Por Sergio A. Amaya S.

Esa mañana las campanas de la Abadía tocaban a difuntos, con ese llamado triste y melancólico, que hace detener el pulso de los habitantes de los alrededores. El día amaneció nublado, como acompañando a los religiosos en su pena; una leve lluviecilla caía pertinaz y un viento frío recorría los corredores del convento.

De la Capilla fueron saliendo los entristecidos monjes, un Crucifijo encabezaba el cortejo, luego el ataúd con el cuerpo de Antonio, escoltado por cuatro novicios portando gruesos cirios encendidos, detrás del ataúd, el Abad, los Padres Formadores y los novicios, todos cantaban:


Requiem aeternam dona eis Domine,
et lux perpetua luceat eis.
Te decet hymnus Deus in Sion,
et tibi reddetur votum in Jerusalem;
exaudi orationem meam,
ad te omni caro veniet.


(Dales Señor el descanso eterno
y la Luz perpetua brille para ellos.
Para Ti, oh Dios se canta un himno en Sion
y para Ti entregan ofrendas en Jerusalén;
escucha mi oración,
a ti vendrá todo lo que está vivo.)

La procesión recorrió los pasillos de la Abadía con rumbo a lo mas profundo de la huerta. Siguiendo las indicaciones del Señor Arzobispo, Luis de Salanueva no podía ser sepultado en suelo consagrado, por lo que sería depositado en una tumba excavada al fondo de la huerta, cerca de un ahuehuete que lo cubriría con su sombra, aunque Fray Justino sabía que una vez aclarado el homicidio, se podría hacer justicia al joven novicio, trasladando sus restos mortales al interior de la Capilla y sería el primer difunto sepultado en ella. Pero eso sería mas adelante.

Por la tarde de ese mismo día Fray Michel continuó con las entrevistas a los novicios, siendo llamado Juan de Sayavedra, de quien Fray Michel ya tenía conocimiento de que era un novicio rebelde, causante de problemas. No obstante, el religioso no quería formarse juicios a base de los comentarios escuchados, por lo que no hizo caso a ellos y se concentró en hacer una entrevista honesta, igual que al resto de los novicios.

_Que tal Juan, ya sabéis por qué os estamos entrevistando, por principio de cuentas, deseo que mi digáis que opinión tenéis de la herbolaria.

_El joven novicio se revolvió nervioso en su asiento, pues sabía bien que el nuevo fraile era el encargado de la Botica.

_Reverendo padre, no quisiera ofenderos con mi respuesta, pero el caso es que a mi las yerbas me traen sin cuidado, detesto hasta tirarme sobre ella.

_Bueno, no os preocupéis Juan, pero decidme, qué cosa te gusta hacer que sirva para colaborar con tus Maestros?

_Perdonadme, Padre, pero detesto a la gente, no tolero a mis compañeros y solo deseo poder salir de este encierro.

_Caramba, Juan, pues tenéis un grave problema, pues si vuestro padre os envió aquí, solamente él podrá rescataros. Os voy a pedir de favor, que escribáis en una hoja una historia de vuestra vida, podéis omitir ciertas cuestiones, pero deberéis tratar de ser sincero en todo lo que recordéis desde tu nacimiento, hasta tu llegada a esta casa.

Lo primero que notó Fray Michel, fue que instintivamente Juan tomó la pluma con la mano izquierda, no alcanzó a escribir nada, pues se dio cuenta que Fray Michel lo observaba; de inmediato cambio la pluma a la mano derecha y procedió a afilarla con un cortaplumas que portaba en un atadillo, en la cintura. Su escritura era torpe y descuidada y bien se veía que no estaba nada cómodo escribiendo a la diestra. Era algo instintivo, los años vividos, aunque pocos, le habían mostrado la crueldad de algunos adultos en contra de quien tenía la desgracia de tener mayor habilidad con la mano izquierda, aunque en privado, cuando se encontraba completamente solo, le gustaba usar su mano natural; él consideraba eso como una rebeldía contra todos aquellos que se empeñaban en oponerse a su naturaleza.

Historia de Juan
Juan de Sayavedra, hijo de los Condes de Sayavedra, español de pura cepa, venido a Nueva España por órdenes de su padre, con el fin de alejarlo de unas compañías que le estaban resultando funestas, pues el muchacho había abandonado sus estudios y los padres no salían de una preocupación, cuando los sumía en otra congoja.

