Prisión

Por Guillermo Exequiel Tibaldo

Los vidrios rotos aquella noche me pusieron los pelos de punta. Me levanté con deseos de quitarme el anillo de boda, y al descuidar la mirada en la ventana rota, noté que una lechuza me traía el mal augurio con su canto. Pero la reconocía, conocía ese pico gastado, y le arrojé el primer zapato que pude agarrar: estaba enfadado con ese ruidoso animal, por haberme despertado los vidrios rotos y por el terrible dolor de cabeza que me confundía en la oscuridad.

Pero del cerrojo de la puerta de mi habitación salía una hebra de luz, que como de un faro, cambiada de dirección hasta volver al mismo punto: mis ojos, encandilándome como un policía a su prisionero.

Le lancé un grito de furia para que se vaya, pero las cadenas no me dejaron avanzar hacia la puerta, y las estreché con fuerza con deseos de quitarlas para ahorcar a quien hacía aquel juego macabro detrás de la puerta.

Pero no tuve que esperar demasiado, aquella figura la abrió, para mi sorpresa: era ella ¿Para qué la asesiné?

Debí comprender que una tortura peor que soportarla con asco cuando no podía evitarlo, sería atarme a ella por pecado, aún más que mis propias cadenas y que el amor que juramos prometernos.