Por Guillermo Exequiel Tibaldo
¿Adonde iría cada uno? ¿Adónde habría ido él?
No podía sonreír ni mucho menos llorar; no estaba destinada a eso, aunque en el fondo, era lo que más quería, para desahogarse en aquel eterno silencio.
Su destino entonces era, como el de todas ellas: una casa de amplios espacios y una soledad inevitable, esperando calladas que algún día, el que talló sus curvas tan delicadamente, retornara por su amor, fruto de su creación.
Sus labios eran de porcelana fría y gris su corazón. Lo esperaba cada mañana en la puerta de entrada, con la esperanza de volver a ver aquellos ojos tan firmes y directos. No le hablaría, solo necesitaba verlo, al menos por última vez.
¿Qué sería de ambos? Separados por la inamovible posición de los hombres que compraban y vendían.¿Adonde iría cada uno? ¿Adónde habría ido él?
No podía sonreír ni mucho menos llorar; no estaba destinada a eso, aunque en el fondo, era lo que más quería, para desahogarse en aquel eterno silencio.
Su destino entonces era, como el de todas ellas: una casa de amplios espacios y una soledad inevitable, esperando calladas que algún día, el que talló sus curvas tan delicadamente, retornara por su amor, fruto de su creación.
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