Por Sergio A. Amaya S.

Juancho

Juancho (Juan José Franco) no siempre había estado solo, después de que su madre murió y su hermano se había ido al norte, el joven Juan José se hartó de la vida en las instalaciones de la mina y decidió ir a probar suerte a otro lado, realmente no había nada que lo atara a aquellas tierras, solamente los malos recuerdos de su infancia, que como paños negros le envolvían sus horas de soledad. ¿Sus amigos?, algunos ya se habían ido al norte, como su hermano, otros se habían casado y ya no era lo mismo. Solo duró una corta temporada después del fallecimiento de su madre. En tanto estaba en el trabajo, mas o menos la vida seguía igual, pero al terminar la jornada la cosa era diferente; el hecho de llegar a su jacal y hallarlo solo, la lumbre apagada…. Ese frío profundo que nos trae la soledad, soledad sin mañana, sin esperanza, pues la compañía de su madre y su hermano eran todo en su vida……. No faltaba que alguna vecina bondadosa le llevara un taco para cenar, pero no era igual. La comida le sabía diferente, el bocado se le atoraba en la garganta y las lágrimas querían brotar, sin lograrlo; solamente su cobija y su almohada sabían de esas lágrimas ardientes que la soledad le llevaba. Así se dio cuenta de que ya no tenía caso seguir en ese lugar, el trabajo en la mina no era lo que buscaba en la vida, sabía que podía lograr algo mas….. ¡Ayúdame madrecita, sé que tú me estás viendo… guíame para lograr una vida mejor!

Una vez decidido, el muchacho fue a ver cual era su deuda en la Tienda y reuniendo todos sus ahorros, pagó hasta el último centavo, a fin de que no le pusieran trabas para dejar la hacienda. Luego, ya con el recibo de liquidación en la mano, se fue a buscar al Capataz; le mostró el recibo que le habían dado en la tienda, por lo cual, desde ese momento ya no trabajaba mas para la Mina. Empacó sus pocas pertenencias y con un morral al hombro partió a enfrentarse con su destino. En ningún momento volvió la vista atrás; tomó el camino que va para Zacatecas, sin tener plena conciencia de hacia donde se dirigía. Ya caída la tarde, vio a lo lejos una ranchería, cruzó la vereda ante las miradas curiosas y desconfiadas de los lugareños, hasta encontrar la tienda del lugar, un cuchitril tan pobre como el resto de los jacales, pero pudo comprar una soda y un poco de queso. Ya mas repuesto del cansancio, preguntó por el nombre del poblado y el tendero le informó que era Las Cruces, el poblado mas cerca estaba a unos 8 kilómetros, por lo que era mas prudente pasar la noche en ese lugar, para no aventurarse en el desierto por la noche.

El mismo hombre le informó de la casa del Comisariado Ejidal y para allá se dirigió Juancho. Un grupo de hombres se hallaban platicando a la puerta de la casa del funcionario ejidal y cuando vieron llegar al fuereño todos guardaron silencio, mas de uno se levantó para estar listos a cualquier situación. El muchacho saludó:

—Buenas noches, señores, busco al Comisariado, ¿es alguno de ustedes?

—Yo soy el mero, mi nombre es Maclovio, -respondió uno adelantándose- ¿con quien palabreo?. El hombre era alto, de tez clara, fornido, un gran sombrero tipo texano le cubría la cabeza y bajo la camisa se notaba el bulto que hacía la súper.

—Mi nombre es Juan José, -respondió atento el muchacho, trabajaba yo en la Mina, pero he decidido cambiar de aires y necesito dormir en algún lugar, el hombre de la tienda me mandó con usté y aquí estoy, pa ver si me prestan un rincón donde tender mi cobija, temprano me iré y no quiero causar molestias. Los hombres se tranquilizaron al escuchar las palabras del muchacho y continuaron su plática. Maclovio se acercó al joven y le habló con amabilidad.

—Tranquilo, muchacho, -respondió mas confiado el funcionario- has de disculpar los modos, pero uno nunca sabe cuando viene un fuereño, ‘onde te quedes a dormir no será problema y todos semos buenas personas.

—Gracias Don Maclovio, como le dije, procuraré no dar molestias, gracias a todos, dijo, viendo a los demás hombres directamente.

—¿Pa’onde caminas, muchacho?, tas muy tierno pa’ndar solo por los caminos, luego se encuentra uno gente muy malhora.

—En realidad no tengo destino, contestó Juancho, solamente busco cambiar de vida, la de minero, trabajando pa los patrones, ya no me cuadra. Cuando jalle un lugar en que sienta que la puedo hacer, ese será mi destino, mientras tanto, trabajaré en lo que se vaya dando, pa conseguir mi comida y ‘onde echar mi cobija. En cuanto a los malhoras del camino, La Virgencita me irá cuidando, no creo que me pase nada.

—Vaya pues, intervino otro, pos’ta bien así, si no lo haces cuando eres chamaco, ya de viejo y con obligaciones no puede uno andarle tanteando, ¿qué no?

Ya mas relajados, no faltó quien le ofreciera una copa de mezcal, como bienvenida a Las Cruces.

—Gracias, les acepto el mezcal pa’ que no sientan desprecio, pero no estoy acostumbrado a la bebida, mas bien quisiera me dijeran donde comprar un taco, pos no pruebo alimento desde la mañana.

—Faltaba mas, -dijo uno de los contertulios- en mi casa siempre hay un taco pa algún caminante, faltaba mas, me llamo Julián, -dijo tendiéndole la mano a Juancho- en tanto se atusaba el bigote.

—En verdad se lo agradezco, Don Julián, pos ya me anda de hambre.

—No se hable mas, vamos, buenas noches a todos, -el hombre se despidió levantando ligeramente el ala de su sombrero y con Juancho caminaron hacia su casa.