El Conde, hombre de grandes influencias en la Corte, no tuvo mayor problema en lograr una recomendación del Rey para la Orden de los Hermanos de la Cruz, que recién habían abierto su casa en la Nueva España, qué mejor lugar que ese para alejar al muchacho de las malas compañias, disciplinarlo y encaminarlo al estudio. Muy claro tenía el padre que no había vocación en su hijo, pero ya habría manera de que enmedara el camino, antes de profesar.

Y ahí estaba ahora, intentando escribir lo pedido por Fray Michel, ese odioso monje, que andaba metiendo la nariz en todas partes. Qué podría escribir de sus estúpidos compañeros, si todos eran unas despreciables personillas?

Fray Michel lo observaba, dándole vueltas a la tiza, rayando sin sentido, como desconcentrado de la tarea encomendada, el muchacho tenía el ceño fruncido, la mirada perdida en la nada, hasta que, cansado de esperar, el monje le habló:

_Qué te ocurre, Juan, te noto tenso, inquieto. No te decides a escribir nada y me es indisspensable conocerte, para saber si pudieses ser un candidato para ocuparte como mi ayudante.

_No lo creo, Fray Michel, pues a mi las plantas y yerbas no me interesan, se me hacen odiosas y me dan urticaria.

_Vaya pues, es un gran impedimento para ocuparte en la botica. Me intriga un poco tu carácter, Juan, pues siempre te veo solo, no juegas con tus compañeros y siempre buscas el rincón mas alejado para sentarte. Es que no te gusta la compañia de los muchachos?

_No los soporto, Padre, son un conjunto de chicos estúpidos, que cuando tienen tiempo para jugar, prefieren dedicarlo a un aburrido libro o unas mas aburridas oraciones.

_Me intrigas, Juan, por qué razón estás en la abadía?

_Desde luego no por gusto, Padre, sino que mi padre me envió, a fin de no ocuparse mas de mi. Mi padre me odia. Yo también lo odio por lo que me hizo.

_Pero, de todos tus compañeros, no hay alguno que te agrade?

_No Padre, le digo que son un hato de asnos. Yo creo que me iré de la abadía en cuanto pueda hacerlo.

_Observé, Juan, que cuando ibas a empezar a escribir, tomaste la tiza con la mano izquierda, pero luego te arrepentiste, por qué?

_Usted sabe bien, Fray Michel, que cuando nos sorprenden usando la mano izquierda, nos golpean y nos la amarran a la espalda. Yo no qiero que me vuelva a suceder eso.

_Buno Juan, habemos quienes no compartimos esas ideas, yo estoy convencido de que esa es voluntad de Dios, quien a unos nos hizo blancos, a otros negros o cobrizos; así pues, a unos nos capacitó para usar la mano diestra y a otros la siniestra, por lo tanto, yo no reprendo a los zurdos.

_Pues eso me alegra, Padre, pero solamente usted piensa así, los otros Padres piensan que somos guiados por el demonio, por eso nos obligan a usar la derecha.

_Muy bien, Juan, vamos a dejar esta plática entre nosotros dos, te parece bien? Vete a descansar y procura llevarte bien con tus compañeros, son buenas personas, procura conocerlos mejor. Ve con Dios, muchacho.

El Novicio salió del salón y Michel se quedó pensativo, realmente era un fuerte candidato a ser el culpable, pero aún no entrevistaba a la mayoría, pero había que estar muy pendientes de este muchacho. Hizo sus anotaciones en su inseparable libreta, sin escribir sus apreciaciones, pues no era conveniente que, accidentalmente, alguien pudiese leerlas.

Cuando estaba por dirigirse a su estudio, llegó uno de los hermanos Legos a llevarle una nota de Don Sancho, el cirujano-barbero, que le había hecho llegar por medio de uno de sus sirvientes, Michel de inmediato imaginó de qué se trataba y corrió a su estudio por su atadillo de pócimas e instrumentos de trabajo. Corrió en busca de Fray Justino, a quien encontró en su celda, entregado a la oración. Se disculpó por la interrupción y le informó que lo llamaban para atender a una persona a quien iban a operar y le requerían sus remedios para dormir al enfermo. Fray Justino no tuvo inconveniente en permitir al monje salir de la abadía, dándole la bendición y recomendándole prudencia en la calle.

