Mi vida como madrina

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Por el Ing. Sergio Amaya Santamaría

Me llamo Manuel Cota y soy originario de la Ciudad de México, donde nací hace ya cuarenta y cuatro años. Nací en el Barrio bravo de Tepito y desde chico me gustaron los “trompones”, no me le rajaba nadie, aunque estuviera más grande que yo. Muchas veces regresé a mi casa con el hocico roto y los ojos morados, pero era la única manera de ganarse el respeto en el barrio.

Mis padres, José Cota y Julia Fuentes, eran campesinos llegados del Estado de México, de algún rancho allá por San Pedro Limón. La vida les había sido muy dura, pues nunca habían tenido ni un pedazo de tierra, viviendo siempre pendientes de que algún vecino necesitara unas faenas para poder trabajar unos días. El matrimonio procreó cinco hijos: José, Julio, Josefa, Yo y Esther. Los dos últimos nacimos ya en México; mis padres emigraron en busca de una oportunidad de trabajo. Como mi padre no tenía ningún oficio, se empleó como ayudante en un taller de fabricación de calzado; empezó como “chícharo”, es decir, el encargado de barrer y mantener limpio el taller, además les ayudaba en tareas sencillas en el acabado del calzado. No ganaba mucho, creo que como veinte pesos diarios, pues ese era el salario mínimo en esos tiempos, pero a cambio tenía el Servicio Médico del Seguro Social, pues con tanto chamaco, no faltaba que uno u otro estuviera enfermo, siempre de cosas sencillas, propias de los niños, salvo mi hermano José, a quien tuvieron que operar de emergencia, del apéndice, creo.

Como quiera que fuese, mi padre nos mandó a la escuela. Era una escuela muy grande; recuerdo que le faltaban casi todos los vidrios de las ventanas que daban a la calle, pues los chamacos nos divertíamos en las noches en ver quien quebraba más vidrios a pedradas. Las paredes estaban rayoneadas y en general, la escuela siempre estaba sucia. Recuerdo muy bien los baños, siempre sucios, sin agua corriente, malolientes, sin puertas. A tirones y jalones salí de Sexto, yo creo que me aprobaron para que no volviera a la escuela, pues siempre fui una calamidad. Mis hermanos José y Julio estaban en la misma escuela y yo era el encargado de defenderlos, pues ellos nunca fueron buenos para las peleas.

Lo que mas recuerdo de esa escuela, es el patio trasero, donde había un árbol raquítico de pirul, el piso era de tierra y en él se dirimían las peleas de los chamacos. Cuando había algún problema en las horas de clase o el recreo, siempre decíamos “nos vemos a la salida, junto al árbol”; todos sabían a qué lugar nos referíamos y todos estábamos expectantes, pues conociendo a los contendientes, se podían hacer apuestas. Allí empezaron mis entrenamientos para defenderme en la vida. Nunca me he puesto a contar en cuantas peleas gané y cuantas otras perdí, pues con toda seguridad en un principio las perdí todas, pero a cambio fui aprendiendo a defenderme, pero sobre todo a pegar, a no “rajarme”, aunque me dolieran los golpes. Cuando me dejaban sangrando, casi a punto de llorar, cosa que nunca vieron, aunque al llegar a casa me refugiara en algún rincón a llorar mi frustración. Eso me fue endureciendo y me decía que nadie me volvería a golpear y entonces, en el siguiente pleito, procuraba cuidar más mis golpes y darlos donde mas daño pudiera hacer.

La casa donde vivimos siempre, hasta que cada uno de los hijos nos fuimos separando, era mas bien una vecindad en la calle de Jesús Carranza, compuesta por una serie de viviendas a los lados y varios callejones que desembocaban en cinco patios de diverso tamaño, esta pequeña ciudad tiene una salida por la calle Peralvillo. La vivienda en sí, que compartíamos siete personas, estaba compuesta por una habitación grande y una pequeña cocina; el baño era común para cinco viviendas del patio dos. En ese pequeño mundo había que aprender a sobrevivir, pues no faltaba quien quisiera alzarse como el “jefe” de la palomilla y a mí, en lo personal, nunca me gustó estar bajo los calzones de nadie. A la edad de doce años, ya era yo el líder de un grupo de rapaces y pocas bandas se nos enfrentaban. En el barrio me conocían por el mote de “el manotas”, pues desde chiquillo me caractericé por tener manos grandes y fuertes.