—Pasa Juan José, esta es tu pobre casa, -dijo con la tradicional amabilidad de los hombres de campo. Mira vieja, este muchacho es Juan José y está de paso, a ver si tienes unos frijolitos y un jarro de café pa’que cene.

La casa era igual que todas las que había conocido: Al entrar, la cocina con el fogón en un rincón, mas al fondo la cama separada por una cortina, una puerta que llevaba al traspatio, toda la casa, construida de adobe, con techos de tejamanil; todo el predio cercado por nopaleras y al fondo del corral, la letrina. De las vigas del techo colgaban algunos costales conteniendo algo, a un lado de la puerta colgaba una carabina y un machete, armas de trabajo y defensa de las gentes del campo. El piso de tierra se hallaba bien barrido y regado, lo que le daba un ligero aroma de tierra húmeda.

La mujer saludó al joven casi sin levantar la vista y de inmediato puso un plato mas en la rústica mesa, donde esperaba al marido para cenar.

—Ande usté, joven, sírvase. Vente viejo, siéntate y empiecen, mientras yo les caliento unas tortillas.

Los dos hombre se sentaron y Julián le preguntó al muchacho.

—¿Pa‘onde vas, hombre?, tan retiraos los pueblos y si buscas trabajo, pos está re difícil, con eso de que apenas terminó la bola, los ganados están flacos, las tierras apenas van dando y con tanto muerto, pos faltan brazos pa trabajar, pero no hay dinero pa pagar, es una calamidá.

—Ya me imagino, respondió Juancho, pero en la mina algo aprendí de los metales y le voy a calar en la minería, pero yo solo, pa’ver cómo me va. Primero Dios y la Virgencita, no me faltará pa´comer.

—Pos tú que’stás muchacho lo puedes hacer, pero nosotros los viejos…. –el hombre se quedó pensativo, sin terminar de explicar cual era su situación-.

Después de dar cuenta de unos buenos platos de frijoles acompañados de tortillas de harina y un buen jarro de café, Julián llevó a Juancho a la parte trasera de la casa, donde tenía un pequeño cobertizo donde se guardaba el grano, cuando lo había, ahora estaba vacío y ahí podría pasar la noche el joven. Cuando se quedó solo, Juancho extendió su cobija y su morral lo tomó como almohada, se recostó y miró el cielo, estrellado y profundo; siempre le habían llamado la atención tantas estrellas, en el fondo del espacio se veían algunas como nubes y conjuntos de pequeñas estrellas que cintilaban muy lejanas. El joven quisiera adivinar qué le deparaba el destino, pero solo como estaba, lo mismo daba, únicamente debía seguir los consejos de su madre: “Nunca hagas mal a nadie y sé honrado en todo lo que hagas, sé atento con todas las personas y nunca dejes de ayudar a quien lo necesite. Si sigues estos consejos, estarás bien con Dios y con los hombres, recuerda que lo que tú hagas por tus semejantes, en algún momento volverá a ti multiplicado. Bueno o malo que siembres, eso cosecharás. Procura que siempre sea bueno y recogerás buenos frutos”.

Siempre pensaba en esos consejos y procuraba llevarlos a la práctica. Cómo le gustaría que su madre viviera, ella siempre encontraba una solución para cualquier problema, Juancho también, pero le gustaría tener a su lado a su madre. Cómo habían pasado los años, los tiempos de hambre durante la Revolución, los cuerpos colgados en los árboles y en los postes del telégrafo, a los lados de las vías. ¿Qué sería de su hermano?, no pensaba seguido en él, pero cuando se sentía solo, se le venían a la mente los recuerdos. Cuántas cosas habían visto, aún recordaba, medio aterrado, los sonidos de las batallas, el trotar de los caballos, los sonidos de las carabinas y, ocasionalmente, los rugidos de los pequeños cañones de campaña. Pensando en ello y viendo a las estrellas, Juan José se quedó dormido, el canto de los grillos lo arrullaba. Ya mañana sería otro día y Dios dispondría.

Como todos los hombres de campo, Juancho despertó temprano, el sol apenas empezaba a despuntar en el horizonte, para el rumbo del Catorce; se levantó, sacudió su cobija y la acomodó en el morral, se encaminó hacia la letrina y se cruzó con Don Julián, que ya venía de lo mismo.

—Buenos días, muchacho, ¿cómo pasaste la noche?, ¿no te dieron lata los animales? El condenado perro prieto ladró mucho, hasta yo salí a ver que pasaba, yo creo que olió al tlacuache, pues luego vienen a tratar de llevarse las gallinas, pero el prieto es bravo, los hace correr.

—Para nada, Don Julián, ‘taba tan cansao que me quedé dormido tan luego puse la cabeza en el morral. Nomás hago de las aguas y me retiro, si usté me da licencia, dígame por favor, ¿cuánto le debo por la cena y el rincón para dormir?, -preguntó sinceramente al hombre-

—No me ofendas muchacho, -contestó Julián- como te dije, mi casa siempre ta abierta pa los caminantes de buena fe y tú lo eres, faltaba mas, anda a hacer lo que debas y te vienes pa’que te tomes unas hojas calientes antes de seguir tu viaje, sirve que te digo pa’onde te conviene irte.

—Gracias Don Julián y dispense usté, no era mi intención ofenderle.

—Anda…anda, muchacho, no te vayas a mear aquí, -repuso bromista el hombre-

Al frente de la casa había un cubo con agua y después de romper el hielo formado por el frío de la noche, Juancho se lavó la cara y las manos y entró a la casa nuevamente, donde ya la esposa de Julián tenía la olla con hojas hirviendo, un agradable aroma envolvía la habitación y daba calor al cuerpo.

