Por Sergio A. Amaya S.


El gambusino (1958)

El hombre está a las orillas de un pequeño arroyuelo, en una charola metálica con fondo de criba, el hombre vierte tierra y grava que va sacando del fondo del arroyo, luego la coloca sobre un tripié de madera y con un recipiente le echa agua, para ir lavando el contenido; con un poco de suerte, podría hallar algún riñón de plata, o tal vez, una pepita de oro. No es que abunde el metal en los arroyos, pero siempre arrastran minerales, lo difícil es encontrarlos.

El sol cae a plomo sobre la espalda del viejo, mientras, atados a un arbusto, un caballo prieto y una mula ramonean despreocupados, con enérgicos movimientos de su cola espantan moscas y abejorros que revolotean a su alrededor. Cerca de la mula, un perro negro, dormita echado a la sombra de unos arbustos. Las horas pasan lentamente, en tanto, a la orilla del pequeño arroyo, el viejo gambusino va acumulando tierra lavada a su lado. Por fin, cuando el sol ya se acerca a su ocaso, el hombre se levanta con pesadez, recoge sus instrumentos de trabajo y extrayendo una bolsita de cuero atada a su cintura, la abre y deja caer en su interior una pequeña pieza de plata en forma de riñón. El hombre se lava las manos y vuelve su rostro al cielo, como dando gracias a Dios por un día de trabajo mas. Se levanta y dirige sus pasos hacia los animales, le acaricia la cabeza al caballo y lo mismo hace con la mula, después de atar sus utensilios los desamarra y tomándolos de las riendas camina delante de ellos; al ver retirarse a su amo, el perro se levanta, se sacude con energía el polvo acumulado y camina junto al viejo, meneando la cola con alegría. El viejo va en busca de un buen sitio para preparar la cena y pasar la noche. Al fondo del paisaje, se destaca el peñasco solitario, cercano a Mazapil y al fondo, unas bandas nubosas muy tenues dan realce a un sol dorado rodeado de bandas color de rosa y naranja pálido, que se va poniendo en el horizonte, un azul intenso, limpio y brillante, le da fondo a ese querido paisaje, tan conocido por el viejo.

Al pie de unas rocas que lo protegen de los vientos del norte, el hombre descarga su mula, la cepilla con delicadeza a fin de quitarle las plantas que se le hubieran podido adherir al pelo, luego la frota con un paño húmedo y le mete el hocico en una bolsa que contiene avena y maíz para que se alimente. Luego se dirige a su caballo, lo desensilla, le limpia el pelaje y lo cepilla, mientras le habla con tranquilidad, el animal mueve las orejas y sacude la cabeza, como afirmando el cariño que hay entre los dos; luego le acomoda la bolsa con avena que será la cena del caballo y lo deja suelto, para que se mueva a su gusto, bien sabe que el noble animal se quedará en las cercanías.

