele, pero siento como entumida mi mano y luego me da harta comezón, pero cuando quiero rascarla, pos no la tengo…. Yo no lo entiendo.

_Vamos a ver esa herida, _dijo el fraile en tanto retiraba el lienzo que la cubría._ ¡Pero mirad, Padre Tomás!, esto es muy bueno, ya empezó a cicatrizar y no hay muestras de infección. Os felicito, Tomás, tenéis buena mano para las curaciones. En cuanto a ti, Martín, no debéis preocuparos por esas sensaciones raras, se os pasarán muy pronto, es un fenómeno que el cirujano nos había advertido, aunque tampoco sepa el por qué ocurre. Ahora deberemos daros tratamiento para la lepra, para evitar que siga destruyendo vuestra piel, continuaremos con el tratamiento inicial. Le limpiaremos las manchas con una infusión de romero y azafrán y le rezaremos tres Padres Nuestros todas las noches y por la mañana, antes de los alimentos. En la herida seguiremos lavando con agua y luego le aplicamos la gelatina de áloe, aún queda un poco en el frasco y hoy mismo prepararé mas, pues la utilizaremos para tratar todas las heridas que se nos vayan presentando.

Luego de despedirse del enfermo, quien había quedado reconfortado con la visita del religioso, los frailes boticarios continuaron su ronda.

_¿Cómo seguís, hermana Altagracia?, vamos a ver esas marcas en la cara…mmm…, pues yo veo una ligera mejoría, aunque es pronto para afirmarlo. Anotad, hermano Tomás, si notáis alguna nueva llaga, deberéis aplicarle tintura de genciana, para combatir los microbios y mantener seca la herida. En el resto del cuerpo, le seguiréis haciendo limpieza de las úlceras, dos veces al día, con tintura de alcívar, mirra y baños sulfúreos con sales amoniacales. Y no olvides, hermano Tomás, que después de cada curación, debemos dar gracias a Dios, haciendo alguna oración con el enfermo.



Don Sancho se quedó pensativo a la salida de Fray Michel, realmente le interesaba conocer los remedios del monje, pero llevarlo con alguien a que observara las disecciones en humanos, eso era otra cosa y además muy peligrosa, pues el Santo Oficio tenía orejas grandes ocultas en los rincones. No, definitivamente no quería exponerse y exponer a algún hermano, ya bastante trabajo le costaba mantener oculta su religión, para pensar que por alguna leve indiscreción pudiese ir a parar con sus huesos a las mazmorras de la Inquisición.

Una vez cerrado su negocio, envió a los sirvientes a acostarse, quienes tenían la orden de no salir durante la noche, so pena de hallarse con los nahuales que tenían invadida la casa, -este temor, fundamentado en las supersticiones de los indios, nacían por el hecho de que una lechuza había anidado entre las vigas del corredor, por lo que Don Sancho se aprovechó de la situación para mantener encerrada a la servidumbre por la noche- él, por su parte, se encerraba a piedra y lodo en sus habitaciones, siendo imitado por los servientes, quienes dormían rodeados de imágenes piadosas. Sancho, entonces abría un cajón oculto en un muro, detrás de una pintura del Crucificado, para lo cual había extraído dos llaves, una oculta entre las tablas de una mesa que estaba cubierta con grueso mantel y otra entre el lienzo y la tela de la pintura de Jesús Crucificado.

Del cajón sacó una caja de fina madera, la cual abrió con una llave oculta en una grieta del muro. Extrajo de ella, con gran reverencia, una faltriquera, un hermoso talit de seda y un kipá, el cual se colocó con sumo cuidado. Extrajo una vieja Torá y colocó los objetos sobre una mesa cubierta con un mantel blanco. Del fondo de la caja del muro, sacó una pequeña menora y unas velas a medio consumir. Luego se dirigió al aguamanil y se lavó las manos y los antebrazos hasta el codo. Una vez cumplido el ritual de la limpieza, se colocó en la cabeza el kipá, se ató la faltriquera a la frente y se cubrió los hombros con el talit. Tomó en sus manos la Torá y balanceando su cuerpo con suavidad, inició sus oraciones:

_Perdonadme Señor, pues en todo el día no he hecho mis oraciones,…. Perdonadme también por mantener oculta mi fe, pero vos os dais cuenta de la persecución que se nos hace, nos torturan, encierran a nuestras familias, confiscan nuestras pertenencias y luego nos queman en esos horribles autos de fe. Dadme fuerza, Oh Padre, para seguir en estas tierras, pues bien sabéis que salí de mi país, dejando hijos y esposa, amenazado de delación ante el Santo Oficio. Señor, si vos lo deseáis, haced que termine mi diáspora y pueda volver a ver a mis amados hijos, pero todo será de acuerdo a vuestra suprema voluntad……

Después de este largo parlamento de arrepentimiento, Sancho continuó con sus oraciones rituales.

