Por Sergio A. Amaya S.

La ciudad amaneció muy animada, ese día se celebraba el cumpleaños de Su Alteza la Virreina y era costumbre que se realizaran grandes fiestas para todo el pueblo, la principal atracción era la corrida de toros, que se realizaba en un ruedo levantado en la Plaza del Volador. Durante varios días, una gran cantidad de trabajadores se habían afanado, de sol a sol, para tener habilitado el ruedo, las graderías para los invitados especiales de los Señores Virreyes, así como la pasarela que le levantaba desde los aposentos de la festejada, hasta el palco de honor construido en la plaza.

Los toros eran unos imponentes miuras de la ganadería de Atenco, lidiados por un valiente torero español recién llegado a Nueva España, apodado “El gitanillo”. Desde hora temprana las campanas de los templos repicaban alegres, llamando a toda la población a tan fausta celebración. El Parián, popular mercado de mercancía venida de oriente abordo de la Nao de China, bullía de intensa actividad; los tradicionales cajones de los filipinos avecindados en México y que la gente generalizaba como “chinos”, iban de un lado a otro a fin de satisfacer los pedidos de las señoras, quienes querían estrenar los mejores vestidos para la gran fiesta.

Los Hermanos de la Cruz llegaron a primera hora a la Catedral, pues a las diez de la mañana daría comienzo la Santa Misa y el Te Deum como acción de gracias por el cumpleaños de su Graciosa Majestad, la Virreina; iba a ser cantado por el Arzobispo Guerra, y concelebrado por el Obispo de Puebla, Alonso de la Mota y Escobar y el Dean de Catedral. Ya estaban presentes los grandes, dignatarios y funcionarios públicos; las Cofradías y las Órdenes Religiosas representadas en México. Los Padres Dominicos estaban en las primeras filas, como fieles guardianes de las formas y ritos. El Alguacil Mayor y su familia, todos cómodamente sentados. En la parte trasera, sin bancas, sentados en el suelo de cualquier manera, la plebe, todo el pueblo simple y ramplón, con sus chiquillos colgando en las espaldas, pero todos deseosos de participar en las fiestas.

En punto de las diez de la mañana hicieron su entrada en Procesión solemne los oficiantes, precedidos por el Turiferario, quien balanceaba un rico incensario de plata y detrás de él, el portador de la Cruz, flanqueado por los portadores de los ciriales. Un Diácono, ricamente vestido, llevaba en alto el Santo Evangeliario y detrás de él el Dean de Catedral y cerrando la procesión, el Obispo de Puebla y el Arzobispo de México, este último con un rico báculo de plata repujada e incrustaciones de oro. Sus mitras, obra artesanal de las Hermanas de la Caridad, con ricos bordados de hilos de oro y plata y sus Cruces pectorales y anillos episcopales, de metales preciosos y rica joyería. Todo dispuesto para la llegada de los Señores Virreyes, quienes hicieron su entrada minutos después de los oficiantes, entre muestras de entusiasmo de los asistentes, quienes se empujaban para hacerse ver por el feliz matrimonio.

Después de la Celebración Eucarística y el Te Deum, los monjes de la Cruz se retiraron a la abadía a continuar con sus obligaciones, solamente Fray Justino permaneció en la Catedral, representando a su orden. Fray Andrés y Fray Michel ya habían hablado con los novicios y estaban enterados de que el boticario necesitaba ayudantes, por lo que los iría entrevistando uno a uno, a fin de conocer sus preferencias y capacidades, pues el estudio de la farmacopea requería de ciertas características especiales. Fray Michel había estado leyendo la lista con los nombres de los novicios y, por indicaciones de Fray Andrés, los iba conociendo físicamente. Alguno de los novicios ya estaban colaborando en diferentes actividades, no obstante, debía entrevistarlos a todos. Una vez mas releyó la lista de novicios y llamó al primero de la lista, las entrevistas serían en la propia botica, para dar mayor credibilidad a la justificación: Antonio de Maria, novicio y ayudante de fray Alfonso en el scriptorium, buen ilustrador.