Por esos años fue que murió mi hermano José, siempre había sido pacífico y débil, por lo que yo lo tenía que defender cada vez que alguien lo bronqueaba. Un día no llegó a dormir, en contra de su costumbre, pues era un muchacho estudioso y disciplinado; estaba estudiando en una escuela nocturna y salía a las nueve o diez de la noche. Al día siguiente, un sábado por cierto, lo encontraron muerto, tirado cerca de unas vías de ferrocarril que había en las orillas del barrio; le habían dado varios piquetes con un verduguillo. La policía cerró el caso como homicidio por robo y nunca investigaron más, pero yo no me quedé satisfecho y viendo el dolor de mis padres y hermanos, me puse a averiguar; no fue fácil, pues éramos muy chamacos y no nos hacían caso, o nos alejaban con una patada en las nalgas, pero yo seguí insistiendo. Si los grandes no nos hacían caso, lo haríamos por medio de las bandas de chamacos, como nosotros. Tenía que ser muy cuidadoso, pues los “chivatazos” se pagaban con la vida.

Así, como curiosidad de chamacos y siempre preguntando por medio de mi banda, me fui enterando de las cosas. Resulta que mi hermano andaba noviando con una muchacha, hermana del líder de una banda de otra calle. Ese fue un gran error de mi hermano, porque así como no nos gustaba que muchachos de otras calles fueran a enamorar a nuestras vecinas, tampoco nosotros teníamos qué ir a buscar a otra calle. Pero así es el amor. Los muchachos se conocieron en la escuela nocturna y se gustaron, quien puede evitar esas cosas. Como buen enamorado, mi hermano acompañaba a la muchacha hasta la puerta de su vecindad y luego se iba para la casa. En dos o tres ocasiones lo detuvo “el güicho”, José Luis, que así le decían al hermano de la novia, siempre rodeado de su banda y le aconsejó, en buena onda, a mi hermano, que dejara en paz a la muchacha, pues él vivía en otra calle. Mi hermano no hizo caso y el resultado ya se sabe cual fue.

Hasta ahí y dados los códigos de convivencia del Barrio, no había reproche para tomar venganza, pero era mi hermano y eso afectaba el honor de la familia, de la vecindad y de la calle, así es que a fin de dejar en claro que la Calle de Jesús Carranza no podía tolerar esa humillación, por medio de gente de valer en el Barrio, se concertó un pleito entre “el güichó” y yo. La pelea se concertó para cierta noche en un terreno baldío en terreno neutral, las armas elegidas eran puñales. Yo confiaba en mis habilidades como boxeador y en poder aprovechar algún momento para terminar con mi rival. El barrio se había caracterizado por haber sido la cuna de buenos boxeadores, así es que desde temprana edad andaba uno caminando entre gimnasios, aunque mi verdadera escuela siempre ha sido la calle. El día del pleito llegue a la cita rodeado de mi banda, ya estaba “el güicho” con los suyos, pero además estaban los jefes grandes, quienes eran los testigos de calidad.

A la media noche empezó la pelea, ambos nos mirábamos a los ojos, caminando en círculos y con los puñales empuñados, aunque yo empleaba mejor la mano derecha, siempre me había caracterizado por tener un buen gancho de izquierda. El primer movimiento lo hizo “el güicho” tratando de alcanzarme en el estómago con su arma, pero yo di un paso lateral y con la izquierda le mandé un gancho a la cara que lo sorprendió y cayó al suelo, pero se levantó rápidamente, aunque de inmediato se le hizo una bola sobre el pómulo derecho; lleno de coraje se me lanzó de frente y, aún cuando alcancé a girar, me hizo un corte sobre el brazo derecho. Era tanta mi rabia, que en ese momento no sentí ningún dolor, solamente quería prenderlo. Así duramos algunos minutos, nadie daba tregua, pero ninguno tomaba ventaja. Esa noche yo estaba de suerte, pues ya cansado, “el güicho” hizo un lance un tanto flojo, lo finté con la izquierda y cuando cabeceó, alcancé a hacerle un corte en la mejilla izquierda; solo fue un instante, pero mi rival se llevó la mano a la cara para comprobar el corte y dando un paso lateral, le hundí la hoja de mi puñal en el pecho. No necesitó mas, dobló las piernas y cayó de frente.