¿Qué tal te sientes, muñeca?, –el viejo le habla a su mula- has sido mi compañera fiel durante muchos años….. ¿Recuerdas cuando te encontré?.... qué te vas a acordar, era una mañana muy fría, hacía mucho viento y yo andaba por el rumbo del 14, me topé con unos arrieros y ellos te traían, estabas muy jovencita…. Cuando te vi, me dije: Esta preciosa mula es para mi, así es que de inmediato les pregunté cuánto querían por ti y sin pensarlo mas, te compré…. En verdad que nunca me he arrepentido, has sido mi compañera durante muchos años….. Claro que tengo mi caballo, “el prieto”, pero no es lo mismo que tú…. En aquellos tiempos no tenía caballo, de manera que tú me transportabas, junto con mis pocas pertenencias y herramientas y eso es lo que no olvido… Nunca te quejas… El animal seguía entretenido con su comida, si acaso entendía algo de lo que el viejo decía, tal vez sus orejas lo demostrasen, no obstante el gambusino le hablaba como si fuera una persona. Mas allá, , “el prieto”, un hermoso retinto dosalbo, comía su avena, como desconectado de lo que pudiese ocurrir a su alrededor. Después de atender a la mula, el viejo acarició la cabeza de su fiel perro, dedicándole también algunas palabras: Tú bien sabes que también te quiero, “lobo”, llegaste a casa cuando eras aún un travieso cachorro y hemos envejecido juntos; hemos compartido momentos de felicidad y también de tristeza; viste crecer a mis hijos y los viste partir, te recuerdo parado en medio del camino, con las orejas gachas y la cola caída, tan triste como yo estaba al ver partir a mis hijos, con el corazón estrujado y los ojos húmedos, pero muy consciente de que era necesario que se fueran si querían hacer algo en la vida, pues en estos terregales no tenían ninguna posibilidad de hacer nada. Recuerdo que te pasaste casi dos días sin probar alimento, siempre pegado a mi, como consolándome en el silencio que se sentía en la casa y mi viejita, tan triste como yo, pero sin decir nada, con los ojos secos, tan seca como sentía el alma, pues se le iban sus dos razones de vivir. Siempre tan hembra, dándome fuerzas a mi, que se suponía que era el sostén de la familia…., mentira, el pilar fuerte de una familia es la madre…, vaya si yo lo sé…. Cuántas veces pasó que, en vida de mi padre, tuvimos algún problema grave y la que siempre estaba dispuesta para hacerle frente, era mi madre. Como aquel día en que veníamos en el monte, yo aún muy pequeño y mi madre encinta, de pronto mi padre lanzó una exclamación de dolor y, al volver la vista mi madre, vio desaparecer entre las plantas a una víbora de cascabel que acababa de morder a mi padre; (desde luego que esto me lo platicó mi padre varias veces, para que nunca lo olvidara), de inmediato mi madre soltó el bulto que llevaba en brazos, quitó a mi padre la bota y con el cuchillo de monte de mi padre le hizo un tajo en el tobillo, donde estaba la marca de los colmillos y con la boca le succionó la sangre, para evitar que el veneno avanzara; después buscó unas yerbas, las cuales mascó sin hacer caso del sabor amargo de los jugos y lo aplicó sobre la herida. Esa noche la pasamos en el monte, pues no era conveniente que mi padre caminara; a la mañana siguiente, ya mas repuesto, continuamos camino a casa; en ningún momento mi madre flaqueó, no lloró ni se desesperó, sabía lo que debía hacer y lo hizo de inmediato, con seguridad y eficiencia. Así era mi madre. Pero basta de tristezas, lobo, vamos a preparar la cena, pues nos la merecemos. El viejo le da un cariñoso jalón de oreja al noble perro y se dirige a donde tiene sus bártulos.

Un vientecito helado soplaba del norte y acariciaba el rostro del viejo. Unas ratas de campo correteaban de planta en planta…. Una lagartija, perezosa se arrastraba en busca de su madriguera, en tanto, a lo lejos, un coyote merodeaba en busca de alimento. El viento jugaba con alegres remolinos que levantaban polvo y ramas secas y avanzaban zigzagueantes, como hombres alegrados por el mezcal. Unas nubes solitarias parecían sostenidas en el mismo punto, pues su avance era muy lento. Bajo ellas, unas elegantes auras planeaban en amplios círculos, sostenidas por las corrientes de aire. Esta era la vida plena en el desierto. El hombre observaba todo y sonreía feliz, dichoso de ser una pequeña parte en esa explosión de vida que tenía el desierto: Alacranes, escorpiones, tarántulas, tortugas, reptiles varios, unos venenosos, otros inofensivos.

Cómo hemos perdido tanto en tan poco tiempo, “muñeca”, qué tanto son diez años en la vida de un hombre y cuánto se puede hacer o perder en ese tiempo. Me estoy quedando solo, viejo y solo; qué le vamos a hacer. Pero no me quejo de la vida, no ha sido fácil, pero me ha llenado de cosas buenas: Una buena esposa, dos hermosos hijos; unos suegros que fueron como mis propios padres y muy buenos amigos; además de todo ello, me dio la oportunidad de hacer fortuna, que para mi no ha tenido mas importancia que la posibilidad de darles comodidad a mis seres queridos, pero a mi, en lo personal, me basta con mis animales y el desierto, tener salud hasta donde sea posible, pues para qué quiero vivir muchos años si voy a terminar solo. Nada mas me quedará mi hermano, pero él con sus chismes esos de la política, siempre está ocupado. Agradezco al cielo haberlo encontrado y que le ha ido bien, arriesgó la vida en “la bola”, pero supo ponerse en paz a tiempo y capitalizar las conocencias que había hecho.

