Por Sergio A. Amaya S.

Juancho y Josefina

La vida se fue normalizando, ahora gobernaba el País el Ing. Pascual Ortiz Rubio, a quien la picaresca popular llamaba “El Nopalito”, por su absoluto sometimiento a los dictados del General Calles; a finales de ese año renunciaría a la Presidencia de la República; el Congreso de la Unión, por instrucciones de Calles había señalado a Abelardo L. Rodríguez como Presidente substituto. Para esa sucesión pacífica había trabajado José María en su zona; él también estaba por terminar su período como Presidente Municipal, aunque seguía teniendo el rancho de crianza de caballos, el General y su familia vivían en La Concha y el rancho lo administraba su socio, el ya Coronel Cándido Santoyo, quien con todo y la cojera que le había dejado como recuerdo el atentado, manejaba el rancho con absoluto celo y la calidad de sus caballos era reconocida hasta en el Estado de Texas, de donde llegaban compradores cada año, cuando hacían la demostración previa a la venta.

Juancho y Josefina habían seguido con su vida, casi eremita, alejados de los movimientos políticos y sociales de los pueblos; visitaban semanalmente a los padres de Josefina y ellos, a su vez, les visitaban con cierta regularidad, Juancho jamás hacía alarde de su parentesco con el Presidente Municipal y quienes le conocían sabían que era por demás intentar obtener alguna ventaja por medio de una recomendación del minero. Con lo que el Profesor Aristeo les había enseñado, ellos mismos empezaron a educar a sus hijos, pues las escuelas les quedaban retiradas y no eran muy confiables, pues los Maestros duraban dos o tres meses, igual que siempre. Los fines de semana, como se había hecho costumbre, visitaban a Aristeo, quien feliz de la vida revisaba las tareas de los chiquillos y complementaba lo enseñado por los padres.

Las relaciones de la Iglesia con el Estado, si no se regularizaron, cuando menos los creyentes eran tolerados y las Iglesias, nuevamente abiertas al culto, fueron retomando su vida normal, aunque entre los fieles no había una total conformidad a cómo se habían resuelto las cosas. Con el gobierno del General Abelardo Rodríguez, la economía fue mejorando poco a poco, aunque para la vida de Juancho poca importancia tenía, lo que sí disfrutaba era la tranquilidad; las gavillas habían sido desterradas y conociendo la relación que el minero tenía con el militar de Camacho, nadie se aventuraba a molestarlo.

En cierta ocasión llegó a visitarlo su hermano José María, era domingo por la tarde y Juancho y su familia hacía poco tiempo que habían regresado de visitar a sus suegros, en el Ahorcado. Juancho sabía bien que cuando su hermano lo visitaba de improviso, era porque buscaba platicar con alguien de confianza y alejado de las intrigas políticas; ese día no sería la excepción: José María llegó en su auto Dodge último modelo, convertible; como era costumbre, un Soldado era el chofer y en el asiento trasero el General y su Ayudante, el Teniente Valladares. Al llegar a la casa, el General despachó a sus acompañantes, con la consigna de pasar por él por la noche.

Juancho y su familia salieron a recibirlo, el General los saludó con cordialidad y a los niños les hizo caricias, después Juancho lo invitó a sentarse en las mecedoras de la galería, en tanto Josefina les preparaba una jarra de café. Conociendo a su hermano, Juancho no le hizo ninguna pregunta, dejó que José María ordenara sus ideas y le hablara cuando lo juzgara conveniente.

Caray, hermano, empezó José María, uno que ya se quiere asentar en su casa y estos que no me dejan. Me llamó el Señor Gobernador para comentarme que el General Calles está muy satisfecho de mi trabajo y me quiere invitar a formar parte del Congreso de la Unión para el período que inicia en 1934, me quiere tener cerca, pues sabe que soy hombre de fiar. Realmente no sé qué hacer, pues la realidad es que quiero dedicarme a mi negocio y a mi familia, pero no quiero que sienta que le hago un desaire. Lo platiqué con Enedina y pues no le agrada mucho la idea de irse a vivir a México, ella prefiere quedarse en Camacho, pero yo no me hallo sin mi familia. Como ves, tengo un buen problema. Por otra parte, no me desagrada la idea de ser Diputado Federal por Zacatecas, el Gobernador apoya mi candidatura, yo quiero saber cual es tu opinión.