Después de eso, la gente me veía con respeto, nadie se cruzó más por mi camino ni con mi familia. Mis padres nunca se enteraron de mis andanzas. En tanto mis hermanos asistían a la escuela, yo me dediqué a pequeñas raterías que me daban algunos pesos. La banda del “manotas” empezó a ser conocida. Cuando yo cumplí diez y siete años, uno de los jefes grandes me llamó para trabajar para él y para unos Judiciales que controlaban el rumbo. Debo aclarar que nadie podía trabajar libre en el barrio, porque siempre había un “poli” detrás de uno. En tanto cubriéramos la cuota, podíamos trabajar con seguridad; cuando se requería que alguien fuera presentado como “sospechoso” por algún delito, el jefe grande escogía a quien le tocaba.
En aquellos días, el Jefe de la Policía Capitalina era un jefe grande, bien respaldado y había que entrarle todos para que “el agua subiera” en esa curiosa pirámide. Cuando algún despistado quería pasarse de listo y ser su propio jefe, no duraba mucho tiempo: o se alineaba o se va iba a “chirona”. Si se ponía sabroso, pues lo enfriaban y no pasaba nada. Como siempre fui muy vago, en casa ya no me decían nada, yo llegaba en la madrugada y me iba temprano, siempre le daba “el chivo” a mi madre para que no tuviera problemas con las escuelas de mis hermanos. Así pasaron varios años, hasta que a mí me tocó el turno de ir a la sombra por un rato. Estaba la cosa muy caliente porque no habían detenido a nadie por robos callejeros, así es que los polis necesitaban un “chivo expiatorio” y me metieron a la penal. Fue como un descanso, porque entré bien recomendado, aunque había qué respetar las reglas del lugar, los “polis” y mi jefe grande habían dado instrucciones para que no me molestaran; la cuota que me pusieron fue llevar “un guato” de yerba cada semana. No hubo problema, los mismos guardias me lo pasaban, ellos se quedaban con una parte para negociarla y yo pagaba mi estancia.

Mi madre y mis hermanas iban a visitarme los domingos, mi padre y mi hermano nunca fueron. Siempre les juré que era inocente y me lo creyeron, así que cuando salí en libertad a los seis meses, estaban seguros de que se había hecho justicia.

Habiendo alcanzado más confianza de mi jefe grande, me encomendaron trabajos más importantes. Mi banda no era muy grande, siempre entre ocho y diez “vatos”, pero todos bien “leñas”, ellos sabían quien era el jefe y durante mi estancia guardado, mi segundo cumplió con la chamba. En adelante me encomendaron los asaltos a comercios, para ello nos dieron dos pistolas limpias con su respectivo parque; “los polis” nos enseñaron a usarlas y cuando actuábamos, ellos andaban por las cercanías para hacernos “el paro”; solamente una vez tuve qué usarla, no hubo mas remedio, pues la “ñora” a la que asaltamos iba a sacar una escopeta que tenía bajo el mostrador, así es que no hubo mas que jalarle, no quería hacerlo, pero era ella o yo. Sacamos la lana del cajón y unas botellas, pero los “polis” nos alcanzaron, dejaron ir a mis “compas”, pero a mi me detuvieron, pues me dijeron que como había habido un muertito, pues no podían hacer nada, si no, les daban ”cran” a ellos y todos saldríamos perjudicados. Nuevamente al bote, pero esta vez sí fue en serio, me dieron de cinco a siete años por haber usado un arma. Cuando salí, ya de veintitantos años, pues ya estaba bien calado. Los jefes grandes me nombraron a la vez como jefe grande y pude tener a mis propias pandillas de chamacotes. Ahora yo tenía que entrarle con mis propios “polis”. No es que quisiera seguir delinquiendo, pero no había otra cosa, pues ellos mismos me obligaban, porque tenía qué cumplir con la cuota diaria. Mientras tanto yo seguí siendo el mejor para los trompones, no había quien se me parara en el barrio. Bueno. Los profesionales eran otra cosa, ellos estaban aparte.

Durante tres años trabajé en esa forma, en ese tiempo hicimos varios trabajos. Empezó a ponerse muy activo el contrabando de diversas cosas y nosotros teníamos que proteger a los comerciantes del barrio, para que no los molestaran, ni la policía, ni bandas que venían de otras partes; desde luego que ellos le entraban con una cuota establecida y todos vivíamos muy contentos. Yo no sé cómo se enteraron de mí mas arriba, pero un buen día me llegaron “los polis”, quienes me llevaban un recado de uno de los jefazos. Un tanto amoscado acepté acompañarlos, no me quedaba de otra, aunque yo pensaba que me iban a dar sombra nuevamente, pero cuál no sería mi sorpresa que me llevaron hasta el despacho del jefazo, quien me dijo que tenía buenas recomendaciones y me quería en la Corporación, pero que tenía que hacer méritos, así es que empezaría como "madrina” de un Agente. Yo entendí que no me estaba preguntando, me estaba ordenando lo que tenía qué hacer en adelante.

