Por Sergio A. Amaya S.
José María
El Gobernador de Zacatecas estaba satisfecho con el trabajo realizado por José María, pues tenía bien controladas a la gente de Mazapil y Concepción del Oro, por lo que no tendría que preocuparse en esa zona. Las votaciones del primero de Julio habían sido numerosas y la mayoría de votos favorecieron al General Obregón. El conteo de votos a nivel nacional mostraba una clara mayoría para el Manco de Celaya. Todo estaba bien, hasta el día 18 de ese mismo mes. Por la noche de ese día, se recibió un mensaje en la Casa de Gobierno, informando que el General Álvaro Obregón, Presidente electo, había sido asesinado por un fanático Cristero, José de León Toral, tímido dibujante que se acercó al General en tanto comía en un restaurante de San Ángel, rodeado de amigos y colaboradores que le estaban ofreciendo un almuerzo. El héroe da memorables batallas, como Celaya y León, quien milagrosamente había salvado la vida en medio del fragor del campo de batalla, sucumbió a manos de un gris dibujante que no sabía ni disparar una pistola, arma que consiguió prestada. Un tiro en la cien acabó con la vida del General.
A primera hora de la mañana, un enviado del Gobernador se presentó en el hotel que ocupaba el General Franco, para informarle que el Sr. Gobernador lo esperaba para desayunar. José María se arregló de prisa y, acompañado de Santoyo, salió rumbo a la Casa de Gobierno. Una vez dentro de la residencia, el Capitán y sus hombres se fueron a desayunar a una fonda cercana, siempre pendientes de la salida de su jefe.
José María encontró al Gobernador muy preocupado, quien rápidamente puso al General al corriente de los últimos acontecimientos; en esos momentos no sabían hacia donde tirar, pues estaban esperando instrucciones de la Secretaría de Gobernación. El Lic. Emilio Portes Gil, Secretario del Ramo, había pedido a los Gobernadores que se mantuvieran quietos en sus oficinas, en espera de que el General Calles, quien aún era el Jefe del Ejecutivo, girara las instrucciones pertinentes. El desayuno fue por demás sombrío. El Gobernador canceló todas las audiencias que tenía programadas para el día y pidió a José María que permaneciera con él, a fin de tomar las medidas que fuesen necesarias de manera inmediata. En esos momentos, el Gobernador confiaba plenamente en el General Franco, pues este le había demostrado disciplina y lealtad. Finalmente, a media tarde se recibió la ansiada llamada, el Jefe de Ayudantes del Lic. Portes Gil, citaba a todos los Gobernadores a la Ciudad de México para asistir a la Sesión Extraordinaria del Congreso de la Unión, quien debería nombrar al Presidente Substituto; el evento estaría encabezado por el Sr. Presidente de la República, como un acto de solidaridad nacional y para mostrar a México y al mundo que el cobarde atentado en que había perdido la vida un hombre elegido democráticamente por el pueblo, no lograba dividir al Gobierno legalmente constituido.
Con la consigna de estar preparado en las primeras horas de la mañana a fin de acompañar al Sr. Gobernador, José María salió de la Casa de Gobierno, de inmediato salieron a su encuentro su fiel Ayudante, el Capitán Santoyo y su escolta. A bordo del automóvil que el Gobierno del Estado había puesto a su disposición, El General y su gente se dirigieron al hotel en que se hospedaba, detrás de él, otro automóvil, en el que viajaba su escolta, lo seguía de cerca.
Al llegar al hotel, no repararon en un grupo de campesinos que, sentados en la banqueta, recargados contra la pared, los observaban. En cuanto el General, precedido por Santoyo, descendió del automóvil, los campesinos se pusieron en pie y al grito de ¡viva Cristo Rey!, desenfundaron sus armas y dispararon contra los desprevenidos militares. El primero en ser alcanzado por el fuego enemigo, fue Santoyo, quien recibió un tiro en la pierna, pero tuvo tiempo de desenfundar su arma y contestar el fuego, abatiendo al hombre que tenía mas cercano. El General Franco recibió un disparo arriba de la tetilla derecha, con dirección ascendente, lo que impidió que la bala le tocara el pulmón, el General no pudo desenfundar, pues el impacto lo regresó dentro del auto. El chofer del General y la escolta que llegaba en el segundo automóvil, repelieron la agresión, acabando con la vida de los seis cristeros. De inmediato subieron a los dos heridos al auto y se lanzaron a toda velocidad hacia el Hospital General. Avisado el Gobernador y por su propia seguridad, permaneció dentro de la Casa de Gobierno, pero envió a su Secretario Particular a permanecer al lado del General Franco y poner una guardia permanente para seguridad de los heridos. Los cuerpos de los cristeros fueron enviados a la morgue, a cargo de la Policía del Estado.