Con todo y las pérdidas sufridas, disfrutaba de esa hermosa soledad humana la que lo envolvía. No era un resentido social, pero la vecindad con sus semejantes le había lastimado mucho, desde que era niño, cuando unos hombres le mataron a su padre. Desde entonces, su madre y su hermano menor fueron su única familia; luego el hermano se fue al norte y no lo volvió a ver.

Fueron años de tristeza, de vivir pendientes de un mendrugo o una tortilla fría, su madre le daba todo, pero era muy poco para los dos. Eso lo llevó a enfermar. Un día llegó al jacal ardiendo en fiebre, su madre lo metió a las cobijas y le preparó una infusión de yerbas. La fiebre no bajaba y Juancho no quería que acabara, estaba al lado de su padre y de su hermano, los dos le abrazaron y le decían cuánto le querían. Luego se fueron y aparecieron unos hombrecillos con gorros de colores que le llevaron a unas cuevas llenas de luces de diversos colores, en cuyo fondo corrían ríos de agua muy fresca, pero cuando se acercaba a beber para apagar la sed, éstos se convertían en ríos de cristales multicolores. Los hombrecillos se reían de Juancho y él les lanzaba piedras, que cuando los alcanzaban se volvían chorros de agua, agua que al caer al suelo se volvía a solidificar, sin que el niño lograra tocarla siquiera. Pasaron las horas, dos, tres, cinco, sabrá cuantas horas duró ese tormento. Cuando Juancho abrió los ojos, vio el rostro lloroso de su madre y la cara arrugada de una vieja curandera de los alrededores, estaba desnudo y sentía un poco de frío, pero la fiebre había cedido; le habían puesto cataplasmas de jitomate asado en el cuello, las axilas y las plantas de los pies, el petate estaba húmedo por la transpiración.

Te lo dije, muchacha, -dijo la curandera a mi madre- este niño lo que tiene son anginas, si le repite muy pronto la enfermedá, habrá que tronárselas, yo lo hago, pero es mejor mi viejo para estos males, no dejes de avisarme si se pone malo.

Gracias, Doña Chole, -respondió la madre ya mas tranquila- le voy a pagar con una gallinita. En seguida salieron las dos mujeres y Juancho jaló una punta de la cobija, pues no veía donde pudieran estar sus calzones.

Poco después volvió su madre y le acarició la cabeza, húmeda aún por las fiebres. Le acercó un jarro con te de alguna yerba, pero a Juancho le pareció delicioso, sobre todo porque ya estaba frío...... Cuántas carencias pasó en su infancia, no obstante el duro trabajo de su madre y el suyo propio, con razón los chamacos morían muy pronto, realmente sobrevivían los mas fuertes, pues sin médicos ni medicinas, solo eran atendidos por los curanderos y por la herbolaria tradicional. Posiblemente la dieta que obligadamente tenían, a base de tortillas, frijoles, chile, papas y algunos animales menores que cazaban en el monte, de alguna manera los mantenía fuertes, pero la mortalidad infantil era muy grande. Cómo olvidar esos caseríos, de adobes, techos de palma, construidos como al azar, sin aparente orden, dispersos en el monte, sin formar calles ni trazos elementales, caseríos formados de tierra y sol…….

Eran tiempos muy duros para los campesinos, quienes con el sudor de sus cuerpos hacían fructificar la tierra para que los amos, los dueños de tierras y haciendas, vivieran como príncipes en las principales ciudades del país y, algunos otros, en las grandes capitales de Europa. La humanidad estaba entrando a un nuevo siglo, el Siglo XIX tocaba a su fin y se veían venir grandes cambios en la forma de vida de los seres humanos. Pero como ocurre siempre, estos cambios únicamente serían disfrutados por los poderosos; las gentes sencillas, las encargadas de producir los alimentos y las ropas de los ricos, seguían viviendo al día, sin mas expectativa que vivir ese día, ¿mañana?.... Dios proveerá. ¿Qué diferencia habría para un campesino entre su trabajo en 1890 ó en 1901?... Siempre sería lo mismo para esa clase, exigida por los amos y olvidada de Dios.

