Por Sergio A. Amaya S.


El homicidio

Fray Justino y Fray Andrés, son dos religiosos enviados de España a fundar una casa de su Orden en la Capital de la Nueva España, la época es a principios del Siglo XVII. Después de una travesía de poco mas de tres meses, los religiosos desembarcan en la Villa Rica de la Vera Cruz. Las condiciones del clima de la costa, les obligan a permanecer hospedados en la Casa Franciscana de la Villa Rica durante cinco meses, en espera de que pase la temporada de lluvias y tratar de llegar a Xalapa antes de la temporada de los Nortes.

A mediados de Septiembre los Hermanos de la Cruz se pusieron en camino; se habían integrado a un grupo de viajeros, quienes iban escoltados por una Partida de lanceros del Ejército Virreinal, pues eran frecuentes los ataques de indígenas descontentos con la presencia de españoles en sus tierras. El viaje fue penoso, pues el cruzar por esas tierras pestilentes hacía lento el paso de las carretas y las caballerías. Los Hermanos viajaban en sendas mulas, animales resistentes para esos viajes por terrenos difíciles. A finales de Septiembre arribaron a la Villa de Xalapa, dejando atrás las tierras bajas que tantas molestias les habían causado. Fuera de pequeñas escaramuzas, no habían tenido mayores dificultades con las bandas de asaltantes de aquellos lugares.

Los Hermanos llevaban cartas de presentación para el Padre Rector de la Casa Franciscana, donde fueron recibidos con auténticas muestras de cariño, siendo alojados en una pequeña celda, con el mismo austero amueblado que tenían las de los hermanos residentes. En la semana que permanecieron en Xalapa, los monjes pudieron disfrutar del agradable clima de esa región, recordaban con desagrado los calores pestilentes de la costa, que afortunadamente habían quedado atrás. Fray Justino escribió cartas a sus Superiores, informándoles de las condiciones del viaje y de lo que pensaban que podrían tardar para llegar a la Capital de Nueva España. Escribieron también algunas cartas a las autoridades de la Capital y, desde luego, al Señor Arzobispo, Mons. Alonso Fernández de Bonilla, quien ya estaba enterado de su próxima llegada.

Ocho días después reiniciaron su viaje, esta etapa ya la harían a bordo de una carreta de pasajeros, pues el tiempo de lluvias así lo ameritaba, además habría que vencer un paso de montaña muy complicado. El siguiente lugar de descanso sería Acultzingo, en la parte mas alta de la montaña; viaje que les llevó casi doce horas de traquetear en la carreta, que trasmitía a sus ocupantes, las irregularidades del camino de tierra. En Acultzingo se cambiaron caballerías y se arregló la rueda de una carreta, que milagrosamente llegó, luego de tan áspero camino. En ese paraje de montaña, el día se les hacía demasiado corto, pues la niebla levantaba ya entrada la mañana y por la tarde empezaba a bajar por las laderas de los cerros, obscureciendo el paisaje y obligando a los habitantes de la villa a refugiarse en sus casas. Demoraron dos días en las reparaciones y luego siguieron hacia Orizaba, en la parte alta de la montaña. Era solo un caserío grande que cobraba vida cuando llegaban las carretas. Un clima frío y húmedo cubría de niebla el poblado. Fray Justino y Fray Andrés ocupaban las horas haciendo oración y confortando a las almas que se acercaban a ellos.

En Orizaba solamente se quedaron una noche, el clima no era bueno para las personas mayores, pues las molestias reumáticas se les acentuaban por la humedad y el frío del ambiente. Muy De mañana abandonaron el caserío de Orizaba, las tediosas horas de viaje, los religiosos las ocupaban en rezar y admirar la Obra de Dios en esos maravillosos paisajes de montaña. No cabían en sí por la sorpresa que se llevaron al llegar al sitio conocido como Paso de Cortez, situado entre dos altísimos volcanes de imponente imagen, atemorizados por las fumarolas que salían de las entrañas de la tierra a través de la boca del Popocatepetl.

Cuando de lo alto de la montaña divisaron el Valle, asiento de la Capital de Nueva España, miraban asombrados el paisaje, pues las descripciones que habían recibido de personas que habían vuelto a España después de la conquista, se quedaban cortas, ante la magnificencia del panorama que tenían en el horizonte. Ahora entendían mejor la descripción hecha por Bernal Díaz del Castillo, a quien muchos que no conocían América, habían tildado de aventurero y soñador. En ese lugar solamente permanecieron unas horas, en tanto compartían el rancho preparado por los soldados de la escolta. Por la tarde llegaron a un pequeño caserío denominado Ozumba, donde pernoctaron bajo el manto de un cielo estrellado, como no habían visto otro.