_Hermano Antonio, _empezó Michel_ sé que sois ayudante de Fray Alfonso y, además, un buen ilustrador, os felicito por ello, aunque también me doy cuenta de que me hace falta alguien con vuestra disposición y habilidad para ilustrar nuestros tratados de herbolaria, por ello os he convocado, al igual que a vuestros hermanos novicios. Primero quisiera conoceros un poco mas, saber de donde vienes y qué preparación habéis tenido antes de llegar a la abadía. Te voy a pedir, Antonio, que escribáis en una hoja una breve reseña de vuestra vida, desde vuestra niñez, hasta el momento de llegar a esta santa casa, por favor, no omitáis nada, por superfluo que os parezca; todo es importante para conocer a la persona. En tanto escribís, yo estaré leyendo mi devocionario, por si tenéis algo que preguntar, hacedlo con confianza. Adelante, por favor.

HISTORIA DE ANTONIO DE MARÍA:

«Nací en España, en Valladolid, hijo de un artista de la corte, Don Manuel Aldabas, conocido como “Aldabilla”, sus cuadros eran solicitados por los grandes personajes de la corte. Mi madre era hija de un ganadero Vasco, Don Sancho del Barrial. Desde pequeño me gustó el dibujo y mi padre me enseñó el uso de los colores, Las primeras letras las aprendí de un Preceptor que contrató mi padre. Era un hombre exigente y sabía usar muy bien la vara, por lo que me cuidaba de no desobedecerlo y aplicarme en su clase. Me enseñó aritmética y geometría, retórica y lógica durante cinco años. De su mano aprendí a conocer las plantas que crecían en los alrededores de nuestra casa y un poco de astronomía. Los sábados asistía a una escuela parroquial y un anciano sacerdote, el Padre Venancio, nos enseñaba la Historia Sagrada, con él recibí los conocimientos para hacer mi comunión, que se llevó a cabo cuando cumplí doce años. Mis mejores recuerdos los tengo de mi padre, cuando le ayudaba a preparar los colores, ello me llenaba de entusiasmo y, aún cuando mi padre era bastante exigente, era un hombre bueno y cariñoso. Yo soy el mayor de siete hijos, aunque solamente sobrevivimos tres: Sofía, prometida en matrimonio al hijo del Ayuda de Cámara del Rey y mi hermano menor, Garciadiego, quien se ha embarcado como grumete en un barco de la Flota Española. Cuando estuve acompañando a mi padre como ayudante en su estudio, conocí a una joven de la que pensé estar enamorado, la buscaba con la mirada y recibir una sonrisa de ella, era suficiente para hacerme feliz, hasta un día en que la vi abrazada al hijo del pastelero real, entonces me di cuenta que solamente era el deslumbramiento por una cara bonita, no amor verdadero. Mientras tanto, la guía del Padre Venancio me fue descubriendo mi vocación. Al cumplir los doce años, fui enviado por mis padres a Salamanca, a casa de un tío, hermano de mi madre y fui matriculado en la Universidad, donde pasé cinco años, hasta que me decidí a buscar mi inclusión en alguna orden religiosa. Debido a que mis padres conocieron a Fray Justino y sabiendo que estaba abriendo casa en Nueva España, me enviaron en su busca y así llegué a esta santa abadía»

En tanto el joven escribía, Fray Michel lo observaba de distintos ángulos, pues simulaba leer el devocionario, en tanto caminaba en el recinto. El muchacho escribía con soltura y elegancia, con una buena caligrafía, de su morral había sacado varias plumas de escribir y un afilado cortaplumas, con el que mantenía el filo de las plumas. De la cintura le colgaba un tintero de bronce, conteniendo tinta de su propia fabricación, conocimiento legado por su padre. Después de leer lo escrito, Fray Michel hizo algunas preguntas al joven novicio:

_Antonio, decidme, ¿tenéis amigos entre vuestros hermanos novicios?

_Oh, sí, Fray Michel, aunque soy de pocas palabras, he congeniado bien con mis compañeros, aunque algunos son de carácter un tanto gruñón, yo me adapto a ello y trato de respetarles su forma de ser.

_Me alegra, escucharlo, Antonio. ¿Te gustaría ilustrar plantas para el tratado de herbolaria?