De pronto Juancho volvió a estar en el desierto, esos recuerdos y muchos otros, eran los que le daban la razón de su vida solitaria. Tantas miserias trabajando como burro para unos amos indolentes, tantas vejaciones, tantos sufrimientos para su madre. No, no volvería a vivir cerca de los hombres. Había unos muy buenos, pero aún así, solamente lo necesario, era mejor vivir solo, con sus nobles animales y su desierto tan lleno de vida.

Después de atender a su fiel compañera, el gambusino hace un pequeño fogón con unas piedras y coloca leños para hacer su fogata, le agrega algo de pasto seco y extrayendo su pedernal de un bolsillo, lo frota contra una pieza de metal y logrando la chispa, el pasto empieza a humear y poco a poco una viva flama se anima. Ya establecida la fogata, el viejo coloca sobre las piedras una lámina de hierro y sobre ella la jarra para el café, vierte agua de un bule y saca luego una vieja sartén, donde pone un poco de manteca, cuando se calienta le coloca unas tiras de carne de venado seca y salada y sobre ella estrella unos huevos de pavo silvestre que por la mañana pudo obtener. Cuando el agua de la cafetera hierve, le agrega unas cucharadas de café y el aroma de la infusión impregna el ambiente. Calienta unas tortillas de harina que tiene envueltas en una servilleta y, recargado en las piedras, saborea una cena deliciosa, que reparará sus fuerzas. Cuando termina de comer, toma unos trozos de carne seca y unas tortillas de harina y se los da a su fiel perro, que permanece a la espera, cerca del viejo, sin molestarlo, sabiendo que su turno llegará. Al terminar de comer, el perro se aleja en busca de agua y corretea alegre a un conejo que se aventura cerca del campamento; sus ladridos enriquecen el silencio que va imperando a esas horas de la tarde.

Una vez satisfecho el estómago, el hombre se lía un cigarro de hoja y aspira el humo, en tanto su pensamiento vuela a años atrás, cuando era muy niño:…….sus padres caminaban rumbo al monte, a recoger lechuguilla que luego vendían en una casa, donde otras personas la ponían a secar en grandes patios, los padres de Juancho colaboraban también en esas labores y no perdían la oportunidad de que algún día los invitaran a trabajar en la desfibradora. El niño era muy chico y jugaba con otros niños de su edad. El rancho era propiedad de un español de nombre Justo Aguirre, pero de justo solamente tenía el nombre, el amo era despótico y tramposo, lo mismo que el capataz y sus ayudantes. Don Justo vivía la mayor parte del año en la Ciudad de México, donde era recibido por lo mejor de la sociedad porfiriana; eran célebres los saraos que organizaba en su casa solariega que tenía por el rumbo de Azcapotzalco. Cuando había fiesta en casa de Don Justo, desde muy temprano enviaba carros adornados con flores a esperar a sus invitados en las cercanías de la Alameda, las jóvenes, hermosas, ataviadas de vaporosos vestidos y los muchachos, todos vestidos a la última moda, viajaban alegres y ruidosos a bordo de los carros enviados por el anfitrión, en tanto los padres, en carros descapotables, lucían esplendorosos, las mujeres cubriéndose del sol con bonitas sombrillas. La gente menuda se acercaba a la calzada a ver el paso de los amos.

Juancho recordaba una báscula romana colgada de una viga del corredor de la hacienda, los recolectores llegaban cargando sus bultos de lechuguilla, como bestias de carga y la báscula nunca pasaba de quince kilos, por mas que sintieran que les partía el lomo con las cargas, pero como nadie sabía los números, pues ni cómo reclamar, además que a quien reclamaba le devolvían la carga y lo echaban pa’fuera, ni quien reclamara, pos luego de qué iban a comer sus chamacos. Lo mismo era para la gente que se quedaban a trabajar, había que golpear las pencas para sacarles el jugo, cuando las fibras quedaban separadas, se iban amontonando junto al obrero, cuando ya tenía una buena cantidad, la llevaba a la báscula, donde el capataz o algún ayudante la pesaban y anotaban en un libro; el trabajador no sabía si se lo habían anotado a su nombre ni qué cantidad, pues solamente ellos se entendían. Al final del día los formaban e iban pasando uno por uno, daban su nombre y les entregaban unos cuartillos de maíz y algún vale para comprar en la tienda de la hacienda. Las mujeres compraban un poco de manteca, frijol y alguna otra cosa indispensable, si el vale no alcanzaba, le anotaban la diferencia en una cuenta que a cada cual llevaban y volvía el misterio, ¿cuánto debía cada quien?, sólo el patrón y Dios lo sabían, el obrero siempre estaba uncido al patrón, pos no tenía para pagar la deuda.