Me asignaron como “pareja” de Pedro Leyva, un hombre como de cuarenta años, venido de Sinaloa y muy entrón. Ese sí fue un buen ascenso, pues ahora andaríamos en un buen carro, el cual yo tendría que conducir. Desde luego que yo no tenía “charola”, pero ni falta hacía, pues no faltó un cuate que por unos pesos me proporcionó una, sin número, pero apantallaba. Me compré unos buenos “tacuches” y Pedro me dio una 45 muy buena, con cachas de marfil, que le había bajado a unos chavos. Mis padres se pusieron contentos cuando les dije que me habían dado chamba como Judicial, pues ellos pensaban que era un trabajo decente. Para entonces mi hermano Julio ya trabajaba en el taller y era oficial de algo; mi padre se había ganado la confianza del dueño, pues la neta que era honrado el viejo y estaba como encargado del negocio.

Josefa se había ido con el novio y vivían en el patio cinco; recuerdo que les hacíamos burla y les cantábamos “El quinto patio”, una canción muy vieja, que era como un himno en la vecindad. Esther, la menor de la familia, atendía un puesto de ropa que yo le había puesto en el mercado del barrio, desde luego que la banda se encargaba de cuidarla, luego supe que mi segundo, “el chava”, pues era su novio, lo que me dio gusto, pues era buen cuate y yo sabía que la iba a respetar. De esta forma, a partir de que yo me convertí en “madrina”, “el chava” encabezó la banda y siguió bajo el patrocinio de “los polis”

Pedro y yo estábamos asignados a la División de robo de autos, por lo que no teníamos un sitio seguro para trabajar. Era fácil la chamba, cuando localizábamos un auto que se hacía sospechoso, lo seguíamos y cuando se estacionaba revisábamos el número de registro, si estaba entre la lista de “robados”, solo era cosa de esperar a que saliera el conductor. Yo era el encargado de abordarlo, le abría la portezuela y lo bajaba a jalones, si se ponía al brinco, le daba dos cachetadas, con mis manos como raquetas, en un instante se quedaba quietecito. Entonces ya podíamos platicar. Si nos percatábamos de que era el autor del robo, podía optar por ir al bote o entrarle con treinta mil pesos o más, dependiendo del valor del mueble. Si solamente era un paisano que había comprado sin saber, pues se la hacíamos mas de cuento, pues igual iba a dar al bote por comprar carros chuecos, o nos llevaba con quien se lo había vendido y le entraba con una lana para las investigaciones, ya nosotros nos encargábamos de atender al comerciante y ponernos de acuerdo. Era bueno el negocio, solamente teníamos que pasar todos los días a entregar la cuota con el Jefazo. Siempre había abierto un cajón de su escritorio, no cruzábamos palabra, simplemente dejábamos nuestro sobre en el cajón, la Secretaria anotaba el nombre del Agente y si alguno faltaba al terminar el día, tenía qué dar buenas explicaciones al día siguiente y, desde luego, dejar el sobre faltante.

Cuando andábamos en la calle, en busca de autos robados, siempre teníamos oportunidad de hacer otros negocios; cuando capturábamos a algún raterillo, siempre y cuando no hubiera cometido homicidio, echábamos una platicadita con él, de alguna forma lo convencíamos de que estar en libertad era mejor que la “chirona”, pero eso tenía un precio, así que lo poníamos a trabajar para nosotros, era lo mismo que en el barrio, pero estos eran trabajadores independientes, aunque una vez enganchados, ya difícilmente se nos pelaban, pues se daba cuenta de que les convenía nuestra amistad. Además de que le entraban con la cuota diaria, se convertían también en informantes, algo muy conveniente para dar con los ladrones de autos, pero todos sabían que con nosotros no había bronca, todo era cuestión de negocios; eso sí, si se ponían roñosos, entonces les dábamos una calentadita, aunque más de uno no se quiso alinear, entonces lo llevábamos a dar un paseo al monte, por el Ajusco, o por el rumbo de Tres Marías. Si era gente que no sabía hacer negocio, solo nos daría problemas, así le hacíamos un servicio a la sociedad, pues no tendrían que mantenerlo por años en un reclusorio.