_Todo lo que sea dibujo y pintura, me gusta, Fray Michel, pero no quisiera distraerme mucho de mi objetivo principal, que es ordenarme Sacerdote, a fin de darle esa satisfacción a mis padres; después de ello, sí, claro que me gustaría, si para entonces aún son útiles mis servicios.

_Gracias, por vuestra franqueza, hermano Antonio, Nuestro Señor Jesucristo os llevará por el camino que a Él mas le sirváis y os felicito por vuestra firme vocación.

Definitivamente, pensó, Michel, Antonio no tenía las características de un asesino, era un buen novicio y no mostraba ningún rastro de maldad o descontento hacia sus compañeros.

El novicio salió y Fray Michel revisó su lista: Seguía Nicolás, mestizo, hijo de un hacendado español y una india de la tierra, empleada en una de sus fincas, Don Buenaventura, su padre, hombre despótico y arbitrario, en cuanto supo de la apertura de la Casa de la Cruz, hizo un donativo y su hijo bastardo fue admitido, pues no tenía intención de andar por el mundo justificando a ese muchacho, de color moreno y pelo negro y rebelde, Ojos vivaces, pero con un cierto brillo de rebeldía. Fray Michel le hizo las mismas observaciones que a Antonio y lo puso a escribir:

HISTORIA DE NICOLÁS:
«Nicolás nació en una hacienda de los alrededores de Texcoco, haciendo uso de su derecho de pernada, el hacendado, Don Buenaventura, había tomado a Jacinta, hija de un jornalero y le había engendrado un hijo: Nicolás, de hecho sabía que tenía varios hermanos en las cercanías de la finca, aunque nunca pudo conocer a ninguno. Cuando tuvo edad suficiente, fue separado de su madre y enviado a un orfanato, dirigido por un Jesuita, el Padre Ambrosio, quien le enseñó las primeras letras, algo de aritmética y el catecismo; Nicolás, zurdo de nacimiento, era golpeado por el Padre Ambrosio cuando le sorprendía escribiendo o haciendo algo con la mano izquierda; en ocasiones se la amarraba durante días enteros y a la menor muestra de rebeldía, era apaleado por el jesuita y en varias ocasiones recluido en una celda, a pan y agua, a fin de que encontrara la verdadera humildad. El religioso, en un afán de maldad, le hacía ver su bastardía y la carencia de valor personal que tal condición le daba. Diez años vivió Nicolás en esas condiciones, cuando se abrió la Casa de la Cruz, el Padre Ambrosio habló con don Buenaventura y le convenció de que lo enviara a la abadía, pues él ya no lo podía tener en el orfanato. Una dote pequeña y una recomendación mayor, fueron suficientes para que fuese aceptado. La bondad del Fray Justino y Fray Andrés, le suavizaron el carácter y demostró habilidad para el trabajo de jardinería, por lo que fue enviado como ayudante de Fray Serafín, el hermano jardinero, hombre de edad avanzada, con quien el novicio hizo buena mancuerna, pues ambos le tenían especial cariño a las plantas»

Cuando terminó de escribir, Fray Michel ya había hecho un análisis de su personalidad. Su escritura era torpe e irregular, descuidada, con algunos manchones. Sus plumas tenían puntas gastadas, lo que no le permitía hacer rasgos finos. Se notaba que su mano natural no era la diestra.

_Nicolás, sé que eres un buen ayudante de jardinero y eso me alegra, pues podré verte con frecuencia y, tal vez, si muestras algún interés, podrías convertirte en ayudante de botica. Cuéntame, ¿cómo es tu relación con vuestros hermanos novicios?

_Con algunos buena, Fray Michel, pero otros se burlan de mi y a mis espaldas me llaman “bastardo”, lo que me enoja bastante. Fray Serafín me aconseja calma y aprender a perdonar. Yo lo intento, pero tal vez algún día no me pueda contener. Dios me perdone.

_Calma, Nicolás, hacedle caso a Fray Serafín y Nuestro Señor os lo recompensará. Ve con Dios, hijo.

El novicio salió y Michel se quedó pensando. Este muchacho podría tener motivos para, en un arranque de enojo, volverse violento y, además, es zurdo natural. Puso una marca roja sobre el nombre de Nicolás. Por esa mañana era suficiente, cerró el gabinete y se dirigió al refectorio.