-¡Juancho, Juancho!.. Le llamaba su madre, no vayas a hacer travesuras, mira que te pueden regañar.

Juancho jugaba despreocupado con sus amigos, correteaban por todo el patio; uno de los niños corría tras un aro de metal, al que impulsaba con ligeros golpes dados con un vara. Las risas de los niños divertían a los padres, que trabajaban afanosos.

Cuando el sol llegó a lo alto, una campana indicó a los trabajadores que era la hora de la comida. Los padres de Juancho se unieron a otras personas, rodeados de niños. Pronto los aromas de alimentos invaden el ambiente: Frijoles, carne asada de conejo o de liebre, papas cocidas, salsas y tortillas de harina hacen las delicias de chicos y grandes; alguien saca unas piezas de queso de tuna, que saborean padres e hijos.

Juancho no tenía muchos recuerdos de aquel día. Recordaba a un grupo de hombres a caballo, de gritos y correr de mujeres buscando a sus hijos. Recordaba sonidos como de cohetes y mujeres llorando, entre ellas a su madre; a su padre lo recuerda tendido, junto a otros dos hombres…… Sus recuerdos de esos hechos no son tan claros; después de esos acontecimientos de su infancia, se ve de la mano de su madre, llegando a un rancho, donde vivió años felices. Su madre llevaba en brazos a su hermano José María; la madre se empleó trabajando como sirvienta en la casa grande de la Mina y él, desde pequeño, correteando tras un rebaño de chivas, en compañía de otros niños de su edad. A su hermano lo recuerda en esos tiempos, acostado en una caja de madera, cerca de su madre.

Canuto y José eran sus compañeros, responsables del cuidado de unas 80 a 100 cabras, los acompañaba un perro negro, muy juguetón, de nombre “tiznado”, perro muy hábil para reunir y arrear al ganado y valiente como un león cuando había que defender al rebaño de algún animal depredador.

Diariamente los tres niños y el perro salían, siguiendo al rebaño; caminaban 4 ó 5 horas, persiguiendo lagartijas, lanzando piedras con sus resorteras, tratando de darle a un conejo o una liebre que descubrían. Sabían cuando era buen tiempo para cortar las tunas, donde hallar los mas dulces garambullos y como reconocer el rastro zigzagueante de una serpiente. Le podían seguir el rastro a un mapache y eran felices si lograban atrapar un camaleón. Cuando al fin llegaban al sitio de pastar, generalmente cerca de algún arroyo, los niños se acostaban boca arriba y veían avanzar las escasas nubes, barridas por el viento sobre un azul limpio y transparente. Los zopilotes y las auras planeaban con placidez en amplios círculos, buscando el momento de caer sobre los restos de algún animal muerto. Uno de sus juegos preferidos consistía en atrapar un alacrán, tomándolo por la cola, con una piedra filosa le desprendían el aguijón y luego lo dejaban correr por sus manos y brazos, cantándole a coro: A ver, ‘hora pícame desgraciao, pícame, hijo de un tiznao” y reían alborozados viendo cómo el alacrán corría de un lado a otro. Cuando se cansaban del juego, simplemente lo lanzaban al suelo y se olvidaban de él.

En una ocasión, vieron con angustia como un cabrito rezagado era levantado por las poderosas garras de un águila, sin que el perro o ellos pudiesen hacer nada, pues el ave cayó como el relámpago y con la misma presteza se elevó, llevando consigo al indefenso animalito.

Aprendieron a leer la venida de tormentas por la conducta de los animales, Cuando llegaban a encontrar algún mezquite, trepaban a sus ramas en busca de las vainas mas maduras, las que mascaban para extraer su dulce jugo. Cuando hallaban un pitayo, los chicos competían para ver quien lograba atinarle al fruto con la resortera; generalmente era Canuto el mas diestro y una vez en el suelo, los tres niños degustaban la dulzura de la tuna, quedando sus bocas y manos de color escarlata.