—Buenos días, señora, -saludó Juan al entrar-

—Buenos días te de Dios, muchacho, siéntate pa’que te tomes estas hojitas calientes, verás qué bien le hacen al cuerpo.

El dueño de la casa y Juancho charlaron durante un buen rato, el hombre, después de escuchar la historia del joven le recomendó caminar hacia donde sale el sol, pues de esa manera encontraría otro poblado antes de caer la tarde, en el camino cruzaría un pequeño arroyo, donde podría refrescarse a media mañana y reponer el agua que hubiese gastado en la caminata. Al terminar y después de agradecer al matrimonio su hospitalidad, Juancho orientó sus pasos de acuerdo a lo aconsejado y entre ladridos de perros pronto dejó atrás Las Cruces. Con el sombrero bien calado y la cobija sobre los hombros, el muchacho avanzó a buen paso, hasta que entró en calor, entonces tuvo que volver a empacar su cobija, pues un agradable calor envolvía su cuerpo. Mientras caminó por la vereda, ocasionalmente se cruzó con algunos vecinos que iban a sus labores.

—Buenos días le de Dios, saludaban al pasar, con esa sencilla cortesía de la provincia de nuestro país.

—Buenos días, señor, contestaba el joven, educado.

Cuando el camino cambió de rumbo, Juancho se internó en el monte semidesértico, siempre siguiendo la ruta de donde sale el sol.

El terreno estaba formado por grandes planicies y pequeños lomeríos, todo ello sembrado de cactáceas, nopaleras y chaparrales espinosos, aquí y allá manchones de lechuguilla y gobernadora. A lo lejos, entre una bruma azulada, se veían algunos cerros, le decían algunos caminantes que para allá estaba el Mazapil. El muchacho llevaba preparada su resortera y no tardó en presentarse la oportunidad de intentar matar un conejo, lo vio debajo de una nopalera, se detuvo y puso una rodilla en tierra, apuntó y disparó, pero un segundo antes el animal lo presintió y brincó hacia un lado, la piedra picó al pie de la nopalera y el conejo desapareció entre los arbustos. Ya el sol estaba calentando y no tardó en ver entre unas piedras el cuerpo de una coralillo, que reptaba perezosa en busca de su alimento matutino. Un coyote salió huyendo en cuanto sintió los pasos de Juancho y una bandada de palomas emprendió el vuelo, asustando de paso a otros animalitos que empezaban el día. El joven no se desanimó y siguió su camino, mas adelante se percató de un nido de ratas de campo al pie de un garambullo, se hizo de una vara y con ella empezó a ampliar el agujero, hasta que acorraló al animalito en el fondo de la madriguera, era un macho de buen tamaño y no tuvo problema en matarlo, con ello tenía resuelto el alimento de la mañana. Con habilidad desolló al animal y, valiéndose de un pedernal y un trozo de lima metálica que llevaba ex profeso, pronto tuvo una buena fogata, donde asó a su presa. La esposa de Julián le había hecho un hitacate de tortillas de harina, por lo que pudo dar cuenta de un almuerzo nutritivo, dio un gran trago de agua del bule que cargaba del hombro y después de apagar la fogata se tumbó en la sombra de una nopalera a reposar el almuerzo. Qué grande era el mundo, sobre todo para él, que apenas había salido unos cuantos kilómetros alrededor de la hacienda minera; en lo alto, las grandes aves volaban majestuosas y lo que abarcaba con la vista le mostraba un paisaje inmenso y bello, todo el mundo era para él, para llenar sus sueños y ambiciones.

Rato después, Juancho se levantó, se sacudió el polvo de la ropa y siguió adelante; ya casi al mediodía llegó al arroyo que le habían descrito, el joven se sentó sobre una piedra y se puso a observar la corriente de agua cristalina, piedras de todas formas, grises, blancas, negras, de diferentes matices y texturas, depositadas entre una arena blanca en el fondo de las aguas, de pronto, un brillo diferente llamó la atención del joven, pequeños pececillos y renacuajos nadaban en las aguas claras, el muchacho metió la mano, el agua estaba fría y casi le llegó hasta el codo, con cuidado recogió la piedrecilla que brillaba y al abrir la mano reconoció de inmediato un riñón de plata, lo observó con cuidado y detenimiento y luego supo a qué se iba a dedicar, llegaría al pueblo siguiente y buscaría los implementos necesarios, no todos, para no despertar sospechas, pues no quería competidores en las cercanías. Empezó a remontar la corriente, para alejarse del camino, que aunque escaso, podría tener algún caminante ocasional; al rodear una loma, se perdía de vista el camino y había un pequeño remanso, cerca del lugar, un viejo mezquite daba sombra al sitio y era propicio para establecer un campamento bien disimulado; no muy lejos, otra leve elevación le parecía buen sitio para hacerse de una cabaña, ya iría investigando quien era el propietario de la tierra y de ser posible, trataría de comprar un pedazo para establecerse. El joven se quitó la ropa y se metió en la poza, el agua fresca le reanimó y tomando unas ramas de unas matas cercanas, obtuvo una especie de jabonadura con qué lavarse la cabeza y el cuerpo, al terminar el aseo, se puso a examinar el fondo de la poza y vio otro pequeño brillo, obteniendo otro pequeña pieza de plata, no cabía duda, el arroyo arrastraba una buena cantidad de metal y Juan José estaba decidido a obtenerlo.

Lavó algunas de sus prendas de vestir y las puso a secar colgadas de las nopaleras, en tanto el seguía revisando el fondo del arroyo, pasadas unas horas, cuando su ropa estuvo seca, el joven se vistió y guardó en el fondo de su morral las piezas metálicas que había obtenido, debería ser muy cuidadoso, pues alguien podría pensar que se las había robado de la mina y tener muchos problemas. Después de pensarlo un rato, optó por hacer un agujero bajo la nopalera, cerca encontró el zurrón de una víbora y con ello envolvió su pequeño tesoro, lo depositó en el agujero y colocó unas piedras, encima puso unas hojas del nopal y satisfecho emprendió su camino hacia el pueblo, al que llegó ya cuando casi el sol se ocultaba, iba cansado y hambriento, pero feliz de la vida.