A media noche el General Franco fue intervenido para extraerle la bala, que se encontraba alojada entre la clavícula y la masa muscular, afortunadamente no había interesado ningún órgano interno, por lo que en un par de días podría ser dado de alta. El Capitán Santoyo no tuvo tanta suerte, pues el disparo le había ocasionado una fuerte hemorragia interna y la fractura del ilíaco derecho, lo que lo mantendría en cama mas tiempo y saldría enyesado de la cadera y la pierna derecha; su recuperación tardaría poco mas de treinta días.
Al día siguiente del atentado, se comunicaron a la casa del General Franco y por medio del Teniente Valladares se hizo saber a Enedina del estado de salud de su esposo; de inmediato se puso un auto a su disposición para que, acompañada por el Teniente Valladares, se trasladara a la Capital del Estado, a reunirse con su esposo, la acompañaba también la mujer de Santoyo, María, quien no estaba acostumbrada a alternar con la familia del General, por lo que viajaba en silencio, envuelta en un rebozo gris. A la una de la tarde, las mujeres estaban llegando al lado de sus maridos; guiadas por el Teniente, las mujeres pasaron los varios retenes de seguridad que había instalados en el Hospital.
Al ver Enedina a su esposo en cama, soltó el llanto y corrió a abrazarlo, toda la angustia reprimida durante el viaje se desbordó en lágrimas. José María le hablaba a Enedina con tranquilidad, haciéndole ver que era muy afortunado y al día siguiente podría volver a su casa, a restablecerse al lado de su familia, lo que no podría decir el fiel Santoyo, quien debería permanecer una semana en el nosocomio.
Al día siguiente y en medio de un gran aparato de seguridad, el Gobernador se presentó en el Hospital, de inmediato salió a recibirlo el Director de la Institución, rápidamente puso al alto funcionario al tanto de la salud de los heridos y lo acompañó a visitar al General, a quien hallaron ya casi vestido, en compañía de su esposa.
Buenos días, General, ¡qué surte tuvo usted!, pues los hombres, quienes por cierto ya fueron identificados como venidos de San Luis Potosí, iban dispuestos a matarlo, parece que es un reflejo de lo ocurrido en la Ciudad de México al General Obregón, pues en otros Estados hubo algunos intentos, pero no lograron su objetivo y ya tienen detenidos que fueron trasladados a México. Por lo pronto no vamos a México, dada la situación, deberemos permanecer en el Estado para evitar alguna reacción a este asunto, así es que lo llevaremos a su casa para que se reponga; en cuanto al Capitán Santoyo, me informa el Señor Director que estará una semana en el hospital y luego será trasladado también a su casa para que termine su convalecencia, es probable que le quede una leve cojera, pero ya veremos qué ayuda le podemos dar.
José María escuchó en silencio y solo dio las gracias al Gobernador, ofreciendo estar en comunicación telegráfica para recibir instrucciones. El médico consideraba que una semana de reposo en casa lo pondría como nuevo. Después de retirado el Gobernador, conducido en silla de ruedas por su esposa Enedina y con un brazo en cabestrillo, José María se dirigió a la habitación de Cándido Santoyo, su Asistente y amigo, quien estaba acompañado por su esposa María. El Capitán tenía enyesada y levantada por una polea la pierna izquierda y sonrió al ver entrar al General.
Me da gusto verle bien, mi General, dijo sonriente, esos jijos nos madrugaron, me siento culpable porque no me puse listo, pero no me volverá a pasar, orita nomás nos agujeraron la camisa, pero estuvimos tantito así de que nos echaran a perder.
Tú no eres culpable de nada, Cándido, repuso el General, los que andamos en esto tenemos muy presente lo que dijo mi General Calles: “cualquiera puede matarme, si está dispuesto a dar su vida a cambio” y es cierto. Orita fueron esos serranos que nos esperaban en la banqueta, pero pudieron haber sido mejores tiradores desde una ventana, o de mas lejos; no, Santoyo, bien sabemos que vivimos agarraos de un hilito, en cualquier momento se nos rompe y, “adiós mi gabán”, no queda ni el corrido de uno.
Las mujeres escuchaban este diálogo con el alma encogida de miedo, pero, soldaderas ambas, estaban acostumbradas al sonido de las armas, al olor de la pólvora y al sabor del miedo, siempre esperando que les regresen al hombre envuelto en una cobija, Las dos mujeres se miraron y se santiguaron, pues tenían los mismos pensamientos.
Yo me voy pal rancho, allá estaré pendiente de cómo te vas aliviando y te esperaré pa tomarnos una cerveza pal festejo, dijo el General, te voy a dejar dos hombres pa lo que se les ofrezca, usté María, ya los conoce; si necesitan algo, nomás pídanlo a los dotores y se los darán. Ya tendremos tiempo pa echar plática. Cuídelo bien, María, que hombres de’stos no se dan en maceta.