Mira, General, no es mucho lo que yo te pueda decir, tú sabes que yo vivo aislado de las cuestiones políticas, si de algo estoy enterado, es por lo que tú me comentas, o el Profesor Artemio, pero tal como me la presentas, yo creo que debes continuar con tu carrera política. El negocio lo puede seguir trabajando Santoyo, quien ha resultado un administrador muy eficiente, por lo que me has platicado, deduzco que gente como Calles no invita, ordena y si tú no aceptas lo tomará como una deslealtad. Si su política te convenció para ayudar a evitar la violencia, pues es momento de que continúes en ese camino; doy por descontado que no te obligarán a hacer algo que en conciencia no quieras. Tienes una base moral muy sólida, que nos dio nuestra madre, esa enseñanza te protegerá para que no cometas una injusticia. Ahora bien, si Enedina prefiere permanecer en el rancho, pues tiene razón y a ti no se te dificultará venir a ver a tu familia regularmente.

Tienes razón, como siempre, Juancho. Siempre ves las cosas con mucha claridad y eso me ayuda. Vamos a ver cómo nos va con eso, no tengo ni idea de lo que haga un Diputado, pero nadie nació sabiendo ¿no crees?

La plática siguió por horas, ambos se narraron episodios de sus propias vidas, dejando escapar la imaginación para hacer mas ricas las historias, Juancho contó a su hermano que ya tenía una buena cantidad de plata, lo que le permitía vivir con holgura, pero seguía trabajando, pues quería tener lo suficiente para que sus hijos no tuvieran qué pasar las miserias que ellos mismos habían vivido. Desde luego entendía que ya los tiempos eran otros, los chicos estaban aprendiendo a leer y escribir y no dudaba de que en un futuro harían estudios formales, de cualquier manera, siempre irían mejor equipados con algún respaldo económico, esa era su razón de trabajar sin descanso.

José María lo escuchó y estuvo de acuerdo con él, pues el mismo General era de la misma idea y la crianza de caballos iba por el mismo rumbo; su hijo e hijas no tendrían que avergonzarse ante nadie por falta de recursos; el negocio y la política le proporcionarían los medios suficientes, aunque la política la veía como una forma de servir al pueblo, no olvidaba la frase aquella de que “el que vive para la Iglesia, de la Iglesia vive”, en lo que no estaba de acuerdo es en disponer de los fondos públicos para su propio beneficio, mas bien hacía favores, recomendaba gente, apoyaba negocios, siempre que fueran legales. Bien sabía que en tanto fuese leal a Calles, no tendría carencia alguna, pues regularmente llegaban a su rancho obsequios que mandaba el Jefe Máximo, lo mismo en especie, que en numerario.

En la caja de caudales empotrada en uno de los muros de su despacho personal, tenía una buena cantidad de monedas de oro y plata, al papel moneda no le tenía confianza, pues pensaba en tantos “bilimbiques” que había visto circular en los años de guerra. Definitivamente, si algo perduraba en su valor, eran las monedas de oro o plata.

Casi a media noche, José María se despidió de su hermano, hacía varias horas que Josefina y los niños se habían retirado a dormir, El General les envió saludos por medio de su hermano y abordó su lujoso automóvil Dodge. Nuevamente pasarían algunos años para que los hermanos se volvieran a reunir, parecía que el destino se empeñaba en mantenerlos separados. A partir de entonces, Juancho se acostumbró a adquirir el periódico los fines de semana, publicaciones que llegaban de Saltillo y le ponían al corriente de la situación política en general y de su hermano en particular, luego pasaba horas comentando la situación con el Profesor Artemio y, ocasionalmente, con el Padre Ramón, cuando él pernoctaba en La Concha. Eran pláticas muy enriquecedoras para Juancho y generalmente las hacían teniendo enfrente una taza de aromático café.

De esa manera se enteró que su hermano había sido elegido Diputado Federal por el Estado de Zacatecas para la Legislatura que iniciaba en enero de 1934; aunque ya habían pasado a la historia las trifulcas que se armaban en el Congreso, alguna de las cuales había terminado a balazos, todavía era frecuente que algunos Diputados se presentaran ataviados con sombrero texano y pistola fajada, entre ellos, el General José María Franco era señalado frecuentemente. Todo mundo sabía que era de los personajes cercanos al Jefe Máximo, por lo que los periodistas siempre estaban pendientes de sus actuaciones en la Cámara; en ocasiones alguno se pitorreaba de su peculiar forma de hablar y entonces el ya Capitán Valladares se encargaba de recordarle que al General había que respetarlo. Generalmente bastaba con una llamada de atención para que el simpático periodista tuviese mas cuidado al describir al General.