El sirviente de Sancho lo condujo a unas casas viejas por el rumbo de la Aduana de pulques, el barrio era sórdido y maloliente, llegaron a una casa de adobe con techo de tejamanil. El sirviente llamó con insistencia y a poco abrió una mujer de mal aspecto, sin decir palabra miró a los recién llegados y les franqueó el paso, como estando a la espera de ellos. Fray Michel fue conducido por la vieja al interior de la casa. Las ventanas cerradas dejaban en penumbra el interior, procuró acostumbrar la vista a la obscuridad y distinguió la voluminosa figura de Sancho, el Cirujano-barbero, a quien saludó.

_Buenas tardes le de Dios, Don Sancho.

_Buenas tardes, hermano Michel, gracias por venir tan rápido, pues la urgencia es grande, pues a este buen hombre, en una riña de ebrios le han producido una herida grande en el vientre y una mas por la espalda, yo lo tengo que abrir, pero el dolor lo hará morir antes de que pueda llegar a la herida interna. De casualidad habéis traido vuestros maravillosos remedios?

_A fe cierta que sí, Don Sancho, pues nunca salgo sin ellos y menos aún cuando vos me llamáis, pero veamos al enfermo, que el tiempo apremia.

Don Sancho recorrió una sucia cortina y descubrió a un hombre tirado en un jergón, con unos trapos manchados de sangre. Michel extrajo de su maleta una pequeña botella con vino y un fasco con el polvo de coca, mezcló una porción del polvo blanco en el rojo vino y lo agitó; cuando lo vio disuelto, se acercó al enfermo y se lo dio a beber.

_Beba, buen hombre, esto lo hará dormir y cuando despierte, con la gracia de Dios, estará usted fuera de peligro.

El hombre bebió casi en la inconsciencia, la pérdida de sangre lo acercaba a la muerte, ante la mirada impasible del Cirujano, quien se había colocado el mugriento delantal de cuero que siempre llevaba consigo. Extrajo de su atado sus herramientas de trabajo. Michel miró los instrumentos con desconfianza, pues algunos mostraban manchas de sangre reseca.

_Perdonad, Don Sancho, permitidme recomendaros que os lavéis las manos y de paso laves vuestros instrumentos, en tanto yo dispondré algo para que podáis operar con comodidad.

Renegando, Sancho salió al patio, en busca de la fuente de agua donde lavarse las manos. Michel, mientras tanto, pidió una mesa donde acostar al paciente, pidió una sábana limpia y que abrieran las ventanas para ventilar el cuarto. Cuando penetró la luz, el monje se dio cuenta de que el hombre tendría unos cincuenta años; al retirar los trapos que ocultaban la herida, apreció que tenía una cortada como de veinte centímetros a la altura del hombligo por donde se podía ver parte del intestino, de una coloración grisácea sanguinolenta. Con unas tijeras procedió a cortarle la camisa para poder ver la herida de la espalda, era una cortada de unos cinco centímetros abajo del homóplato izquierdo, la sangre que manaba de la herida era obscura y pastosa. Cuando volvió Sancho, ya el herido estaba sumido en un sueño inducido por la coca, por lo que Sancho procedió de inmediato a revisar el daño causado por la herida. Introdujo cuatro dedos y extrajo parte del intestino, lo mas cercano a la herida, comprobando que no habían sufrido daño alguno, por lo que procedió a acomodar el intestino y a suturar la herida en el peritoneo, luego se ocupó de cerrar las capas de piel; finalizada esta etapa y viendo que el paciente respiraba con normalidad y no emitía ningún signo de molestia, con cuidado lo colocaron de lado y amplió la cortada que le habían hecho en la espalda, la hoja del puñal penetró lo suficiente para perforar el pulmón, pero el Cirujano no tenía elementos para intervenir en esa parte del organismo, miró con angustia a Michel para tratar de interpretar su silencio.

_Creo que no podré hacer mas, Fray Michel, el hombre está por entregar su alma al Creador, yo me siento impotente para tratar de ayudarlo, el pulmón está colapsado y no puedo operarlo por la espalda. Será mejor que le administréis los últimos auxilios espirituales

_Me alarmáis, Don Sancho, no podéis dejar que este hombre muera, decidme, ¿qué otra cosa podemos hacer?

_Rezar, querido Padre, es lo que podéis hacer, encomendad su alma a Dios.

Con tristeza, Fray Michel extrajo de su maletín sus objetos rituales, se colocó una estola bendita sobre los hombros, un frasco con el Óleo de los Enfermos y una hostia consagrada. Rezó devotamente y ungió al enfermo de acuerdo a los cánones establecidos y colocó el cuerpo bendito de Cristo en la boca del enfermo, quien pareció recobrar la conciencia, luego continuó durmiendo con placidez.