Guiados por el recorrido del sol en el firmamento, los niños sabían cuando comer, entonces sacaban las viandas que sus madres habían puesto en sus morrales: tal vez un poco de jocoque o de queso de cabra, si tenían suerte, tal vez unas tiras de carne asada y, sin faltar, unas tortillas dobladas rellenas de frijoles con chile y, como hacían sus mayores, los tres compartían sus alimentos en inocente hermandad. Cada uno llevaba su propio guaje de agua, la que les era suficiente para todo el día.

Así pasaron los años y cuando los niños fueron lo suficiente fuertes, los relevaron otros niños en el cuidado de las chivas y ellos fueron llevados a trabajar en la Mina; ahí se separaron: Canuto fue llevado a trabajar al interior de la mina, José estuvo comisionado al patio de lavado y él, Juancho, a conducir una mula que sacaba el mineral del socavón, tirando de una vagoneta que se deslizaba sobre rieles.

Ya para entonces, José María era lo suficiente grande para heredar el puesto de chivero de su hermano, con lo que colaboraba para el sostenimiento de la pequeña familia.

Las piedras que acarreaba Juancho y otros diez o doce jóvenes, eran llevadas a los molinos de bolas, donde eran trituradas en grandes barriles de acero; las piedras trituradas y el polvo, eran llevados por bandas hasta las tinas de lavado, donde trabajaba José y, separando las piedras y tierra, el sobrante era enviado al beneficio, donde en grandes crisoles separaban el metal. Hasta ahí había podido llegar Juancho, pues mas adelante había guardias armados, que impedían el paso a quien no trabajara en esa zona, aunque se decía que de esa planta salían lingotes de oro y plata y unas barras de plomo, los que regularmente eran embarcados en ferrocarril, rumbo al Norte.

Contaba la gente que en esa zona de la hacienda de beneficio la gente trabaja casi encuerada, primero por el calor de los hornos, eran unos diez o doce crisoles, constantemente alimentados con piedras de carbón, otros hombres cargaban los crisoles con el mineral traído de los molinos, unos mas retiraban la escoria que se iba formando en la boca de los crisoles y otros vertían el metal fundido en los moldes; el calor que despedían los hornos ya era bastante y a ello se sumaba el despedido por los lingotes que se enfriaban en la zona de vaciado. Pero estaban los trabajadores casi desnudos también por seguridad, para evitar que se escondieran trozos de metal entre las ropas y para salir los revisaban por todas partes; cuentan que hace años, un hombre trató de sacar en la boca una pepita de oro, pero lo descubrieron y para escarmiento de todos, lo azotaron en el centro del patio y después le dieron el tiro de gracia. Su viuda se tuvo que ir del rancho, llevándose a sus tres críos, pues no les iban a dar trabajo. Cierto o no, nadie se aventuraba a tratar de sacar nada.

En estos recuerdos, Juancho se quedó dormido, no se dio cuentas cuantas horas pasaron, pero el amanecer es frío, un viento helado recorre el desierto, meciendo suavemente a los chaparrales que se extienden hasta donde alcanza la vista, las matas de gobernadora se agitan levemente con la helada corriente y la lechuguilla brilla luminosa en sus pencas erguidas. Un cielo luminoso, tachonado de estrellas, es el techo que cubre a Juancho y a esa obra maestra del Creador, es tan limpio el ambiente y tan carente de luz, que a simple vista se pueden ver las profundidades del firmamento; las nubes de galaxias lejanas, estrellas fugaces que cruzan la bóveda celeste para perderse lejos, en el horizonte. Tal vez en algún lugar, el buen Dios sonríe satisfecho por la hermosura que ha creado, para beneficio y solaz de todos los seres de Su Creación.

