Por Sergio A. Amaya S.


Onofre y Joaquina

Onofre era un viejo bonachón, simpático, oriundo de El Venado, al igual que sus padres, Silvestre y Concepción, quienes habían servido en lo que en aquellos tiempos era la casa grande de la Mina. Onofre creció entre los trabajos de minero y la cría de ganado menor; nunca tuvo la oportunidad de ir mas lejos que La Concha, a donde lo llevaban una o dos veces al año, para las fiestas de la Virgen y para la Misa de Navidad, únicos días que la Mina les deba de descanso, a fin de mantenerlos contentos, pues bien sabían que si les tocaban esas tradiciones, muchos preferirían irse a trabajar a otro lado, donde sí les permitieran practicar su devoción.

Onofre recordaba con gusto como, cuando era niño, él y sus dos hermanas mayores, Conchita y Lupe, se divertían en los juegos mecánicos y aún recordaba el dulce sabor de las charamuscas y los dulces de panocha que les compraban en los puestos. El día de la Virgen era costumbre que toda la familia estrenara ropa, así es que el llevaba su sombrero nuevo, calzón y camisa blanca y unos huaraches de correas que, bien recordaba, le habían sacado ampollas, pero no importaba, eran nuevos y le tenían que durar hasta la próxima visita anual. Era costumbre que toda la familia asistiera a la función de títeres de una famosa compañía: Rosete Arandas, era famosa en todo México y noche a noche se llenaba para ver a sus curiosos personajes, magistralmente movidos y que hacían las delicias de chicos y grandes; después de la función, daban una vuelta por toda la feria, haciendo alarde de su puntería en el tiro al blanco con rifles de municiones, o en el lanzamiento del aro, llegándose a llevar premios de muñecos de yeso pintados de mil colores. La actividad importante del día era la visita a la Virgen de Guadalupe y toda la familia entraba en orden, la madre y las niñas con los rebozos puestos sobre las cabezas y los hombres con el sombrero en la mano, buscaban un lugar cercano al altar para que la Virgencita los viera, que se diera cuenta que le eran fieles y le daban gracias por el año transcurrido, pidiéndole fervorosamente que les socorriera para el siguiente año. Como la Misa era en latín, el cual no comprendían, los fieles hacían sus propias oraciones, peticiones y agradecimientos; se hincaban o paraban, según les fueran indicando y al momento de la comunión, pasaban a hincarse ante la reja del comulgatorio, a donde se acercaba el sacerdote a entregarles el “Cuerpo de Cristo”. Esta celebración era la que auténticamente les llenaba el alma, asistían con cierta frecuencia a Misa, sobre todo cuando la había en la capilla del pueblo, pero ninguna como la fiesta de la Virgen.

Para las fiestas de Navidad ya no estrenaban, pero iban muy limpios y formales a postrarse de rodillas ante el enorme Nacimiento que colocaban en el Atrio del Templo. Unas Hermanas Religiosas, venidas de Saltillo les explicaban a los niños el Misterio del Nacimiento de Cristo Jesús y Onofre dejaba volar su imaginación y acompañaban a la Virgen María y a San José en su huída a Belén, escapando de la furia de Herodes que iba a matar a los niños y se imaginaba que él era uno de los pastores que esa noche recibieron el aviso de la llega de El Salvador; él y sus hermanas participaban gustosos en la celebración de la Posada y compartían felices los regalitos y dulces que las Religiosas les entregaban. A Onofre le gustaba cantar a pleno pulmón los villancicos que las Hermanas les iban dirigiendo, acompañados por alguna guitarra o mandolina que alguien pulsaba.

Después de la Misa de Gallo, la familia cenaba en alguno de los muchos puestos de comida que rodeaban la Parroquia: Algunos vendían enchiladas mineras, tipo Guanajuato; enchiladas de San Luis, relleno de boda de Zacatecas, sin faltar el cabrito norteño, en fin, todas las delicias culinarias que el norte de México presenta. Cuando todos estaban rendidos, caminaban hacia la Casa Grande que la Mina tenía en La Concha y donde daban hospedaje a los empleados que asistían a las fiestas anuales.

En alguna de esas ocasiones, Onofre conoció a Juancho, que entonces era un joven y desde entonces se hicieron amigos, amistad que perduraba a través de tantos años.