Sí, mi General, respondió la soldadera, yo veré que se’sté sosiego pa que se alivie pronto. No tenga usté pendiente.
¡Ah que gente esta!… te dejaron con la pata pa’rriba. Ja, ja, ja, ja.
Los dos militares se rieron y el General abandonó la habitación conducido por Josefina, quien se despidió del matrimonio con una leve inclinación de cabeza.
Tal como lo ofreció el General Franco, dio instrucciones al Médico de Guardia de que le dieran a su hombre y a la esposa, todas las facilidades para que estuvieran cómodos, sobre todo, que les dieran bien de comer para que pronto se pusieran buenos. Agradeció a las enfermeras sus atenciones y guiados por el propio Médico de guardia, abandonaron el hospital; a la salida los esperaba el Teniente Valladares con un automóvil proporcionado por el Gobernador y en el que los conducirían hasta su rancho en Camacho. Antes de marcharse, habló con dos de los hombres de Santoyo, les entregó alguna cantidad de dinero y les ordenó permanecer a disposición del Capitán y su esposa, para lo que necesitaran. Luego tomaron el rumbo a Morelos, en pocos minutos dejaron atrás la vetusta ciudad minera, coronada por la característica cresta del Cerro de la Bufa. Detrás de ellos iba el auto de escolta, en el que viajaban cinco soldados de su confianza.
Ya mas tranquilos, en el camino fueron platicando, tanto de los aconteceres políticos, con el Teniente Valladares, como de los asuntos domésticos con su amada Enedina, quien no dejaba de acariciarle la mano.
Caramba, mi General, dijo Valladares, este asunto del asesinato del General Obregón está feo, pues puede incrementar las acciones de los cristeros: por lo pronto en Guanajuato, San Luis y Jalisco, están muy activos. Yo no quisiera estar en esos negocios, soy militar y me disciplino, pero yo creo que la cuestión de creencias es algo muy personal, ¿no lo cree usted, mi General?
Tiene usté razón, Teniente, este asunto se los buscó el mesmo Gobierno, pos no tenía por qué impedir que la gente crea lo que le parezca. Apenas a tiempo me di de baja, pos a mi tampoco me gustaría andar matando paisanos, como esos pobres que nos tuvimos que echar o nos truenan a nosotros. Eran campesinos, no soldaos, pero los calientan, pues. A naiden le gusta que le toquen sus creencias, ¿Qué no?
¿Ahora qué va a suceder?, preguntó el Teniente, pues el General Obregón ya estaba electo para ser el próximo Presidente, vamos a ver a quien ponen.
Pos eso lo vamos a ver pronto, pos lo va a decidir el Congreso. Yo pienso que Portes Gil, el Secretario de Gobernación, será el indicao pa que llame a nuevas elecciones, mientras tanto, hasta el treinta de noviembre, sigue siendo Calles el Presidente. Yo creo que para nosotros seguirá igual, si usté, Teniente, no quiere regresar a su Batallón, no tenga preocupación, que lo voy a pedir pa que me acompañe en tanto se alivia Santoyo, ya después veremos cómo se dan las cosas, ¿le cuadra?
Claro que sí, mi General, yo encantado de seguir a su servicio, nomás le aviso a mi Bonita que seguiré en Camacho, a lo mejor se quiere venir para acá, ¿habría algún inconveniente?
¡Claro que no, Teniente!, si usté tiene su mujer en otra parte, pos mejor que la tenga cerquita de usté, así todos estamos mas tranquilos, ¿verdá vieja?
Cállate José María, no digas barbaridades, dijo sonrojada Enedina, deja que el Teniente haga lo que crea mejor. Qué viejo este pues…
¿Ya tienen hijos, Teniente?, preguntó Enedina.
No, señora, todavía no me caso, lo que pasa es que estoy muy enamorado de mi Bonita y ya queremos hacerlo, puede que ahora sea la ocasión. No lo hemos hecho porque se atravesó esto del cierre de los templos y, la mera verdad, no lo haremos por la Iglesia Católica Mexicana, que es ahora la oficial, mejor nos esperamos.
Tese sosiego con eso, Teniente, vale mas ni moverle, mejor pérese un poco, yo creía que estaba casao, pero mejor que la muchacha esté en su casa y cuando esto se mejore, pos lo hacen, si quieren la fiesta en el rancho, pos cuente con ello, sería nuestro regalo, ¿te parece, vieja?
Pos claro que sí, General, me dará mucho gusto que la fiesta sea en el rancho. Así que usté me avisa cuando, Teniente.
Gracias a los dos, agradeció el militar, tiene razón, mi General, vale mas que por ahora no hagamos nada de eso, ya vendrán mejores tiempos.
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