Al pie de un viejo garambullo, Juancho se despereza asomando la cabeza de su vieja frazada; echado junto a él, el perro duerme hecho un ovillo para protegerse del frío, al sentir que Juancho se mueve, el perro solamente mueve las orejas. Por el rumbo del 14 el sol empieza a levantar, tiñendo de cálidos colores el firmamento, dando paso a un bello color azul, donde algunas aves empiezan a volar en busca del diario sustento. Juancho se retira del campamento y al amparo de un grupo de mezquites, alivia las necesidades de su cuerpo, luego se acerca al arroyo y se lava manos, brazos y cara, se moja la cabeza y lo frío del agua le hace despertar plenamente, ayudado de una toalla que lleva consigo, se seca con energía para calentar sus miembros; con paso decidido vuelve al campamento y saca sus trastos y atiza la fogata que tiene algunos rescoldos, le pone hojas secas y poco a poco el fuego se va avivando. El hombre acerca las manos y las frota con energía, a fin de darles un poco de calor, revisa un morralito de cuero que extrae de entre sus ropas y vierte el contenido en una mano: granos de diferentes tamaños y formas de argentino metal le hacen sonreír, la temporada ha valido la pena. Guarda cuidadosamente su tesoro y vuelve a su quehacer. Vierte un poco de agua en una jarra ennegrecida por el hollín y la pone al fuego, donde preparará el café que hará el desayuno, acompañado de unas tortillas de harina que saca del morral; en una lámina puesta al fuego, vierte un poco de manteca y pone a dorar un poco de carne de conejo que el día anterior logró cazar, la adereza con rebanadas de cebolla y unas papas cortadas en tiras, finalmente rompe unos huevos para formar una tortilla. El aroma de alimentos recién hechos impregna el lugar. El viento agita la blanca cabellera de Juancho y lleva los aromas a otros rumbos.

De pronto, sin que el viejo oiga ningún ruido, el “lobo” se levanta y ladra con fuerza, en ese momento, un caballo relincha en las cercanías, Juancho se alerta y toma su 30-30 y trepado a la roca avista al caminante. Un hombre a caballo conduciendo una mula del cabresto, cargada con cajas de mercancía. Lo reconoce a la distancia, es un joven comerciante español que ha hecho buenos amigos en los alrededores, por su seriedad y honradez en sus tratos comerciales, cualidades muy apreciadas en aquellas tierras.

¡Hola Luis!, le grita el hombre agitando el sombrero, ¡acércate, hombre, no temas, estoy solo!

El recién llegado sonríe aliviado y camina hacia Juancho. Qué tal, Don Juancho, -que me habéis dao un buen susto-, dijo el hombre con acento español. -Iba distraído cuando os he escuchao, pero siempre es un placer encontraros, hombre-.

El comerciante, hombre de unos treinta y tantos años, ató su montura a un mezquite y saludó con deferencia al minero.

Buen día, Luis, platícame, ¿de donde vienes?, ¿pa’onde vas?, ¿qué noticias tienes?….

He pazao la noche en Los Órganos y pretendo llegar a El Venao por la tarde, respondió el comerciante, cazi he terminao el viaje y dezeo estar en Concepción antes de las fiestas. Mi tío Venanzio me espera con algunas cozillas que le llevo de San Luis.

Válgame muchacho, respondió el viejo, tú sí que caminas lejos, ¿no te da miedo andar por esos caminos de Dios y cargando tu mercancía?

Ya me conoce mucha gente, Don Juancho y zon gente buena, zolo me preocupan los bandidos, que usted bien zabe que con darles algo ze conforman y me dejan zeguir trabajando. Saben que no zoy hombre de armas y fuera de algunas chanzas, no me hacen daño.

¿Y qué noticias hay en los ranchos?… Cuéntame pues, muchacho, que yo paso meses sin encontrarme a nadie.

Nada nuevo, Don Juancho, a no zer que haze poco vieron por las cercanías de Los Órganos a gente de Los Gavilanes y ya zabe uste, todos nos ponemos nerviozos, no han visto al Tigrillo, pero debe andar por los alrededores. Como yo ando zolo, procuro estar bien con ezos bellacos, pero uno nunca sabe. Me contaron que haze poco azaltaron a unos arrieros que venían del Real del Catorze, se armó la balacera y pareze que mataron a uno de los arrieros y no hizieron mas daño porque llegó la Partida del Ejército, que ya les seguía los pazos; parece que aprehendieron a dos o tres de los bandidos, pero los demás lograron huir.

Vaya, Luis, pues de veras que es preocupante, pero de momento esos pelafustanes deben andar por Saltillo, hasta que se enfríe el asunto por acá. Me han contado que los protege algún político de Coahuila, con la condición de que no operen en aquel territorio.

