Por Guillermo Exequiel Tibaldo
Se puso los zapatos y en menos de diez segundos se dirigía a su objetivo, en esos momentos en donde la melancolía personal atrapa aún más de lo que puede imaginarse, y donde resignarse se vuelve inevitable. El pasado se difundía con más fuerza, porque era de lo que más creía conocer.
A pesar de creer en una seguridad aparente, oyó su voz a la mitad del camino, que lo llamaba con la misma dulzura acostumbrada bajo las velas del anochecer, envueltos ambos en la manta de lana verde donde juraron ser agua y tierra.
Brotó de su mejilla una lágrima fría e interminable, pero no se volteó por temor a que su orgullo decayera para siempre. Su firmeza era débil en lo más profundo de sus sentimientos, por lo que no se atrevería a mirarla a los ojos, no podría hacerlo después de semejante traición. Si sus errores eran tan graves, mejor era que guardara en su memoria la idea de un hombre acostumbrado a superar cada batalla con el orgullo necesario para continuar.
Cerró los ojos, y saltó sin decirle adiós.
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