El ladrido de los perros avisó de su llegada y unos hombres se asomaron de sus casas, Juancho saludó tocando el ala del sombrero y siguió adelante, hasta encontrar la tienda del lugar. Compró una lata de sardinas y un poco de queso y chiles y con las tortillas que le quedaban se dio una buena y merecida comida, platicando con el tendero supo que el pueblo era el Ahorcado y las tierras cercanas al arroyo eran propiedad del Ejido, por lo que de inmediato se dirigió a la casa del Comisariado para presentarse; el funcionario era Pascual, un hombre joven y campechano, quien sabiendo que lo había enviado Don Julián de Las Cruces, no tuvo ninguna desconfianza en pasar al joven a su casa, donde le ofreció un jarro de café y escuchó al joven con atención.

—Así pues, Juan, usté quiere comprar un pedazo de tierra cerca del río y da la casualidá que esas tierras son las mías. Como usté debe saber, la tierra ejidal no se puede vender. Yo no sé pa’qué nos dieron esas tierras, no producen nada, ‘tan así de delgadas, no se puede sembrar…. Pos pa’qué quiere usté ese pedazo de tierra, ¿no le gustaría mejor por acá?, donde pueda tener una milpa.

—No Don Pascual, como le conté, yo no soy campesino, pero le entiendo algo a las minas y quiero probar suerte en esas tierras, quien quite y halle una buena veta, con suerte hasta usté se anima…..

—Que va, Juancho, yo sí soy campesino y me gusta criar mis animalitos, así es que los tengo aquí cerquita, ‘onde puedo sembrar y, si llueve a tiempo, sacar el maicito p’al gasto. Mire, lo que vamos a hacer es que le voy a rentar la tierra por unos años, ¿le parece?, digamos diez años, eso sí lo puedo hacer y ya mas adelante, si usté vive en ellas, podemos darle su certificado ejidal, la única condición es que tenemos que apoyar a los políticos cuando ellos lo pidan, luego son una monserga, pero si no lo hacemos nos pueden quitar la tierra. ¿son listos no?.

—Pues a mi me parece muy bien, nomás que me diga de cuánto es la renta pa’ yo echar mis tanteadas y pa’ luego firmamos.

—Bien muchacho, tú eres hombre decidido y eso es bueno, que te parecen cien pesos la hectárea al año, tal vez te parezca mucho, pero si hayas la mina, pos te vas a hacer rico ¿Qué no?

—Caray, Don Pascual, usté ya me vio la cara de minero español, eso es mucho dinero…. Le ofrezco cincuenta, ¿qué dice?

—A qué muchacho tan sin embargo, -repuso el funcionario rascándose la cabeza, pos cuantas hectáreas quieres…

—Nomás son cinco, Don Pascual, pues no me puedo echar el compromiso de mas y quedarle mal.

—Mira Juan, me caes bien y quiero hacer tratada contigo, ni tú ni yo, setenta y cinco pesos por hectárea y ‘orita mismo firmamos el papel, ya tú me dirás como vas a pagarme.

—De acuerdo Don Pascual, -dijo Juancho tendiéndole la mano- en ese precio y le doy cien pesos de apunte y en dos meses le pago el resto, ¿le parece bien?

—Venga esa mano muchacho, me parece bien y este es un trato de hombres. Los dos hombre se estrecharon las manos, en un gesto de compromiso que tenía mas valor que una firma en un papel, pero que había que legalizar con sus firmas y las de dos testigos que Pascual llamaría.

—A ver María, -llamó a su mujer-, dile a las muchachas que se apuren con la cena, quiero que conozcan a Juan José, quien vivirá en las tierras del río que le acabo de rentar.

Después de un rato, la mujer les llamó para cenar, Pascual tenía tres hijas, la mayor, Josefina, tendría unos diez y seis años, blanca, con ojos claros, bonita. Juancho la vio y no le desagradó, la chiquilla bajó la vista, también interesada en el joven. Las otras niñas, Juana de diez años y Lucía de 8, eran una bonita familia. La cena se desarrolló en armonía y no pasó desapercibido para Pascual el efecto que su hija había hecho en el recién llegado, pero no le desagradó, la joven ya casi estaba en edad de casarse y en el pueblo no había candidatos al gusto del padre. Los hombres jóvenes del pueblo, unos habían muerto en la “bola” y los que sobrevivieron se fueron a buscar fortuna al otro lado de la frontera.

Después de cenar, los dos hombres se retiraron a la parte trasera de la casa, al corral, donde Pascual tenía una pequeña zahúrda con unos cuantos marranos y un buen gallinero, bien poblado, que en ese momento ya estaba en silencio. Pascual invitó a Juancho a sentarse en unos tocones, sacó de un morral una botella de aguardiente y le ofreció la botella al muchacho; éste, apenado, le manifestó que no estaba acostumbrado a la bebida y declinó el ofrecimiento. Pascual no dijo nada, pero mas le agradó el muchacho como futuro yerno.

—Don Pascual, inició la plática Juancho, necesito comprar algunas cosas para empezar a trabajar de inmediato, ¿habrá algo en el pueblo?, necesito comprar un poco de malla de arnero, fina y gruesa, algo de madera, clavos y alguna herramienta.

—Pues verás, Juancho, repuso Pascual, una tienda formal, no la hay en el pueblo, hay un carpintero que creo te podría vender algunas tablas, tal vez clavos; en cuanto a herramienta y el arnero, yo creo que la tengo y te la puedo prestar.

