Ahora puedo recordarte

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Por María Ascensión Rivera Serván


Cuando te fuiste de mi lado no lloré. Ese día me convertí en piedra y me ayudó la rabia que ya llevaba dentro cuando recogí tu diagnóstico: ¡Metástasis! Le tiré al  médico las radiografías a la cara porque había estado haciéndote miles de pruebas basándose en lo que había visto en ellas. ¡Y no eran las tuyas!

- María, perdona ha sido un error. Lo siento.

Esas fueron sus palabras cuando fui a verle extrañada por su llamada acerca de que había algo de qué hablar. Esa misma mañana tú te habías ido de ese hospital con la certeza de volver solamente para las revisiones.

Estuve cinco años odiando esas palabras y a ese médico. Odié al mundo entero pero, mi cólera se convirtió en cenizas al igual que tú. Quise denunciarle por su negligencia. Gritar ante la prensa incluso, su falta de ética y su estupidez. Para él, “error” no podía ser sólo una palabra. ¡Tenía que ser su castigo también!

Me odié a mí misma por ser la portadora de la noticia. Aguanté todo lo que pude sin romper la esperanza que brillaba en los ojos de tus hijos y tu esposa reunidos a la mesa. Por esas contradicciones que a veces tiene la vida ¡Era Nochebuena!

El día de tu entierro padre, tampoco pude llorar. La frialdad e indiferencia habían entrado en mi corazón y como un cristal golpeado con fiereza se quedó allí fragmentado en miles de pedazos y atrapado en él, mi dolor se congeló. Dos meses después fui sola a aquel lugar y te llevé las flores que a ti tanto te gustaban, flores silvestres con olor de tu campo descuidado a la fuerza por tu ausencia y tampoco pude llorar. Los recuerdos se agolpaban en mi mente, pero sólo los malos, los sórdidos, los peores recuerdos.

Días de espera en el hospital ante la puerta del quirófano. Un día los médicos eran portadores de noticias negras que contrastaban con el blanco de sus batas. Otros, éstas eran de color verde y nos traían la esperanza.

Noches cuidándote con tus manos en mis manos para que no te movieras  y tú, chasqueando los dedos ante ese hormigueo incansable que se apoderó de ti, parecías ir al compás del macabro baile al que te conducía la muerte.

Tu mirada vacía y vidriosa cuando estabas sentado en aquella butaca que aún hoy conservo. Mi madre me  decía que dormías con los ojos abiertos, que era una costumbre tuya, pero yo veía a veces en ellos una lágrima brillar que nunca resbalaba por tu cara.

Tus largos días en la cama, tu fuerza que se iba desprendiendo de ti, deslizándose sobre tu cuerpo, haciéndote prisionero del desaliento y esclavo de tu enfermedad.

Yo sufría por ser dura y fría. Sufría por tu obligado abandono. Sentía como si una parte muy importante se hubiese desprendido de mí al marcharte  y ese profundo vacío sólo lo podían llenar mi orgullo y mi cansancio. Era como un árbol que comenzaba a perder sus raíces. Imploré a mi indiferencia para que me devolviera las lágrimas que me había robado, quería derramarlas allí para poder recibir tu consuelo. Busqué tu calor y no lo encontré y por fin mi dolor estalló en un grito que ahogó mi furia y lloré.

Ahora todo es diferente padre porque he logrado encontrar el recuerdo de aquella carta que un día me escribiste desde el extranjero donde me dabas consejos sobre mi primer amor y también el de aquellas rosas que me cortabas y me escondías en el coche para que mi madre no te regañara porque le dejabas el jardín sin flores. Aquellas rosas que tú regabas cada día y cuidabas con esmero.

También encontré entre tus cosas una novela olvidada que te escribí de niña. Recuerdo que me dijiste al oído que algún día sería una escritora de talento. ¡Te gustaba tanto leer!

Hacías que me sintiera querida por ti, ni más ni menos de lo que querías a los demás. Para esas cosas siempre fuiste especial. Me dabas tu fuerza y tus mimos. Me animabas y le decías siempre a todo el mundo que tu niña mayor era muy lista. Estaba en tercero de carrera y decías a los demás que ya era médico. Hacías que me sintiera orgullosa y confiada.

Ahora cuando voy a tu casa ya no veo ese huerto descuidado sino lleno de amapolas, de margaritas blancas y amarillas, las mismas que tú en un manojo atado si no había rosas, siempre me entregabas. Me paseo entre tus árboles y cuando llueve, del olor a tierra mojada se desprende y se mezcla también el aroma de aquella colonia tan fuerte que usabas.

También ahora puedo comprender aquel sueño que noche tras noche se repetía. Tú aparecías ante mí, suspendido en el aire alzando tus manos y mirándome fijamente. Yo sentía miedo al principio, pero tu mente y la mía, sin palabras se unían y el miedo desaparecía. Viniste a despedirte de mí, padre y tus manos me daban algo para compartir con los demás. Ahora sé que ese algo era tu serenidad y los dulces recuerdos.

Cuando es de noche salgo al patio y miro al cielo y también yo busco al igual que tu nieto, esa estrella que tanto brilla y al igual que hace él, le pido un deseo. Esa estrella tal y como tú le decías parece que hace guiños con el destello intermitente de su luz. ¿Será verdad padre que ahí estás tú?



El contenido plasmado en este blog es producto de la reflexión de su autor, de sus colaboradores y de los pensadores que en él se citan. Cualquier semejanza con la realidad o alguna ficcón literaria, televisiva, psicótica paranoide o de cualquier otra índole es mera coincidencia

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