Temprano se prepararon para enfrentar el último tramo de su largo camino, aunque no dejaron de admirarse de la belleza de Xochimilco, con su cantidad de canales y su peculiar vegetación, La entrada a México no dejó de asombrarlos, pues lo hicieron por una calzada muy bien trazada, de doce varas de ancho.

Como durante todo el viaje, al llegar a la ciudad, los Hermanos de la Cruz se presentaron en el Convento de San Francisco, en la calle del mismo nombre, donde fueron recibidos con esa alegre cortesía que caracterizaba a los Hermanos Franciscanos, que mucho se alegraban de que hubiera religiosos preocupados por la evangelización de los indios.

Al día siguiente de su llegada se apersonaron en la Casa del Arzobispado para entrevistarse con el Señor Arzobispo Fray García Guerra, a quien hicieron entrega de las cartas extendidas por su Superior y la enviada por el Rey. De inmediato fue satisfecha la necesidad de un terreno amplio ubicado al costado de la Calzada de Tacuba, muy cerca del quemadero, llamado así porque en tal lugar se ejecutaban las sentencias del Santo Oficio. En el sitio existían unas viejas casas que tendrían que ser demolidas. Fray Justino contrató los servicios de un Agrimensor español radicado en Nueva España, quien se encargaría de delimitar y trazar el terreno, en tanto, Fray Justino, auxiliado por los Hermanos Franciscanos, realizaron los planos de lo que sería la Casa de los Hermanos de la Santa Cruz.

El tres de Mayo, día de la Santa Cruz, se colocó la primera piedra de la nueva Casa. La Santa Misa fue celebrada por el Señor Arzobispo, con la presencia del Virrey, Luis de Velasco y Castilla y todos los funcionarios de la Administración, así como representantes de las casas de religiosos y religiosas asentados en la Capital. Fue un suceso memorable, se llevó a cabo una verbena para la plebe, en tanto la gente importante disfrutó de un agradable banquete, servido en lo que sería la huerta del convento. Un año después, la casa fue bendecida solemnemente el 3 de mayo de 1608, recibiendo a sus primeros seis novicios y tres monjes cenobitas.

Lo que los buenos Padres ignoraban era que, entre esos primeros candidatos a recibir las Sagradas Órdenes y monjes consagrados, dedicados a la oración, se estaba colando un enviado del maligno; tiempo tendrían de lamentarse de esa grave situación.

Los primeros doce meses de trabajo, fueron intensos, pues Fray Justino, Fray Andrés y el recién desembarcado Fray Nepomuceno, se entregaron a la organización de la Casa, a la vez que iniciaban la preparación de los novicios, quienes, además del tiempo dedicado al aprendizaje de la Regla y al seguimiento del Oficio Divino, debían colaborar en toda la administración de la Casa, desde la elaboración de los alimentos, hasta la limpieza de toda la Casa.

La primera ordenanza de la Regla, era la obediencia, cosa que alguno de los novicios aceptaba ciegamente; no así uno de ellos, de nombre Don Juan de Sayavedra, entregado por sus padres a la Orden, acompañado de una atractiva dote, para que los monjes intentaran volverlo al buen camino, pues se había entregado a los vicios y a la disipación, alejándose de los sagrados dictados de la Santa Iglesia.

El citado Don Juan, en adelante sería simplemente llamado Juan, pues el tratamiento de “Don” debería quedarse en el mundo, dentro de la Orden, todos eran simplemente Hermanos que servían al Sagrado mandato del Crucificado.

Los meses pasaban y la Casa seguía su vida; nuevos novicios entraban a formar parte de la Orden y dos hombres, naturales de la región, fueron aceptados como Hermanos Legos, por su analfabetismo no podían ser admitidos como Novicios, pero por su dedicación a la oración, fueron aceptados para desempeñar labores de cocina, limpieza y recados fuera de la abadía, dejando en libertad a los Monjes cenobitas y Novicios para dedicarse a la Liturgia de las Horas, la meditación y el estudio. Los Legos fueron bautizados por Fray Justino, con los nombres de Antonio y Alfonso. Ellos hacían los recados al exterior del convento.