—Ta bueno, Don Pascual, repuso Juancho, pero sin que se ofenda, mejor me vende lo que usté tenga, pos no quiero empezar con compromisos.

—A qué muchacho, repuso Pascual rascándose la cabeza, Ta bueno, como tú digas, pero ya es tarde, vamos a dormir y ya mañana veremos. Mira Juancho, vas a perdonar, pero bajo el alero hay un catre donde puedes dormir, has de perdonar que no te deje dentro de la casa, pero tú sabes, tan mis muchachas y pos no se ve bien, ¿no crees?

—No me de explicaciones, Don Pascual, yo me quedo en el catre sin problema y mañana temprano veremos al carpintero. Que pase buena noche.

Pascual respondió a la despedida del joven y se adentró a su casa cerrando la puerta y echando la tranca por dentro; Juancho se dirigió al catre y después de sacudirlo tendió su cobija y se acostó. Nuevamente mirando las estrellas, consciente de que a partir de entonces y quien sabe hasta cuando, ese techo celeste sería el de su casa, hasta que pudiera hacerse de una casita propia. Dios mediante, el arroyo le proporcionaría lo que él andaba buscando.

A la mañana siguiente, Pascual y Juancho vieron al carpintero y después de regatear un poco, el joven adquirió la madera que requería, acordando con el carpintero que se la entregara cortada, nada mas para clavarla, luego regresaron a la casa de Pascual y después de almorzar buscaron las herramientas y las mallas que Juancho necesitaba; ya todo arreglado, el joven regresó satisfecho a las tierras que acababa de adquirir en arrendamiento. De inmediato se puso a armar sus bastidores, terminando ya tarde, de manera que fue hasta el día siguiente en que empezó a lavar la arena del arroyo. Ese primer día no logró mucho, pero tres o cuatro riñones de plata eran un buen principio. Ya por la tarde guardó su equipo y dirigiéndose a su escondite, guardó las nuevas piezas de plata, de seguir así, Juancho calculaba que un año podría tener una regular fortuna.

Andrés

Pasaron varios meses en los que Juancho se dedicó a construir su casa, no sería grande, pero tendría lo suficiente para albergar a una pareja; según lo había planeado, tendría una recámara, una estancia amplia y un cuarto adicional, donde el joven guardaría sus herramientas; como la casa iba a ser de madera, se llevó tiempo buscando los árboles mas apropiados. En esos tiempos, Juancho conoció a un peculiar personaje que, pasados los años, se convertiría en uno de sus pocos amigos: Andrés, era mas joven que él, de oficio carpintero y peluquero, ambos oficios, tan disímbolos, los ejercía en el pueblo de El Venado, de donde era oriundo, Se conocieron cuando ambos caminaban en busca de árboles, Juancho para la construcción de su casa y Andrés para fabricar unos muebles que tenía encargados. Cuando Juancho supo a qué se dedicaba Andrés, no dudó en encargarle las tablas que requería para hacer su casa, pues pensó que él sería mas productivo buscando los minerales y con el producto de ellos, bien podría pagar al artesano, de esta forma los hombres se pusieron de acuerdo y, basados en la confianza que los hombre honrados mantenían en esos tiempos, no tuvo ningún inconveniente en darle unas pepitas de oro que ya tenía guardadas para que le fuera proveyendo de lo necesario.

De esta manera, liberado ya de ese arduo trabajo, Juancho ocupó parte de la madera acopiada para construirse un rústico lavadero de metales que podía transportar a lomo de mula, por lo que, en cuanto se hizo de otro poco de mineral, se fue a Concepción del Oro para buscar un comprador confiable. No le fue difícil hallarlo, conoció a Don Estanislao, un ensayador español que tenía un despacho frente a la Presidencia Municipal y con quien de inmediato entabló una sana relación comercial, que con el tiempo se convertiría en una amistad para toda la vida. Aún cuando el español era de mayor edad que Juan José, el joven le pareció una persona seria, por lo que gustoso le brindó su servicio profesional; la divisa de la casa era la honradez en el ensaye y peso de los metales y el pago justo de los mismos. Otra cualidad del profesional, era la discreción, pues era muy importante que nadie supiera de donde obtenía los minerales el gambusino.

Solucionado tan fundamental asunto, Juancho se dirigió a las orillas del pueblo, donde halló a unos arrieros, a los que pudo comprar una buena mula prieta, dócil y trabajadora y montado sobre ella volvió a su terreno, el viaje fue largo y tedioso y le llevó tres largas jornadas, pero eso le dio tiempo de ir conociendo a su nueva colaboradora; para no batallar con los nombre, Juancho le llamaba “Prieta” y pronto el animal respondía al llamado de su amo. En ese primer viaje al pueblo, Juancho adquirió algunas herramientas y materiales necesarios para su trabajo, así como algunos víveres indispensables para su despensa. También adquirió una buena lona para hacerse una casa de campaña y aguantar las heladas que el próximo invierno llevaría. Como medida precautoria, el joven adquirió una escopeta y una pistola 38 especial, así como el parque necesario para ambas armas. Juan José no era hombre de pleitos, pero era necesario tener con qué hacer frente a tantos rufianes que la revolución había dejado.