En ese entonces, Juancho sí se contagió de la efervescencia política, pues el ascenso al poder del General Cárdenas había levantado grandes simpatías, particularmente entre la clase campesina y entre los obreros. En aquella zona lo respaldaban los mineros. No había duda de quien sería el siguiente Presidente: Lázaro Cárdenas del Río, hombre carismático y sencillo de trato, cuando andaba en campaña no le disgustaba que algún campesino lo invitara a comerse un taco en su jacal, el General entraba y se sentaba alrededor del fogón, como vivía aquella familia; entonces les relataba que él mismo era de extracción campesina, al igual que ellos, los anfitriones, eso le gustaba al pueblo, Cárdenas era uno de ellos.

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Una mañana del otoño de ese año, 1934, Juancho salió temprano a hacer un recorrido por los alrededores, dentro de su propiedad, pero en los terrenos mas abruptos, como siempre, Josefina le preparó una bolsa con alimentos para dos días, pues su marido no pasaba mas tiempo fuera del hogar, a menos que tuviera que internarse mas lejos en el desierto, pero cuando ello ocurría, siempre le avisaba que tardaría y mas o menos en la zona en que haría sus prospecciones, pero ese no era el caso en ese momento, pues Juancho andaría dentro de las cincuenta hectáreas de monte que le había ido alquilando a su suegro y de las que pronto esperaba tener el Certificado Agrario, lo que le daría la propiedad oficial, en los términos que la propia Ley ordenaba: Eran suyas las tierras, pero no podía venderlas ni hipotecarlas, las podía arrendar a un tercero, siempre y cuando contara con la aceptación del Comisariado ejidal.

Juancho ensilló su caballo, cargo su mula con sus utensilios de trabajo y acampada y emprendió la marcha, seguido por su fiel perro, un labrador negro, muy bueno para rastrear y bravo con los extraños. Con él a un lado, Juancho podía dormir tranquilo, pues el “prieto”, que así le llamaba, tenía el sueño ligero y al menor ruido o movimiento cercano, el perro se ponía en alerta, sin ladrar.

Caminaron esa mañana durante dos o tres horas, cuando el sol estaba a un tercio de su ascenso, Juancho buscó un saliente de las rocas para sentarse debajo y sombrearse un poco, ató al caballo y a la mula con cuerdas largas a un mezquite, para que pudieran ramonear o mordisquear las pequeñas yerbas de los alrededores; descargó sus utensilios y preparó una fogata en lugar seguro, para evitar que el fuego se pudiera propagar. Cuando la lumbre estuvo lista, colocó una lámina de hierro sobre unas piedras y colocó encima una cafetera de peltre con agua, para preparar el café, luego colocó sobre el comal de lámina unas quesadillas de tortilla de harina que le había puesto Josefina y cuando las hubo calentado las comió con verdadero apetito. Cuando el café estuvo listo, se sirvió una taza y saboreó la aromática bebida. Descansó un rato, le tiró unos trozos de quesadilla al “prieto” y luego dormitó un poco. Después de limpiar sus trastos y apagar el fuego con los restos de café, Juancho volvió a acomodar las cosas en su mula y emprendió el camino, que ascendía la no muy alta loma.

El resto de la mañana lo dedicó a tomar muestras de diversos lugares, los que iba marcando en un plano que él mismo había ido trazando a través de los años. Tomaba las muestras, colocaba el material extraído en bolsas de cuero y luego las etiquetaba con las referencias que había colocado en el plano, de tal suerte que siempre sabría a qué sitio correspondía tal o cual muestra. Como todo minero independiente, soñaba siempre con encontrar la veta de una mina fabulosa, aunque en el fondo sabía que eso nunca ocurriría; pero de alguna forma su trabajo en algún momento sería reconocido, pues las muestras terminaban en el despacho del Ensayista, Don Estanislao, lo que iba conformando el mapa geológico superficial de la región, algo que era útil para conocer las formaciones y sus posibilidades de contener minerales susceptibles de ser explotados.