Al terminar sus oraciones, guardó nuevamente todo en la caja del muro, cerró con dos llaves, mismas que guardó en distintos sitios, revisó que no hubiesen quedado muestras de su actividad secreta y se acostó a dormir. Realmente, Sancho era un hombre solitario y con muchas complicaciones en su vida, pues, aunque comía todos los alimentos fuera de su casa, procuraba evitar comer en otros sitios, buscando siempre la oportunidad de hacerlos en su propia cocina, pues entonces evitaba todo lo que su religión le ordenaba, por tal motivo nunca admitía que la servidumbre preparara los alimentos. Dejaba todo preparado en la cocina y la servidumbre solamente los llevaba a la mesa.

A fin de cuidar las apariencias, diariamente asistía a Misa al Templo de la Merced, donde tenía fama de piadoso; al salir del templo, repartía limosnas entre los pobres y, religiosamente, entregaba su diezmo a la Iglesia, todo ello lo mantenía a resguardo de la maledicencia de la gente, pudiendo ejercer con libertad su oficio.

Esa mañana, al salir de la Iglesia, se dirigió a su casa, donde ya le tenían preparado un caballo y su maletín de herramientas, pues tenía que ir a atender la llamada de un Médico en la Villa de Guadalupe, el trayecto era largo y cabalgó ligero rumbo a la Plaza Principal. El viento del otoño era frío y la lluvia nocturna había lavado las calles de las inmundicias que comúnmente se acumulaban. Cubierto con un gabán de viaje y un sombrero de ala ancha. Cruzó la Plaza del Volador, donde ya se aprestaban a construir el ruedo para una corrida de toros que celebraban cada año, con motivo del cumpleaños del Virrey. Pasó sin detenerse por la Casa chata, según se conocía al edificio de la Inquisición y se levantó el sombrero al pasar el Templo de Santo Domingo. El pueblo de Guadalupe estaba retirado casi una legua de la Capital, por lo que llegó ya cerca de las diez de la mañana, dirigiéndose de inmediato al domicilio del enfermo.

Al llegar fue recibido por el Médico Don Antonio Garcidueñas, amigo de Don Sancho desde los tiempos en que éste llegó a la Nueva España.

_¡Coño, Sancho, que os habéis demorao!, pues el enfermo se me va, pues tiene un fuerte dolor en un costao y ya no le sirven ni las sangrías. Pero pasa…pasa, hombre.

Los galenos penetraron a una habitación grande, mal iluminada y peor ventilada, pues estaban echadas las gruesas cortinas, para evitar que el enfermo agarrara un frío. Sancho mandó retirar las cortinas y entonces vio a un hombre macilento, con un rictus de dolor y el rostro ceniciento. Se acercó al hombre y vio que tenía una gran distensión abdominal, le tocó ligeramente el bajo vientre y el hombre gimió de dolor. El cirujano se retiró a intercambiar unas palabras con el Médico.

_Antonio, este hombre necesita ser operado, pero como vos sabéis, esas operaciones no garantizan la vida del paciente. Yo veo al hombre muy debilitado, ¿creéis que soportará la operación?

_Pues habré de preguntar a la mujer, que la veis desesperada.

_Doña Beatriz, la opinión del cirujano es la operación, pero ve muy débil a vuestro marido, es posible que muera durante la cirugía, pero si no lo atendemos, no pasará la noche. Vos y vuestros hijos, tenéis la última palabra.

_Hacedlo, hacedlo sin demora, que nosotros iremos a la iglesia a pedir a Dios por la vida de mi marido. Ordenad a las criadas lo que requiráis, pero salvadlo, por vuestra madre.

De inmediato Don Sancho pidió le trajeran una mesa para colocar al enfermo, se quitó la capa y la chaqueta y se levantó las mangas de la camisa, de su maletín extrajo el delantal de cuero y puso en orden sus herramientas, pidió le acercaran velas, agua caliente y un brasero para calentar el cauterizador. Pidió al enfermo que bebiera sendos vasos de aguardiente y ató al paciente con fuertes lienzos para inmovilizarlo, una vez que el enfermo estaba medio adormecido por el alcohol, realizó un corte transversal en el bajo vientre, el enfermo se retorció de dolor y perdió el conocimiento. La piel estaba muy sensible por la distensión y no tuvo problema para descubrir el peritoneo, que estaba rojo e inflamado.