En ocasiones Pedro no estaba de acuerdo, pero caía a la razón, no es que a mí me gustara jalar el gatillo, pero una manzana podrida, echa a perder todas las del barril y para que queríamos eso. Nosotros teníamos que pagar la cuota, dar chivo en nuestras casas, pagar la gasolina y refacciones del auto, pues de donde podía salir tanto…

Después de terminar el turno y ya que hacíamos nuestro recorrido particular, nos gustaba irnos a una Cantina, La Victoria, allá por el rumbo del Tenampa, era un buen lugarcito y nos trataban bien; nos tomábamos un par de cervezas cada uno y la botana era suficiente para cenar; en alguna ocasión nos invitó la casa. Recuerdo que estábamos muy tranquilos, platicando de nuestros asuntos, cuando llegó un chamaco pistola en mano, pretendiendo asaltar al cajero, yo creo que andaba enyerbado. El mesero, que ya nos conocía, nos hizo un seña y de inmediato le caímos encima al chamaco, le di varios golpes y no se caía, yo digo que andaba mien moto; al final, entre Pedro y yo lo sometimos, le pusimos las esposas y se lo entregamos a una pareja de Patrulleros de la Preventiva, para que sacaran para cenar.

Agradecido Don Manolo, el dueño, no permitió que pagáramos la cuenta y nos mandó un pollo rostizado y otras cervezas. Esa noche nos fue bien.

Por aquellos tiempos conocí a una chamaca, era mesera en un barecito por la Colonia Roma, se llamaba Rebeca. La invité a salir y aceptó. Caminamos un buen rato, tomamos un café en Sanborn’s, la llevé a cenar a las flautas y luego la acompañé a su casa, en la Colonia Morelos, muy cerca del barrio. Después de eso pasé varias noches a buscarla y me le declaré. La cosa era formal con ella, así que duramos como un año de novios. Yo le platiqué en qué trabajaba y no le desagradó. No me gustaba mucho su trabajo, pues no faltaban galanes latosos que querían propasarse, pero ahora ya tenía quien viera por ella, así que me di cuenta y esperé afuera, a que saliera el galán. Salió acompañado por un amigo y los dos se reían de la “torteada” que le habían dado a Rebeca. Yo los escuché y me dio harto coraje, así es que ni tiempo les di de meter las manos, a los dos me los surtí y les dije muy claro que a esa mujer la tenían que respetar, pues la próxima vez me los cargaba.
Creo que ya no volvieron, bueno ni falta hacía, sus propinas no eran muy buenas.

Después del año de que empezamos a salir, Rebeca me llevó a su casa a conocer a sus padres, el señor Arturo Salas, su padre, era panadero y tenía un pequeño negocio que atendía junto con su mujer, Candelaria; Rebeca tenía un hermano más chico, Santiago, que estaba enfermito, creo que Parálisis cerebral, pues se la pasaba en la cama o amarrado a una silla, para que no se cayera, hablaba muy mal, apenas le entendía. Me cayeron bien los suegros y fijamos la fecha de la boda para seis meses después. Otro día llevé a Rebeca a conocer a mis padres, Don José y Doña Julia. Rebeca les cayó bien y también a ella le agradaron mis viejos, así que nos pusimos a preparas las cosas, Yo le encargue a “el chava” que me consiguiera un departamento, de preferencia en la misma calle, pero no en la vecindad. Como yo ya era un hombre de respeto, no tardó mucho en decirme que había un departamento en un edificio nuevo, eran solo 4 departamentos de dos recámaras, con baño y cocina, todo un lujo, me dejaban la renta en $800.00, estaba caro, pero Rebeca lo valía, así que lo renté.

Cuando le platiqué a Pedro, me felicitó y se ofreció a apadrinar la boda, cosa que yo agradecí, pues me había ayudado mucho. A partir de ese día tuve que trabajar mas, me conseguí otras tres parejas de raterillos, pues tenía que juntar el dinero para la boda. Como yo no tenía sueldo, pues oficialmente no existía en la Corporación, todo tenía qué salir de la chamba.

Pero no se crea que todo era coser y cantar, de vez en cuando había que participar en operativos en contra de las mafias que se estaban formando alrededor del robo de autos, así que en una ocasión se organizó un operativo por Ixtapalapa. Éramos como veinte agentes, para esa ocasión nos prestaron charolas para ponerlas en el bolsillo superior del saco, para que no nos fueran a confundir los compañeros, cuando llegamos al corralón, nos recibieron a balazos, el primero que cayó fue un compañero, le dieron en una pierna, afortunadamente, yo iba cerca de él y me alcancé a tronar al que le había disparado; total, murieron como cuatro delincuentes y de nuestro lado solamente un herido. Detuvimos a seis sujetos y se recuperaron 15 automóviles con reporte de robo. Fue un buen operativo y el Jefazo me felicitó.