Para el mes de marzo de 1609, la Orden de los Hermanos de la Santa Cruz tenía ya doce Novicios, Tres Religiosos y dos Hermanos Legos, lo que representaba una carga de trabajo constante y creciente, pues entre los tres Padres Formadores se repartían la enseñaza de Teología, Filosofía, Latín, Griego, Retórica, etc., además, poner en funcionamiento el Scriptorium para poder tener los ejemplares de los Libros Sagrados copiados de los textos que habían traído de España, para tal responsabilidad llegó, procedente de Roma, donde había tomado los sagrados hábitos, Fray Alfonso, un hombre de menos de cuarenta años, pero con una espléndida preparación, bibliógrafo y calígrafo reconocido, quien gustoso aceptó el cargo ofrecido. No todos los Novicios eran aptos para el servicio como copistas o ilustradores, pero todos participaban en tareas relacionadas, como la preparación de tintas y plumas, la selección y tratamiento de papeles y pergaminos, así como de las pieles de oveja para la fabricación de cubiertas.

Todos, menos uno, el Hermano Juan, ese Novicio rebelde, díscolo y pendenciero que no encajaba en el perfil de los Novicios, pero a quien se había aceptado por la gran influencia y la jugosa dote que Don García de Sayavedra había hecho al incipiente convento. Tiempo tendrían los Padres Formadores de arrepentirse de tal aceptación. Juan había nacido hacía 27 años en el lejano Condado de Sayavedra, en España, fue un niño muy consentido, caprichoso y voluble, reacio a recibir las lecciones de sus mentores. Ya de joven, varias veces se escapó de su casa y luego de varios días de vagar, solo Dios sabe por donde, volvía a su casa, con la seguridad de que sería perdonado, pues bien conocía el gran amor que le profesaban sus padres.

Los domingos por la tarde, los habitantes del Convento de la Cruz, después de la hora de comida, tenían el tiempo libre para realizar sus labores personales, como el lavado de su ropa de cama y personal, responder su correspondencia recibida durante la semana, en fin, distraerse de la forma que mejor les placiese. Algunos jugaban a los bolos, otros mas hacían algún tipo de ejercicio físico; pero había uno que no se mezclaba con sus compañeros: el Hermano Juan, retraído, huraño, siempre encerrado en sus propios pensamientos. Aún sus maestros renegaban de su tozudez para dejarse enseñar. Algunos muchachos se quedaron en la biblioteca, a leer cualquier libro que los alejase durante unas horas de los pesados textos teológicos. En cierto momento, alguien vio pasar a Juan, curiosear entre algunos libros, salir calmadamente, regresar después y sentarse en una mesa alejada y ponerse a hojear un libro. En esa ocasión, Fray David de María, el monje que ocasionalmente hacía las funciones de escribano para el Abad, se había quedado al cuidado de la Biblioteca, pues no era conveniente dejar solos a los novicios.

A la hora de la cena, todos deberían volver a sus posiciones regulares, solamente uno de los novicios no llegó a cenar, El Hermano Luis, joven de 25 años, delgado y menudo. Preferido de sus Maestros por su entrega y participación en todas las tareas encomendadas, reconocido por su compañeros por su entrega a la oración y a las obras de caridad entre todos ellos, siempre dispuesto a repartir los pocos duros que le enviaban de su casa.

_¿Alguno de vosotros ha visto al Hermano Luis?, _preguntó Fray Andrés a sus compañeros_ él es muy puntual y me extraña que no haya llegado.

Los novicios se voltearon a ver unos a otros, nadie comentaba nada, solamente Juan estaba con la vista baja, como siempre, ausente del grupo que le rodeaba.

_Durante un rato jugó bolos con nosotros, _dijo alguno,_ pero cuando nosotros nos fuimos a la biblioteca, él se quedó dibujando algunas flores.

_Es verdad, _dijo otro,_ es posible que no se hubiese dado cuenta del correr del tiempo y aún esté dibujando en la huerta.

_¡Hermano Antonio!, _ordenó Fray Justino_ corred a la huerta y decidle a ese muchacho que lo estamos esperando para hacer la oración, pero no tardad,…. ¡andad!....¡andad!

Poco después volvía el Hermano Antonio, agitado por la carrera y demudado el rostro, casi a punto de derramar las lágrimas.

_¡Pero, qué os pasa, hombre de Dios!, _preguntó alarmado el Abad_ al mirar el estado de turbación del Hermano Lego. ¡Hablad, hermano, decidme, ¿qué sucede?

Controlando su emoción y recuperando el aire que le faltaba, el Lego Antonio habló:

_Padre Justino….. el niño Luis…. ¡está muerto!

_¡Pero qué decís, desgraciado!, ¿que Luis está muerto?

_Así es, amado Padre, _dijo de rodillas el Lego, abrazado a las rodillas del Abad, sin poder contener mas el llanto.

_¡Donde está!, llevadnos presto, Antonio, _saliendo de inmediato al corredor, en tanto hacía señas a Fray Andrés para que lo siguiese. Los demás, permaneced aquí, ordenó.