Entretenido como estaba en la recolección de muestras, no se percató de un leve escurrimiento de tierra que empezó a deslizarse de la parte alta, de pronto se escuchó un estruendo y cuando Juancho levantó la vista, solo tuvo tiempo de hacerse a un lado para que una roca no le golpease la cabeza, pero no tuvo tanta suerte con la pierna izquierda, que le quedó atrapada por una pesada roca, con seguridad, pensó Juancho, me la ha quebrado. No obstante el intenso dolor, el minero no entró en pánico, pues bien sabía que si no salía por sus propios medios, podría morir antes de que alguien lo localizara. Había quedado puesto de lado, sobre su lado derecho, la pierna derecha cruzada por debajo de la izquierda, pero con movimiento. Soportando el dolor, empezó a deslizar su pierna derecha para tratar de liberarla, centímetro a centímetro la fue moviendo, retirando con esfuerzo los materiales que le estorbaban, auxiliándose con su zapapico y con la pala. Cuando se sentía desfallecer, suspendía su movimiento y respiraba profundamente varias veces, pues sentía que ello le ayudaba a mantenerse despierto. Después de batallar cerca de una hora, pudo sacar la pierna derecha, utilizándola para tratar de empujar la piedra que le aprisionaba la extremidad izquierda. El dolor era intenso, pero el temor a morir en ese sitio o ser presa de los lobos o coyotes, le hacían redoblar sus esfuerzos para liberarse y lo logró, con esfuerzo extraído de lo profundo de sus temores, la piedra se deslizó lo suficiente para que Juancho pudiera arrastrarse fuera de la zona de peligro. En ese momento perdió el sentido.

Debieron pasar cuatro o cinco horas, porque cuando volvió en sí, el sol estaba ya muy cercano a las crestas de los montes lejanos pintados de un velo azul. Su noble perro negro estaba echado junto a él, como cuidándole el sueño. Consciente de su precaria situación, Juancho le silbó a su caballo y miró con agradecimiento a su perro. El caballo llegó junto a su amo y se quedó quieto, como esperando la orden a ejecutar. Juancho alcanzó la cuerda con que lo había atado y se arrastró hasta colocarse junto al noble animal; jalándose de los arreos y ayudado por su pierna sana, logró pararse, la pierna izquierda le colgaba lánguida y el dolor continuaba. La extremidad estaba hinchada y la bota casi le cortaba la circulación, pero no podía quitársela él solo. Haciendo un gran esfuerzo se jaló de la silla coma ambas manos y quedó echado sobre la silla; como pudo, al fin quedó a horcajadas sobre el caballo y, llamando a la mula, se pusieron en camino. Ese regreso se le hizo eterno, tardó cerca de cuatro horas en llegar a su casa; Ya estaba obscuro, pero una brillante luna le alumbraba el camino, ya cerca de la casa, el perro se adelantó ladrando, llamando la atención de Josefina, quien salió presurosa a recibir a su marido, Al verle llegar en tan mal estado, corrió a auxiliarlo y sacando fuerzas de flaqueza, ayudó a Juancho a desmontar y sirviéndole de bordón lo metió a la casa, lo recostó en el sillón y con un filoso cuchillo le cortó la bota. La pierna y el tobillo estaban del doble de su volumen normal, lo que alarmó a Josefina.

Ante la alarmante situación, la mujer se armó de valor y tomó las llaves de la troca, pues, aunque nunca había manejado, Juancho le había explicado cómo ponerla en marcha y accionar las velocidades. A frenadas y jalones enfiló rumbo a El Ahorcado, en busca de su padre para que le ayudara. La distancia no era mucha y en cosa de treinta minutos llegó a la casa paterna, descendió del vehículo y llamó a golpes y gritos para que le abrieran. Su padre abrió la puerta con la pistola en la mano, pues no sabía con qué se iba a enfrentar.

¡Pero qué te pasa, Josefina!, ¿por qué haces tanta boruca?

Es Juancho, papá, está herido y necesito que me ayudes, vamos, por favor, para llevarlo a buscar algún doctor.

¡A qué muchacha!, pérame tantito, nomás traigo mi sombrero y onque sea una cobija pal frío.

Pero apúrese, papá, que se me muere el Juancho.

A los gritos de su hija y marido, María y sus hijas salieron a enterarse de lo qué ocurría, cuando Josefina la puso al corriente, la mujer encargó a las hijas que se metieran a la casa y cerraran bien, ella iba a acompañarlos para ayudar en lo que fuera.

Métanse pa dentro, chamacas, y tense sosiegas, cierren bien con la tranca y no le abran a naiden hasta que vuélvanos nosotros.

Conduciendo Pascual, Josefina y su madre miraban en silencio el camino alumbrado por los fanales de la troca. Veinte minutos después ya estaban de vuelta. Juancho estaba pálido y un rictus de dolor se reflejaba en su rostro; Pascual le cortó la pernera del pantalón para que no le presionara la pierna, luego encontró dos tablas y con una tira de sábana improvisó un soporte para no lastimar al herido. Ayudado por Josefina, trasladaron a Juancho a la parte trasera de la troca, le colocaron unas cobijas debajo y lo cubrieron con otras dos, para que no siguiera perdiendo calor.