__ Si sigues así ”manotas”, pronto serás Agente.

Fue de las pocas veces que me dirigió la palabra, pero era bueno, pues se dio cuenta que yo era entrón.

Así pues, me casé con Rebeca. Qué chula estaba mi mujer, morenita y bien formada, tenía unos ojazos deslumbrantes y era muy cariñosa. Tuvimos dos chavales que eran un amor. Pero yo creo que se cansó de mi vida de policía; Salir temprano, llegar tarde. No saber si algún día solamente le llevaban la noticia de mi muerte, el caso es que a los cuatro años nos separamos. Ya la vida no fue igual para mí, me volví más violento y en varias ocasiones se me pasó la mano en los interrogatorios. No había bronca, pero los jefes me advirtieron que tuviera cuidado, pues no podían estarme cubriendo siempre. Lo mismo me recomendaba Pedro, pero yo no me podía contener, en cuanto les daba el primer golpe, se me calentaba la sangre y si no me decían lo que yo quería, pues les daba mas duro. Luego les daba su “tehuacanazo”, para que contestaran pronto, si no, les daba toques en los güevos, para aflojarlos. Era muy difícil, En ocasiones ya no me querían llevar a los interrogatorios, todo ello me dio fama, tanto en la calle, como en la corporación. Eso me ayudó afuera, pues no me discutían cuando hacíamos negocio. Fue tiempo en que ganamos buena lana. Tenía buenos ahorros en el Banco, pero a nombre de mi hermano Julio. Me compré buenos tacuches y siempre traía lana para invitar a las viejas, que me sobraban. Las llevaba a cenar y a bailar y luego terminábamos en algún motel. Me divertí bastante. Otras veces me iba solo a mi departamento y me ponía a tomar y a oír discos yo solo, entonces lloraba como un crío por Rebeca y por mis hijos, pues me hacían falta. Eso sí, nunca llevé a nadie al departamento, siempre lo respeté, esperando que algún día quisiera regresar mi mujer con mis hijos. Pero estás visto que nada es para siempre. Un día cambiaron al Jefazo, llegaron otros Jefes con otras ideas y todo cambió. Pedro me dijo que ya no podríamos andar juntos, pero que iba a ver cómo hacerle para que yo pudiera trabajar y él me protegería, la gente no tenía qué saber que cambiaba la organización. Pero no faltó quien diera la noticia y un día llegué yo solo en mi auto a recoger la cuota y no me pagaron, el chavo sacó una pistola y me disparó.

Y ahí quedé recargado en el volante, con la cabeza casi destrozada. Yo trataba de llamar a alguien para que me ayudara y no me hacían caso. No me dolía nada, pero me sentía angustiado de que nadie me ayudara. Ahora como iría a ver a mis hijos y a Rebeca, estaba lleno de sangre. Y cómo le diría a mi madre que ya no iría a la casa. Me senté sobre el auto y lloré, me sentí muy solo. Muchos curiosos rodeaban mi auto, pero no me veían, yo les pedía que me ayudaran, porque estaba sangrando, pero solo veía rostros serios, curiosos unos, asustados otros. Así terminó mi vida como “madrina”


Ciudad Juárez, Chihuahua,
Julio de 2009.

1 Comentario:

fernando reyes baños dijo...

Sergio, va mi comentario:

a) Lo bueno.- Un lenguaje ad hoc a los sucesos que narras; en este sentido, me parece que rompes con tu forma acostumbrada de narrar.

b) Lo malo.- Demasiado largo. La parte que describe la infancia del protagonista me pareció similar a otros cuentos que se han publicado aquí. Para mi gusto, faltó ese elemento sorpresa que hace de los cuentos una experiencia literaria breve, pero intensa.

c) Lo interesante.- Me pareció un relato que permite asomarse al lector a un modo de vida poco común para la mayoría, pero que es el pan de todos los días de aquellos que, supuestamente, están para hacer un bien al pueblo. Por más humano que pareciera ser el protagonista, a mí como lector, me generó su forma de ser y hacer las cosas un tanto repulsiva.

Aclaro que todo esto es, únicamente, mi punto de vista.

¡Gracias Sergio por colaborar con nosotros!

Saludos



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