La niña Joaquina, poco menor que Onofre, era hija de un matrimonio vecino de los padres de Onofre, quienes trabajaban por su cuenta en la recolección de lechuguilla y gobernadora, el trabajo era pesado y mal remunerado, pero cuando menos tenían una pequeña casa de adobe y techo de palma que Don Cástulo, padre de Joaquina, había construido cuando casó con Serafina; en esa casita habían nacido y muerto siete hijos, sólo se había logrado la pequeña Joaquina, era común que muchos niños murieran al nacer o a los pocos años, pues tenían una alimentación raquítica y deficiente, lo que malograba los embarazos. Cuando Serafina esperaba a Joaquina, una vecina le recomendó el consomé de rata de campo, alimento reconstituyente, que acompañado de diversas verduras y hortalizas, aportaban a la madre los nutrientes que requería para una buena gestación y la niña llegó a tiempo, fuerte y sana y fue la bendición de unos padres que pensaban llegar a viejos solos, sin hijos.

El padre de Joaquina murió ya maduro, de treinta y tantos años, a causa de una mordedura de víbora de cascabel que lo atacó cuando, distraído, estaba cortando unas pencas de lechuguilla, estaba solo y no tuvo tiempo de regresar al pueblo, su mujer lo encontró ya tarde, cuando preocupada por la demora salió en su busca. Serafina le lloró muchos años, siguió recolectando sus plantas para sostener a su hija y cuando los padres de Onofre pidieron su mano para el joven, no dudó ni un instante, pues conocía la bondad de los padres y del futuro marido de Joaquina. Serafina vivió muchos años y alcanzó a acunar en sus brazos a los tres chamacos que trajo al mundo su hija: Onofre, Serafín, (en honor de la abuela) y Josué. Años después murió, llorando a su marido y bendiciendo a su descendencia.


1920

La boda de Onofre y Joaquina se realizó en la Capilla del pueblo y la celebró un Sacerdote ya anciano, que iba a atender la Capilla cada domingo, la fiesta duró toda la noche y Don Silvestre y Doña Concepción, padres de Onofre, acompañados de Doña Serafina, atendieron a los invitados, algunos venidos de otras poblaciones, incluso unos parientes que vinieron de Saltillo; la fiesta era animada por un conjunto de música de viento y los invitados bailaban divertidos; los sones, jarabes, valses y tangos, eran interpretados por los filarmónicos, al gusto de las parejas. Algunos jóvenes, con disimulo iban llevando a sus parejas hacia la zona oscura, para, en un descuido de los padres, irse a refugiar detrás de las nopaleras, donde sin ser vistos, daban rienda suelta a su pasión y amores, tan lejos como su pareja les permitiera.

Hacía buen rato que se había terminado el relleno de boda y el cabrito al horno que se había servido, los invitados bebían café acompañado de copitas de mezcal, alguno mas tomaba cerveza y poco a poco las pláticas se hacían mas ruidosas, algunas discusiones se acaloraban y los viejos tenían que intervenir a fin de que no hubiera algún incidente. Como era común que en esas fiestas se armara algún pleito, los Rurales se daban sus vueltas regularmente, el Teniente que los comandaba se acercó a Don Silvestre, pidiéndole un taquito para sus muchachos, el viejo de inmediato mandó a Doña Concepción, quien volvió con un bulto de tacos de barbacoa y tazas con café negro. Los uniformados se apearon de las monturas, atándolas a un mezquite cercano y hambrientos se sentaron a una mesa que estaba vacía y pronto dieron cuenta de la cena.

En esas estaban cuando dos hombre jóvenes que ya habían discutido hacía rato, se hicieron nuevamente de palabras, desenfundando las pistolas, ante la gritería de los invitados, uno de ellos disparó y el otro cayó con el pecho atravesado, el homicida se dio a la fuga entre la nopalera, escudándose en la oscuridad de la noche. Los Rurales de inmediato salieron en su persecución y después de retirar al difunto, esperando que llegara el Ministerio Público para dar fe, la fiesta continuó, aunque poco a poco fue perdiendo alegría.

El difunto se llamaba José y era oriundo de un rancho cercano, “La Pitahaya”, sus parientes lo envolvieron en una cobija y esperaron a que llegara la Autoridad, que tardó hasta la mañana siguiente, después de tomar declaraciones a los concurrentes y de hacer las investigaciones pertinentes, el cuerpo fue llevado a la morgue, donde le harían la necropsia, para luego entregar el cuerpo a sus deudos. El heridor, de nombre Jacinto, venía de un lugar mas retirado “Mahoma” y estaba de paso hacia Saltillo, pero la fiesta lo detuvo. Con razón dicen que si no hay un muertito, la boda no valió la pena. Cosas de la tierra. Mas adelante se supo que los Rurales lo habían alcanzado por el rumbo de El Salvador y llevado amarrado a Concepción del Oro, después de que fue juzgado y sentenciado, dicen que se fugó de la penal: Otros dicen que repartió unos pesos y lo dejaron irse al norte, vaya usted a saber.