Ya sintiéndose a gusto con el trabajo de Andrés, Juancho le encargó también la construcción de su vivienda, cosa que agradó a Andrés. A la semana siguiente, el carpintero llevó unos dibujos elaborados por él mismo, con las medidas que tendría cada dependencia de la casa, así como una vista de lo que sería la fachada. Todo esto lo había copiado de una revista que un cliente americano le había dejado para que viera unos muebles, de forma que no le fue difícil diseñar algo al gusto de Juancho; y así, cada semana dedicaba el sábado y domingo a la construcción de la misma. El carpintero había trabajado en algunas casas de los mineros americanos, de manera que le sugirió a su cliente que la casa la construyese con ese estilo, cosa que no desagradó a Juancho. El trabajo de Andrés terminó antes de poner los pisos, a pedido de Juancho, quien argumentó que ya tenía gastado mucho en la casa y que por lo pronto la dejaría así, en cambio encargó a Andrés la fabricación de algunos muebles. En tanto le fabricaban éstos, Juan José se dio a la tarea de practicar un gran agujero en el piso de la recámara, mismo que ademó con muros de adobe revestidos de cal, donde pensaba ir guardando el producto de su trabajo, al terminar esa cámara, él mismo colocó la tablazón del piso, dejando una pequeña puerta justo debajo de la cama, claro que esta trampa la realizó después de que Andrés le entregó una gran cama matrimonial; dicha cama no la utilizaría el joven hasta que hubiera una compañera para compartirla, mientras tanto, el muchacho dormía sobre unas cobijas que tendía en la estancia. Con el tiempo adquirió una buena estufa de hierro que en las noches muy frías caldeaba agradablemente la casa. Con qué gusto disfrutaba el joven su casa, algo que, de seguir de peón en la mina, jamás habría logrado. Le gustaba sentarse en la galería al caer la noche, envuelto en una cobija para mitigar el frío, sentado en una banca miraba ese cielo estrellado, tan lleno de luces que pareciera que no cabría una mas; la oscuridad circundante le permitía observar con facilidad las estrellas, algunas veces presenció unas maravillosas lluvias de estrellas, tan cerca las veía, que pensaba que estirando el brazo las podría tocar.

El canto de los grillos le arrullaba, una lechuza anidada en un garambullo cercano, dejaba escuchar su ulular nocturno. Algunas bandadas de murciélagos se dedicaban a comer las tunas de los nopales y los garambullos. A lo lejos, el llamado de los coyotes daba profundidad al concierto de la llanura. Ya entrada la madrugada, el joven entraba en la casa y se acostaba sobre sus cobijas, en un rincón cercano a la estufa. Esa soledad ya empezaba a inquietarlo. También pensaba en su madre, cómo le hubiera gustado que ella estuviera para disfrutar de esos bienes que se estaba procurando con su trabajo; en alguna ocasión sintió la presencia de su madre y eso le daba la seguridad de que estaba haciendo lo correcto. También pensaba en su hermano: _¿Por donde estarás, hermanito?, quiera Dios que un día me permita hallarte, sé que eso le agradaría a nuestra madre. Aunque no he vuelto a saber de ti, no dudo que estás vivo y que también has encontrado tu camino en la vida……. Algún día te encontraré.

En tanto estas labores se iban realizando, Juancho iba cada dos semanas a El Ahorcado, tanto para adquirir algunos víveres, como para saludar a Pascual y a Josefina, su hija, pues ya tenía el permiso de los padres para platicar con la muchacha, siempre bajo la atenta mirada de ellos.

El joven le contaba las incidencias de los días pasados en sus tierras y la chica se fue enamorando del trabajador muchacho.

—Mire, Josefina, nomás que termine la casita, le voy a pedir su mano a sus padres, pues usté me gusta y he empezado a quererle.

—A que usté, Juancho, nomás me lo dice pa’tantiarme, yo en cambio le’stoy tomando ley a usté.

—En verdá Josefina, yo a usté la quiero a las buenas y ya verá que vamos a ser muy felices, con usté quiero tener hartos chamacos.

—Tese sosiego, Juancho, que me hace ponerme colorada, como pasa a decirme eso. –La joven se sonrojaba ante las miradas y caricias del pretendiente, pero eso la hacía muy feliz-

Finalmente, después de casi dos años, la casa y los muebles estuvieron terminados, por lo que, puesto de acuerdo con la novia, Juancho fue a hablar con Pascual. Para esa ocasión, el joven compró dos botellas de un buen mezcal y dos cabras nubias como regalo para sus suegros. Muy arreglado, estrenando ropa, zapatos y sombrero, llegó a la casa muy formal.

—Buenos días, Don Pascual, quisiera hablar con usté y su esposa, si me hacen la mercé.

—Claro que sí, muchacho, faltaba mas, -contestó Pascual, recibiendo con agrado los presentes que le entregó Juancho-

Cuando los padres de la novia estuvieron presentes, Pascual se dirigió a Juancho.

—Pos tú dirás pa’qué semos buenos, Juancho. –La mujer, en tanto, se alisaba la falda, a fin de tener ocupadas las manos, con la vista fija en el suelo y las mejillas encendidas por la emoción-

—Pos usté ya me conoce, Don Pascual, yo’stoy solo y no tengo quien me apadrine pa este negocio, pero si un día le pedí licencia pa’platicar con Josefina, hoy le pido su licencia pa’matrimoniarnos como Dios manda. Ustedes han de perdonar, pero yo no soy hombre de palabras, sino de trabajo, mas bien soy medio atravesao, pero quiero bien a su hija y la quiero hacer mi esposa, si ustedes nos dan su licencia.

Pascual se atusó el bigote y mirando a su mujer se levantó y dio unos cuantos pasos por el cuarto, como pensando lo que tenía qué decir.