A pedido de Josefina, María, su madre, se quedó al cuidado de los niños que dormían plácidamente, ignorantes de las dificultades que su padre estaba pasando. Antes de salir, Juancho le pidió a su esposa que sacara dinero de la caja de caudales que tenía empotrada en la pared de la recámara, dentro del armario. Josefina se dirigió a su recámara y luego de un rato salió con su bolso. Como la clínica que había en Concepción del Oro era pequeña y no tenía servicio de urgencias, se fueron directamente hasta Saltillo, donde con toda seguridad encontrarían médicos en el Hospital General.

El viaje duró cerca de dos horas, pues Pascual conducía con relativa calma, a fin de no causar mas molestias a Juancho, quien a causa del cansancio acumulado desde el momento del accidente, se había quedado dormido. El suave sonido del motor y el balanceo en el camino, fueron un buen calmante, lo que le ayudó a soportar el viaje.

Una vez pasado al Departamento de urgencias, lo valoró una enfermera, quien envió los datos al Médico de guardia, quien de inmediato lo mandó a Radiología para obtener unas placas y determinar el tamaño y forma de la fractura, ya con el expediente completo, fue turnado a la Sección de Ortopedia. El especialista de guardia salió medio adormilado de una habitación y, después de ver las placas, ordenó proporcionarle una cama y la aplicación de medicamentos para calmar el dolor y reducir la inflamación, deberían prepararlo para que entrara a cirugía a primeras horas de la mañana, en cuanto se presentara el Cirujano.

En tanto esto ocurría dentro del hospital, María y Pascual medio dormitaban en la sala de espera, aguardando alguna noticia de su enfermo. Pasadas las horas y ante la falta de información, Josefina se dirigió a Informes, donde le dijeron que el señor Juan José Franco había sido internado y estaba programado para cirugía al día siguiente, a primera hora. No teniendo mas qué esperar, padre e hija se acomodaron y envueltos en las cobijas que llevaban, se durmieron, rendidos de tantas emociones.

La fractura de Juancho era de tibia y peroné, en el tercio superior, afortunadamente la rodilla solamente presentaba leves excoriaciones; la masa muscular que había absorbido gran parte del peso de la roca, estaba tumefacta, pero no había rompimiento de fibras musculares, aunque presentaba un hematoma impresionante. Cuando el Cirujano hizo la evaluación, dispuso le aplicaran al enfermo una dosis de anestesia local y basado en las placas radiológicas practicó una incisión para descubrir los huesos fracturados y poder colocar clavos intramedulares. Luego de una cirugía de dos horas, el médico suturó la herida y le colocaron una férula de yeso para inmovilizar la extremidad, permanecería en hospitalización por cinco días, hasta sanar el sitio de sutura, después de eso le colocarían yeso completo para terminar su convalecencia en su casa. Josefina y Pascual pudieron verlo hasta después de la hora de comida; estaba acostado y una polea le mantenía la pierna suspendida y tirante, para lograr una buena posición y evitar posibles movimientos que dañarían la pierna. Al ver a su marido en posición tan precaria, Josefina no aguantó mas y lloró sobre el hombro de Juancho.

Juancho le acariciaba la cabeza y le hablaba con tranquilidad, estaba seguro de que se iba a poner bien y en unos días se podrían ir a casa. Según los médicos, tendría que estar con el yeso un mínimo de tres meses, antes de poder iniciar su etapa de rehabilitación, lo que lo mantendría en casa, con visitas regulares al hospital, para ser revisado por el Médico. Ya mas tranquila, Josefina le dijo a su marido que ella permanecería en el Hospital, hasta que Juancho fuese dado de alta, a lo que Juancho se opuso, pues no podía descuidar a los niños, con todo y que estuviera su mamá con ellos. Finalmente acordaron que Josefina se iría a casa y regresaría a los tres días y luego el día en que lo dieran de alta. A todo ello convino también Pascual, pues él se encargaría de llevar y traer a Josefina.

Con profunda pena, Josefina y Pascual se despidieron cuando terminó la hora de visitas. Antes de ponerse en camino, Pascual llevó a su hija a que comiera algo, pues no había probado alimento desde la noche anterior. Luego de una cena ligera, padre e hija enfilaron rumbo a Mazapil. El corazón de Josefina se había quedado en el hospital, junto al esposo.



El contenido plasmado en este blog es producto de la reflexión de su autor, de sus colaboradores y de los pensadores que en él se citan. Cualquier semejanza con la realidad o alguna ficcón literaria, televisiva, psicótica paranoide o de cualquier otra índole es mera coincidencia

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