_Mirad, Antonio, este hombre está a punto de morir, pues la infección ha invadido sus intestinos.

Al hacer un breve corte en la membrana infectada, un chorro de pus salió disparado con fuerza, Don Antonio detuvo el flujo con un trapo, el cirujano terminó la incisión y empezó a lavar con agua caliente la cavidad abdominal. Al llegar a la parte baja del lado izquierdo, miró que el intestino grueso terminaba en un apéndice muy crecido y sumamente rojo, que ya había reventado, lo que ocasionó esa infección general. El pus se mezclaba con materia fecal que fluía por el apéndice roto, por lo que el cirujano terminó de cortarlo y suturó el intestino; una vez detenida la salida de materia fecal, empezó a cauterizar pequeños vasos que tenían ligeros sangrados, realmente la operación había sido muy limpia en cuanto al sangrado. Cuando consideró que todo estaba limpio, suturó el peritoneo, que al estar libre de materia extraña empezaba a tomar un color rosado. Finalmente cerró las capas epidérmicas y limpió todo con aguardiente, luego untó una capa de miel y cubrió con lienzos blancos la herida del enfermo, que a poco fue recuperando la conciencia.

_Pues ahora queda en vuestras manos, Antonio, y en las de Dios, si sobrevive para mañana por la tarde, tendrá muchas posibilidades de ver a sus nietos, cambiadle la curación cada día, yo intentaré traer a un boticario que hace milagros con sus pócimas y ungüentos, espero lograrlo y luego te buscaré para que hablemos de mis honorarios.

Sancho salió al patio y se despojó de su delantal, en una fuente lavó su herramienta y el propio delantal y guardó todo en su maleta.

El cirujano salio y montó en su caballo, que había permanecido atado a una argolla que para ese fin era colocada en las fachadas de casas y comercios. Desandó el camino que lo había llevado hasta la casa del enfermo, en el camino, antes de entrar a la ciudad, se detuvo en la Aduana de Pulques, en la Garita de Peralvillo, donde pesadas carretas tiradas por fuertes bueyes, llevaban sus cargas de la preciada bebida para pagar sus alcabalas. En ese lugar, por ser de gran movimiento de personas, operaban algunos comedores; uno de ellos visitó Don Sancho, pues en tal lugar se servían unas tortillas gruesas de maíz con salsa verde y mucha cebolla, platillo regional que le agradaba al Cirujano y que no dejaba de comer cuando pasaba por ese lugar; para acompañar el alimento, le sirvieron un vaso de la blanca bebida mexicana, produciendo un gran eructo al terminar, palmeándose el abultado vientre con satisfacción. Luego de pagar medio duro, salió a la calle y tomando del ronzal a su montura, caminó un poco por el camino real, a fin de bajar el almuerzo, dirigiendo sus pasos al Hospital de San Lázaro, para buscar a Fray Michel.

Ya al atardecer llegó al famoso establecimiento, preguntó por el fraile y fue conducido a su presencia por un enfermero. Fray Michel se encontraba en su estudio, trabajando con unas plantas, las que tenía en una cazuela de barro puesta sobre un brasero, a fin de desecarlas para poder pulverizarlas y preparar con ello alguna medicina, en otra mesa trabajaba Fray Tomás, macerando en un mortero alguna otra substancia. Al ver al recién llegado, Fray Michel encargó a su ayudante que cuidara las hojas puestas a secar, para que no se fuesen a quemar, en tanto él atendía al visitante.

_¡Bien venido, Don Sancho!, _saludó sincero al visitante_ me alegra que nos visitéis en esta vuestra casa, ¿en qué puedo serviros?

_Gracias, Fray Michel, pues resulta que hace unas horas he operado a una persona, su estado era muy grave y no tenía otro recurso. Si Dios lo permite, el hombre vivirá, pero como la operación fue difícil, pues el hombre presentaba una importante infección abdominal, es muy frecuente que esas heridas se infecten y recuerdo que usted me habló de cierto remedio para atender tales casos. No sé si vos podéis ir a visitarlo o me podáis vender un poco de la pócima, a fin de ayudar a la recuperación del paciente.

_Con gusto os acompañaré a visitar a vuestro paciente, Don Sancho, pero debo volver pronto, pues necesito hacer ciertas curaciones a unos enfermos recién llegados.