En tanto el fraile realizaba el rito, Don Sanchó suturó lo mejor que pudo la herida de la espalda. Luego volvieron al herido a la posición inicial. Sancho levantó su instrumental, se quitó el mandil de cuero y salió de la habitación, donde aguardaba la esposa del herido y un hermano del hombre.

_Hice lo que pude, _dijo a los familiares como disculpándose_ solamente queda rezar por su salvación, el sacerdote se encuentra dándole los auxilios espirituales.

Mientras tanto, Michel, de rodillas, oraba intensamente, pidiendo por la vida de este hermano. Pasaron los minutos, pasó una hora y el fraile seguía de rodillas, haciendo correr entre sus dedos las cuentas de un rosario, las oraciones y jaculatorias se sucedían una tras otra y el herido continuaba durmiendo, con esa placidez que duermen los inocentes. Así lo hallaron las primeras luces del alba. Un pálido sol penetró a través de los sucios cristales de la ventana, dejando a la vista la sordidez y miseria del entorno. El hombre se removió sobre la mesa y entonces reaccionó Michel.

_Tranquilo, hermano, estáis delicado. Decidme, ¿cómo os sentís?

_Como se puede sentir alguien a quien un desgraciado le ha dado de puñetes, pero decidme, ¿quien sois?

_Soy Fray Michel, monje boticario de la Orden de los Hermanos de la Cruz y vine a solicitud del Cirujano a daros una pócima para que pudiese operaros sin dolor. De hecho habéis dormido unas doce o catorce horas; yo os he aplicado una pomada cicatrizante que preparamos en la abadía y vuestras heridas tienen mejor aspecto.

_¡En esa plática estaban cuando entró Don Sancho a enterarse de la salud de su paciente.

_¡Pero qué os parece!, _exclamó asombrado_ realmente vuestras oraciones son medicina milagrosa, Fray Michel, pues este buen hombre tenía un pie puesto en el sepulcro y vuestros ruegos han sido escuchados.

_Así es, Don Sancho, el buen Dios es misericordioso y sus designios un misterio, pero es verdad, estuve rezando durante toda la noche y mirad, vuestro paciente está mejor que un crío.

_Pero, ¿es verdad lo que dice este hombre, Padre?

_Tan cierto como que aquí estamos nosotros; uno de vuestros pulmones dejó de funcionar a resultas de vuestra herida; el corte que os hicieron en la panza, solamente fue superficial, por lo que Don Sancho cerró la herida y por ella no te moriréis, pero en la espalda no se pudo hacer nada, así es que, siguiendo el rito de los enfermos, os ungí con Óleo Santo, os di el bendito Viático y aquí seguís. Algo grande necesitará el Padre de vos, pues por menos han muerto muchos hermanos. Yo os invito, hermano, que cuando os repongáis de vuestras heridas, acudáis al Templo de vuestra devoción a dar gracias a Dios y a ofrecerle vuestra vida, alejándola de las malas compañías.

_Os lo prometo, Padre y también iré a visitaros, si vos no tenéis inconveniente, pues esta curación es un milagro.

Esto último lo dijo el hombre con lágrimas en los ojos. Su esposa y hermano estaban junto a él y lo abrazaban.

_Te lo dije, Otilio, _dijo la esposa_ que no jueras a la pulquería, pero todo se te va en pegarme y nunca me haces caso; a ver si ora si escarmientas, jodido. Ya mi sacas canas con tanto disfiguro.

La mujer continuó regañando a Otilio, quien parece que sufría mas por el enojo de su mujer, que por las heridas del cuerpo.

El Cirujano y el boticario salieron de la humilde vivienda y caminando se dirigieron a una fonda cercana a la Aduana, donde desayunaron unas deliciosas enchiladas de mole con granitos de ajonjolí. Michel estaba ojeroso por la falta de sueño, pero feliz por el milagro que había presenciado.

Don Sancho, para sus adentros decía: El Señor es grande y misericordioso, su misericordia es eterna.

Después de desayunar, los hombres salieron al camino real y siguieron camino en silencio, analizando con calma los últimos acontecimientos. Tal vez nunca los comprendieran, pero los hechos ahí estaban.



El contenido plasmado en este blog es producto de la reflexión de su autor, de sus colaboradores y de los pensadores que en él se citan. Cualquier semejanza con la realidad o alguna ficcón literaria, televisiva, psicótica paranoide o de cualquier otra índole es mera coincidencia

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