Esa fue la boda de Onofre y Joaquina, hacía ya sus buenos treinta y tantos años, pero ellos eran buenas personas y habían procreado a tres hijos varones: Onofre, el mayor, 32 años; Serafín de 28 y Josué de 25. Los tres emigraron al norte, en busca de oportunidades. Ya hacía muchos años que sus muchachos se habían ido, pero mensualmente recibían un cheque de unos cuantos dólares que les enviaban, unas magras cartas que les anunciaban la boda de uno, el nacimiento del hijo de otro, en fin, los muchachos ya habían hecho su vida en algún lugar de Texas y qué bueno, pues de haberse quedado en el pueblo no tendrían mas porvenir que ser mineros o campesinos, sin ninguna esperanza de progresar en la vida. Por las cartas se enteraban que Onofre, el mayor, era capataz en un rancho y ya tenía su troca y su casa, algo que aquí le hubiera sido imposible. Los tres son buenos trabajadores, como todos los que se pasan el río, son muy requeridos porque saben trabajar, algunos se toman sus cervezas, pero en el fin de semana, el “wiken”, como le dicen los gringos.

Los que se quedan en el pueblo, -Onofre sigue pensando- ahí van, puchando siempre, sin llegar a ningún lado, quien sabe a qué se deberá. De aquel lado hay trabajo para todos y de este es escaso y malo, los muchachos que entran a la mina, a los pocos años la tos los va secando hasta que escupen sangre, los patrones los echan para afuera, a morirse de hambre y de la “tisis”. Esa es la vida del pobre, del cobarde que no quiso arriesgarse a pasar el río o del soñador, que porque sus padres le dejaron un pedazo de tierra, pensaron que ya tenían la vida hecha. Luego vinieron los políticos, el Tata, les quitó sus tierras y a cambio les dieron unas hectáreas de tierras pedregosas, sin agua, sin mañana. Eso sí, cada seis años no faltan para pedirnos que votemos por ellos, que ahora sí, que vamos a tener pozos de agua, que ya viene la escuela, que esto y aquello, luego se van y no volvemos a verlos. Vienen nada mas a hacernos guajes, pues para nada ocupan nuestro voto, si ya desde antes han sido señalados por el de arriba. Hace algunos años hubo un movimiento que parecía que sería importante, el Sinarquismo, levantó mucho polvo, hizo ruido y poco a poco se apagó, cuando menos en estas tierras resecas, no hemos vuelto a saber de ellos.

Los Presidentes Municipales y los Diputados, son lo mismo, vienen a vernos cuando va a haber elecciones, nos traen cachuchas, camisetas y tortas, ofrecen el oro y el moro y luego se van, si los busca uno en el Ayuntamiento, ni se acuerdan de nosotros. Recuerdo bien cuántas veces tuvimos que preparar eventos para recibir a esos políticos que anhelaban un puesto en el Gobierno; nos ofrecieron escuelas, drenaje, agua potable, centro de salud, en fin, todo lo que le hace falta al pueblo. Han pasado los años, los políticos han conseguido sus propósitos y ni se acuerdan que hay un pueblo que se llama El Venado, jamás han vuelto a visitarnos y nosotros seguimos esperando todas esas promesas que nos hubiesen levantado como grupo social. Eso es de lo que nuestros hijos se fueron huyendo. Si al otro lado son ciudadanos de segunda, en su propio país serían ciudadanos de tercera, sin empleo, pero principalmente, sin esperanza.

Mi vieja y yo, con el dinerito que nos mandan los muchachos mejor pusimos esta tienda, no es gran cosa, pero nos da para ir viviendo sin deberle a nadie, tenemos nuestra casita y nos da oportunidad de conocer a mucha gente. Ya si Dios quiere, volveremos a ver a nuestros muchachos y a conocer a sus mujeres y a los nietos, pero eso será cuando ellos puedan volver.



El contenido plasmado en este blog es producto de la reflexión de su autor, de sus colaboradores y de los pensadores que en él se citan. Cualquier semejanza con la realidad o alguna ficcón literaria, televisiva, psicótica paranoide o de cualquier otra índole es mera coincidencia

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