—Yo siempre he sabido que eres un buen muchacho, Juancho, no eres hombre de cantinas ni de mujeres y eso me agrada, quiero decirte que ‘onque no tengas una familia, cuando te cases con mi’hija, esta será tu familia. Con mucho gusto te damos a la muchacha y solo te pido que la respetes y la quieras y si Dios quiere, pos que nos den hartos nietos. Dame un abrazo m’hijo. –El hombre abrió los brazos con los ojos húmedos por la emoción, dando a Juancho un cálido y sincero abrazo-

Boda de Juancho

La boda fue todo un acontecimiento en los alrededores, de Mazapil llevaron a un Sacerdote para que celebrara la Misa de Matrimonio y Pascual consiguió que un Juez de Paz aceptara celebrar la unión matrimonial entre los muchachos. La fiesta se realizó en la explanada del pueblo, donde previamente se hicieron enramadas para que los invitados estuvieran cómodos, se mataron dos becerros y varios guajolotes que se guisaron en mole, varias mujeres, desde las primeras horas del día se dieron a la tarea de hacer kilos y kilos de tortillas de maíz y de harina, para todos los gustos. La cerveza y el mezcal se sirvieron con bastante prodigalidad y la Partida Militar estuvo presente durante todo el evento, interviniendo a tiempo cuando veían que las discusiones iban subiendo de tono. Muchos regalos recibieron los novios: Borregos, gallinas, chivos, algunos muebles rústicos y un hermoso tocador, obra de Don Andrés, el carpintero de El Venado.

Pascual, el padre de la novia, les hizo entrega de un hermoso caballo retinto, lucero, dosalbo, de buena alzada, joven y fuerte para que pudiera llevar a la feliz pareja. El Padrino fue Don Julián, del rancho Las Cruces, quien le dio posada en su primer día de viaje; por medio de su suegro Pascual, se había seguido relacionando con Julián y éste le había tomado cariño al muchacho, así es que cuando le pidieron los apadrinara, lo aceptó con sincera alegría. El regalo del Padrino, puesto de acuerdo con Pascual, fue una hermosa silla de montar tipo texana, muy cómoda para viajar y práctica para el trabajo. Los novios recibieron estos presentes con lágrimas en los ojos, pues con tan buenos principios, su matrimonio estaba siendo bendecido.

Ya entrada la noche, los novios se retiraron a dormir a la casa de los padres de la novia, quienes amablemente les cedieron la cama matrimonial y ellos se pasaron la noche departiendo con los invitados, a fin de no causar molestias a los recién casados.

Un cielo rojo anunció el amanecer de un nuevo día, realmente una nueva vida empezaba para estos enamorados; los novios salieron de la casa cuando el sol ya iba levantando, la esposa de Juan José, con la cabeza gacha y sonrojada por la pena que tenía, ante las miradas maliciosas de sus amigas y vecinos. Juancho agradeció a sus suegros y Padrinos todas sus atenciones, así mismo a los vecinos que habían acompañado a sus suegros durante toda la noche.

—Gracias, Don Pascual, por haberme aceptado en su familia, verá que haré muy feliz a Josefina y en mi siempre tendrá a un hijo, si usté lo permite.

—Hombre, m’hijo, faltaba mas, venga acá pa’brazarlo. Sé que he puesto a m’hija en buenas manos y vayan con nuestra bendición, ya después les llevaré sus regalos. Anda vieja, -llamó a su esposa- abraza a los muchachos y dales la bendición.

—Hijita, -se dirigió a Josefina- sé buena mujer con este muchacho que es tan formal, atiéndelo como yo atiendo a tu padre y tú, Juancho, cuida de ella como se merece, vayan don Dios. –La mujer los abrazó, mientras de sus ojos resbalaban gruesas lágrimas, aunque bien sabía que, mas que perder a una hija, estaba ganando un hijo, el varón que Dios no les había permitido.-

—Con su mujer en ancas, Juancho cabalgó lentamente, saludando a los vecinos, que curiosos se asomaban para verlos partir. Allá, en el horizonte, detrás de los lomeríos se encontraba su casa, la casa donde trataría de procrear una familia como hacía muchos años había tenido. Una nueva vida se dibujaba en su futuro. Pensaba en su madre y se prometió a sí mismo que su esposa no debería pasar por tantos sinsabores. Eran otros tiempos, tiempos de paz en que sus fuerzas se concretarían en el trabajo y el cuidado de su familia.

Cómo le hubiera gustado que su madre y su hermano hubieran podido estar con él en tan importante momento de su vida, pero su madre había muerto y de su hermano no había vuelto a saber, Sólo Dios si también habría muerto en la “bola”, o tal vez se haya quedado medio muerto en algún lugar. Juancho no perdía la esperanza de volver a encontrarse con su hermano José María, pero ya habían pasado muchos años. Sólo Dios… sólo Dios.…..

La boda había sido todo un acontecimiento en el pueblo, cuando los recién casados partieron por la mañana, la banda de música y algunos vecinos salieron para acompañarlos por el camino, hasta el crucero, donde una brecha conduce hacia el monte del Mazapil y otra lleva hacia Zacatecas, que era el que tomarían los novios para llegar a su casa.

Los gritos, risas y música se fueron quedando atrás, poco a poco el silencio del desierto fue envolviendo a los novios. Josefina, sentada en las piernas de Juancho, lo abrazaba con ternura, envueltos ambos en la cobija del novio, pues el frío de la mañana todavía molestaba un poco, aunque ya el sol estaba a un cuarto de su ascenso.

En sentido contrario, al salir de una pequeña loma, Juancho vio que se acercaba un viejo camión de redilas y algunas personas cabalgaban en caballos o acémilas. Juancho se puso alerta, pues en esos caminos nunca se sabía que podría ocurrir; instintivamente, Juancho había extraído su pistola y la llevaba preparada, oculta por la cobija que envolvía a la pareja.

Cuando se cruzaron con el camión, se dieron cuenta que era una familia de gitanos, gentes trashumantes que iban de pueblo en pueblo comprando y vendiendo alhajas y relojes, por lo que mucha gente pensaba que eran ladrones; las mujeres y las niñas ofrecían sus servicios leyendo la palma de las manos o echando las cartas para predecir el futuro de sus clientes. Las mujeres vestían sus faldas largas multicolores, tocadas sus cabezas con pañoletas coloridas.