_Por ello no os preocupéis, querido Padre, que os llevaré en un carro de alquiler y antes de que se ponga el sol estaremos de vuelta.

Ya convenidos, Fray Michel tomó un bolso de lona, donde guardo ciertos ungüentos y polvos y encargando el despacho a su ayudante, salió con el Cirujano a curar al enfermo.

Al salir, Don Sancho envió a uno de los enfermeros a buscar un coche de sitio, poco después se acercó a la puerta un carro cubierto, tirado por un flaco caballito, los dos hombre subieron y Don Sancho dio las señas al cochero, quien hizo resonar su látigo para azuzar al caballo quien tomó un alegre trotecillo.

Al llegar a la casa del paciente, fueron recibidos por el Médico Don Antonio, quien fue presentado por Don Sancho.

_Fray Michel, os presento al eminente Médico Don Antonio Garcidueñas. Antonio, este es el reverendo Padre, Fray Michel, Boticario de la Orden de la Cruz, poseedor de importantes secretos para la medicina.

_Es un honor, Fray Michel, que aquí Sancho se ha encargao de haceros buena propaganda, desde luego sin dudar de vuestra sabiduría como boticario.

_Nada, nada, Doctor, _dijo apenado el fraile_ que no soy mas que un humilde fraile boticario. Pero a no tardar, veamos al enfermo, por favor conducidme a él.

Los tres hombres penetraron a la habitación del enfermo. El hombre dormitaba en aparente calma, aliviado ya de los intensos dolores, su semblante había recuperado algo de color. La esposa le limpiaba la frente con paños mojados en agua fría. El cuarto olía a una mezcla de orines, sudor y yerbas.

_Doctor, dijo el fraile_ lo primero que recomiendo es limpieza donde está el enfermo y ventilación de su habitación, para que salgan los malos humores que debilitan al enfermo y retrasan su curación. Por favor, que abran la ventana y cambiadle sábanas a la cama. Vamos a revisarlo.

Al sentir la presencia de los hombres, el enfermo despertó, espantado de mirar junto a él a un religioso.

_¡Santa Madre de Dios!, exclamó sobresaltado_ ¿me traen el Santo Viático por estar muriendo?

_No, hermano, tranquilo, _le habló Fray Michel_ vengo a ayudar, con el favor de Dios, a vuestra sanación. Permitidme mirar vuestra herida.

El hombre se descubrió el vientre y el fraile retiró los sucios lienzos que cubrían la herida, depositándolos con repugnancia en el suelo. Acercó una vela y observó la herida fresca. Los puntos de sutura eran burdos y con seguridad le dejaría una fea cicatriz, pero era mas importante evitar alguna infección, así que extrajo un tarro de la jalea de áloe y colocó una generosa capa sobre la herida.

_Mirad, Doctor Garcidueñas, este ungüento es casi milagroso, ayuda a evitar las infecciones y facilita la desinflamación de los tejidos dañados, aplicadle una buena capa cada día, ponedle un paño limpio y evitad que haga esfuerzos que le puedan abrir la herida y ved, os lo suplico, que haya limpieza donde el enfermo. Le dejo el medicamento y estos polvos, para que se los deis disueltos en agua, una cucharada cada hora, para evitar el dolor en lo posible. Hagamos ahora una oración de gracias a Dios.

Los presentes, incluida la esposa del enfermo y Sancho, aunque de mala gana, se pusieron de rodillas y guiados por el fraile elevaron una plegaria de gracias a Dios, pidiéndole por al sanación del enfermo; al terminar le dio la bendición al enfermo y salió de la habitación, seguido por los galenos.

_Decidme Padre, ¿cuánto os debo por vuestros servicios y la medicina?

_Dinero, nada, Don Antonio, que no trabajo por él, mi obligación es aliviar el dolor de los hombres, con la Gracia de Nuestro Señor Jesucristo, pero os pediré alguna visita a los enfermos cuando sea necesario. ¿Estáis de acuerdo?

_Absolutamente, Fray Michel, Don Sancho os dará mis señas para que enviéis a buscarme y tened por seguro que iré. En verdad sois un hombre de Dios.

_Todos lo somos, hermano, todos lo somos.



El contenido plasmado en este blog es producto de la reflexión de su autor, de sus colaboradores y de los pensadores que en él se citan. Cualquier semejanza con la realidad o alguna ficcón literaria, televisiva, psicótica paranoide o de cualquier otra índole es mera coincidencia

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