Al llegar los tres hombres a la huerta, vieron horrorizados que el Hermano Luis se encontraba colgado de la rama de un árbol, las hojas con sus dibujos se encontraban dispersas en los alrededores, movidas por la brisa de la tarde. Los religiosos cayeron de rodillas, persignándose. Una vez repuestos del sobresalto, los monjes despidieron al Lego Antonio y se quedaron a solas, observando la escena y pidiendo a Dios por el descanso de esa alma, que había cometido el enorme pecado de quitarse la vida.

En tanto Fray Justino rezaba, Fray Andrés se puso a observar el cuerpo. Con todo y ser un hombre menudo de estatura, Luis tenía las piernas ligeramente encorvadas, es decir, estaba tocando el suelo. Luego miró la rama donde estaba sujeta una cuerda, la rama presentaba una raspadura, como si la cuerda hubiese sido deslizada sobre el tronco. Las plantas circundantes del árbol se veían maltratadas, no solamente por los posibles pasos del suicida, algo le decía al monje que alguien mas había estado en ese lugar.

_Fray, Andrés, _habló el Abad_ enviad a Alfonso en busca del Alguacil Mayor y que nadie entre a la huerta, hacedme esa caridad.

_Presto voy a cumplir vuestros deseos, Padre, pero vos no permanezcáis aquí, que ya empieza a serenar y no es bueno para vuestra salud.

Asintiendo a tan prudente consejo, se dejó conducir por su amigo y juntos volvieron al refectorio, donde todos esperaban ansiosos las noticias. Fray Nepomuceno y Fray Alfonso mantenían el orden entre los novicios, impidiendo que la cháchara cundiera en el grupo.

Los Hermanos Legos, en tanto, se ocupaban de mantener calientes los alimentos, comentando en voz baja los funestos acontecimientos.

En esos momentos entraron los dos frailes, Fray Justino se dirigió a la mesa de los Maestros y Fray Andrés se fue a la cocina, a cumplir con las órdenes del Abad. Dio sus instrucciones a Alfonso y este salió de inmediato a cumplir con su cometido.

Fray Justino hizo la oración de gracias por los alimentos y mentalmente pidió por el descanso del alma del hermano Luis. El Lector dio principio a su lectura y la merienda se desarrolló en un clima de tristeza y estupor. Al término de la cena, todos fueron conducidos a la Capilla, bajo el cuidado de Fray Nepomuceno y Fray Alfonso. Los dos frailes mayores se quedaron a esperar la llegada de la Autoridad.

Cuando llegó el Alguacil Mayor, acompañado de un grupo de lanceros, fueron recibidos por el Abad.

_Reverendo Padre, _dijo el Funcionario, hincando una rodilla y besando la mano del anciano_ he venido en cuanto me ha sido posible, decidme, qué es lo que pasa, me alarma vuestro llamado.

_Acompañadme, señor Alguacil, pero solamente vos, que vuestros hombres esperen vuestro llamado, os lo suplico.

Atendiendo la petición del religioso, el Alguacil dio sus instrucciones y sus hombres permanecieron en el patio, atentos a la llamada de su superior.

Precedido por los dos religiosos, el Alguacil pasó a la huerta, Fray Andrés se adelantó en busca de un hachón para iluminar la escena.

_¡Ave María Purísima!, _dijo el Alguacil persignándose y quitándose el sombrero_ pero ¿Cómo es posible? Este muchacho….., tan joven…., ¿qué lo pudo haber orillado a suicidarse?

_No lo sabemos, señor Miranda, pero no quisiéramos que esto trascendiera al populacho, sería muy perjudicial para el convento, que apenas va para tres años de su fundación. Decidme vos que procede, nosotros lo sepultaremos en esta misma huerta y avisaremos al Señor Arzobispo para que nos dé su dispensa, pero no queremos contravenir el orden civil.

-Entiendo, entiendo, reverendo Padre, no os preocupéis, este es un asunto de suicidio y como tal no hay causa qué seguir. Lo informaré a la Justicia Mayor y ustedes podéis levantar el cuerpo del pobre muchacho y darle cristiana sepultura. En tanto esto decía, Fray Andrés movía la cabeza, pero no dijo nada. Ya habría tiempo de platicar con el Abad y comentar lo visto.



El contenido plasmado en este blog es producto de la reflexión de su autor, de sus colaboradores y de los pensadores que en él se citan. Cualquier semejanza con la realidad o alguna ficcón literaria, televisiva, psicótica paranoide o de cualquier otra índole es mera coincidencia

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