Después de la comida, Fray Michel se recluyó en su gabinete, pues tenía pendiente ciertos estudios acerca de un fruto nativo de estas tierras, el tejocote, un frutito curioso muy abundante en invierno, parecen pequeñas manzanas de color anaranjado o amarillo y que, según los curanderos locales, es de mucha utilidad para curar ciertos males. Antonio y Alfonso le habían conseguido una buena provisión de ellos, comprados en el mercado de Tlaltelolco. Aconsejado por los hermanos Legos, le habían cocido un poco del fruto hasta dejarlos suaves, con un jugo ligeramente espeso y de agradable sabor; lo mezcló con miel de abeja y lo estaba dando a sus pacientes que presentaban tos, provocada por los fríos de la temporada y la humedad propia de la Abadía; hasta donde tenía visto, estaba dando buenos resultados, lo que lo alentaba a seguir buscando beneficios de los originales frutos. Tan entusiasmado estaba, que ya tenía planeado poner unas semillas en almácigos para posteriormente plantarlos en la huerta, con la esperanza de poder tener algunos árboles de este fruto.

Con la paciencia y minuciosidad que le eran características, Fray Michel elaboró algunos dibujos del fruto y algunas hojas que iban adheridas, haciendo una detallada descripción de su apariencia, ya iría conociendo mas de sus bondades en la herbolaria, por lo pronto se puso a desecar algunos frutos, habiendo extraído previamente las semillas; una vez bien deshidratados, los molió en un mortero, obteniendo un polvo ligeramente amarillento, de sabor ácido y astringente en la boca. Al estar cortando los frutos, resbaló la navaja, produciendo un pequeño corte en uno de los dedos de Michel, sangrando profusamente, cuando tuvo el polvo y al sentir en la boca esa sensación de sequedad, decidió aplicarse un poco, viendo con sorpresa que se detenía el poco sangrado que aún tenía, por lo que se aplicó un poco mas y se hizo un ligero vendaje, a fin de constatar que efecto podría tener en la cicatrización. Después de esta fructífera jornada de estudio y experimentación, Fray Michel se dirigió a la Capilla, a reunirse con sus Hermanos para el Servicio de Vísperas.

En la Capilla ya se encontraban reunidos todos, Fray Justino presidía el Servicio, encabezando una columna de monjes y novicios, la segunda fila era encabezada por Fray Andrés; Fray Michel se hincó al final de esta segunda columna cuando estaba iniciando, Fray Justino inició:

_Dios mío, venid en mi auxilio..

La fila encabezada por Fray Andrés, respondió:

_Señor, daos prisa en socorrerme. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.

El servicio continuó en esa alternancia que le daba una profundidad de participación general

Habló nuevamente Fray Justino:

_Libra mis ojos de la muerte; dadles la luz, que es su destino.

A lo que nosotros respondimos:

_Yo, como el ciego del camino, pido un milagro para verte.

Cuando terminó el Servicio, todos se dirigieron al refectorio, Fray Justino y sus dos cercanos colaboradores caminaban detrás, intercambiando comentarios del día.

_¿Qué habéis investigado?, _preguntó Fray Justino.

_Es pronto aún, querido Padre, entrevisté a dos novicios, pero aún no puedo sacar conclusiones, por la tarde me he ocupado en la botica, pues sigo experimentando con el tejocote, que como remedio contra la tos, parece que está dando buenos resultados, tal como nos informaron los curanderos.

_Pues esa es una buena noticia, -intervino Fray Andrés_ pues parece que el invierno será frío y muy húmedo, por lo que deberéis tener suficientes remedios.

_Así es, hermano, me estoy previniendo para ello.

Los religiosos entraron al refectorio y todos se pusieron de pie, Fray Justino ocupó su lugar e impartió la bendición, para dar inicio a la Lectura y a la cena.



El contenido plasmado en este blog es producto de la reflexión de su autor, de sus colaboradores y de los pensadores que en él se citan. Cualquier semejanza con la realidad o alguna ficcón literaria, televisiva, psicótica paranoide o de cualquier otra índole es mera coincidencia

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