Solamente se cruzaron un saludo y la caravana siguió adelante y ambos jóvenes respiraron con tranquilidad. Las aves carroñeras volaban en círculos, esperando el momento propicio para dar cuenta de los despojos de los animales muertos; la cadena alimenticia era inexorable y la naturaleza tenía sus formas de limpiar el ambiente.

Josefina y Juancho platicaban tranquilos, en tanto el caballo los llevaba a paso lento, el joven matrimonio se comentaba sus sueños y juntos hacían planes para el futuro. El viento, inquieto, jugaba formando pequeños remolinos. Faltando poco para llegar a su destino, cerca del camino se hallaba un hombre preparando una fogata, cerca de él, una mula ramoneaba unos arbustos y un perro colorado ladraba, como alejando a los intrusos de su amo. Al verlos, el hombre se levantó. Aplacando al perro con una orden y los saludó de manera amistosa.

—Hola, buenos días, mi nombre es Hernando, en tanto la pareja se detenía junto a él, estoy empezando a preparar el almuerzo y me sentiría muy honrado si lo comparten conmigo.

El hombre era mayor que Juancho y ya había oído hablar de él, Hernando el gambusino, aunque no había tenido oportunidad de conocerlo. Tendría unos cuarenta años, era alto y fornido y tenía una poblada barba que empezaba a encanecer, la cual le daba una apariencia de profeta bíblico; vestía pantalones de mezclilla y una gruesa chamarra de piel. Su sonrisa y trato eran amables y toda su persona invitaba a la amistad.

—Gracias por su amabilidad, Don Hernando, respondió el joven a la invitación. Juancho se apeó del caballo y tomando de la cintura a su esposa, la ayudó a bajar del animal. Yo soy Juancho y mi esposa Josefina, somos recién casados y vamos camino a nuestra casa, que se encuentra aquí cerca. Ya he oído de usted y me interesaba conocerlo, pues nos dedicamos a lo mismo, tenemos un amigo en común: Andrés, el carpintero de El Venado.

El hombre sonrió y estrechando la mano de Juancho, le hizo una breve caravana a Josefina. Permítanme felicitarlos y celebro que sean ustedes mis invitados, yo también sabía de ti y tenía deseos de conocerte, aunque no pensé que nos íbamos a encontrar de esta manera. Sé que tienes buenos amigos en los alrededores, que eres gambusino, igual que yo y que eres un hombre formal, espero que podamos ser buenos amigos. Pero siéntense, por favor, dijo en tanto acercaba una silla plegable a Josefina, mientras Juancho y él se sentaban en sendas piedras, los tres alrededor del amable fuego.

Hernando puso una sartén al fuego y en tazas de campaña les sirvió un aromático café; la agradable infusión reconfortó a los viajeros, en tanto el anfitrión colocaba rebanadas de tocino en la sartén, para poco después echar al aceite unos huevos de gallina. Cuando estuvieron cocidos los sirvió, acompañados de tortillas de harina, haciendo la delicia de sus invitados.

Después del agradable almuerzo, Hernando extrajo de la bolsa de su camisa un paquete de tabaco y hojas de maíz cortadas, extrajo una hoja y la humedeció con la boca, después colocó un poco de tabaco y lió el cigarrillo, luego se lo colocó entre los labios y lo encendió con una braza de la fogata; aspiró largamente el humo, disfrutando el momento.

—Así que, inició la plática Hernando, eres gambusino igual que yo, ¿estás trabajando por aquí cerca?...

—Sí, respondió Juancho, adquirí unas tierras por aquí cerca, donde construí mi casa y donde viviré con mi esposa, es un buen lugar para vivir, y si tengo suerte, tal vez dé con alguna veta de mineral.

—Pues les deseo mucha suerte, respondió Hernando, yo soy de San Luis y he caminado mucho por el desierto; es una tierra generosa, no obstante su apariencia hostil, lo que pasa es que hay que conocerla. Llevo diez años viajando y trabajando, no me ha hecho rico, pero dinero nunca me falta. Soy soltero, no tengo mas a quien cuidar, por lo que no me ha preocupado el poseer alguna tierra; tal vez si algún día llego a casarme, como es el caso de ustedes, pueda llegar a hacer alguna fortuna, de momento no me preocupa.

Como hablando para sí mismo, Hernando continuó, ustedes llegarán a hacer fortuna, lo veo de alguna manera…. Espero que sean muy felices.

Los recién casados se tomaron de las manos e intercambiaron una mirada, que, sin palabras, hablaba el lenguaje de los enamorados.

—Gracias por sus deseos. Don Hernando, cuando venga por estos rumbos no deje de visitarnos, siempre habrá un lugar para usted en nuestra mesa.

—Gracias, muchachos, respondió Hernando, les aseguro que lo haré.. Bueno, dijo poniéndose en pie, ha sido un placer el conocerlos y compartir con ustedes un poco, voy camino a La Concha y quiero llegar a buena hora.

Los jóvenes se despidieron de su anfitrión dándole la mano, una mano gruesa por el trabajo, pero suave y cálida por una amistad que estaba naciendo. Juancho tomó de la rienda al caballo y de la mano de Josefina se fueron caminando, aspirando el aroma del campo, con la vista fija en el horizonte, en unos cerros lejanos que azuleaban en la distancia. El cálido sol mañanero los envolvía y una parvada de palomas levantó el vuelo al sentir las pisadas cercanas.



El contenido plasmado en este blog es producto de la reflexión de su autor, de sus colaboradores y de los pensadores que en él se citan. Cualquier semejanza con la realidad o alguna ficcón literaria, televisiva, psicótica paranoide o de cualquier otra índole es mera coincidencia

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