Cómo puede ser eso, Don Juancho, responde enojado el español, por menos que ezo, en mi tierra el General Franco ya los habría fuzilao.

Por aquí la cosa es diferente Luis, muchos de nuestros políticos aún no se bajan del caballo de la revolución y se hacen fuertes en sus regiones, utilizando gavillas que les dan dinero y poder y a quienes protegen, dándoles manga ancha para que hagan de las suyas; si alguien se opone a tales políticos caciques, disponen de manos pagadas, dispuestas a demostrar su fuerza a tal o cual opositor. De esa forma han llegado al poder. Yo por eso he procurado vivir en el monte, aquí me respetan como hombre y yo les correspondo.

Tiene razón, Don Juancho, nunca he encontrao a alguien que se expreze mal de uste, pues tiene fama de hombre honrao.

Bueno Luis, no hagas mucho caso, pues esas cosas son costumbres en nuestro país, tú, como extranjero que ha sido recibido en México, no debes meterte en política, solamente observa y calla, ya tendrás oportunidad de exponer tus ideas si algún día te dan la nacionalidad mexicana.

En tanto platicaban, Juancho fue poniendo a cocer algunos alimentos. Mientras se cuecen, Juancho le acerca al visitante una humeante taza de café fuerte, recién hecho, Manolo lo bebió con deleite, pues esa bebida ayudaba a mitigar el frío de la mañana. En tanto cocinaba algo mas para el invitado, Juancho le sirvió un trozo de tortilla de huevo con papas y tortillas de harina calientitas. Poco después, Juancho sirvió para ambos un rico estofado de rata de campo, pequeños roedores de orejas redondas que se alimentan de maíz, tunas o raíces de las plantas de la región, desde luego que se abstuvo de decirle a su invitado en qué consistía el menú, pues, no obstante ser un alimento sano, los venidos de otras tierras no compartían el gusto por los alimentos exóticos; las tortillas de harina, elaboradas el día anterior, dieron el toque tradicional de la comida norteña y al final degustaron una copa de mezcal, excelente bebida que preparan por aquellas tierras, acompañada de trocitos de cajeta de membrillo con trozos de queso de cabra.

¡Caramba, Don Juancho!, que para comer bien, zólo lo que sale de su cozina, bien zabe Dios que hacía muchos días que no tenía una comida de tal calidá, que parece que estuvieze en el mejor restaurante de Zacatecas.

Calla Luis, no exageres, lo que pasa es que siempre me procuro alimentos de buena calidad, pues vivir casi como ermitaño no quiere decir que se me haya atrofiado el gusto por la comida de mi tierra.

Por zierto, Don Juancho, qué bien le sale el estofao de conejo…

Bueno, Luis, dijo socarrón el viejo, permíteme decirte, ahora que ya has digerido bien el estofado, que ese conejo que has saboreado era mas bien rata de campo, de esa que tanto recomiendan las abuelas para hacer un consomé que levante al mas muerto de los enfermos.

¡Coño, Don Juancho!, no digáis ezas cozas, que yo puedo jurar que la carne era de conejo…. Por zierto, un poco chico el bicho, ¿no?...

Claro, claro, Luis, dijo sonriente Juancho, un poco chico el bicho…Je, je, je.

Bueno Luis, no es que te corra, pero si quieres llegar con buena luz a El Venado, tienes que darte prisa, ya el sol va muy avanzado y la jornada es larga. Por favor, te encargo que le digas a Don Onofre que me prepare mi despensa, yo creo que pasaré por allá el lunes o martes de la próxima semana.

Claro, Don Juancho, faltaba mas, yo os haré el encargo y tal vez aún lo pueda yo zaludar ezos días.

El español desató su bestia y pronto se hizo al camino, el viejo lo vio alejarse y una leve sensación de abandono le sorprendió, pero pasó luego, pues ya estaba acostumbrado a la soledad del desierto.



El contenido plasmado en este blog es producto de la reflexión de su autor, de sus colaboradores y de los pensadores que en él se citan. Cualquier semejanza con la realidad o alguna ficcón literaria, televisiva, psicótica paranoide o de cualquier otra índole es mera coincidencia

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