El arcón del abuelo

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Por Sergio A. Amaya Santamaría


En el desván de la vieja casa de los abuelos, durante toda nuestra vida habíamos visto un arcón con cinchos y herrajes de hierro, cerrado con un viejo candado medio oxidado; nuestra curiosidad infantil, nunca fue satisfecha y el trebejo pasó al cajón de los olvidos. Luego nos fuimos casando y haciendo vida en sitios diferentes. Cuando llegaron nuestros hijos, seguimos visitando a nuestros padres en aquella vieja casona tan llena de recuerdos. El jardín de antaño, se había reducido por la apertura de la calle, pero la galería era la misma y los árboles en que hicimos nuestras travesuras, seguían allí, mas añosos, mas nudosos, como manos artríticas, pero siempre presentes, en espera de abrazarnos con nostalgia.

Cierto día de vacaciones, ayudaba a mi padre a hacer limpieza de cosas inútiles y entonces volvió a aparecer el viejo arcón. Verlo mi hijo de ocho años y trepar en él, fue el mismo instante. Emocionado, pensando tal vez en tesoros de piratas, pidió a su abuelo que lo abriera. El viejo se hizo el remolón unos momentos, hasta que finalmente aceptó que no lo había abierto nunca, pues la llave se encontraba perdida desde hacía decenas de años, motivo por el cual nunca lo abrió para nosotros, pues le dolía tener qué romper algo que él consideraba una obra de arte artesanal. Sin embargo, son mas efectivos los ruegos de los nietos que los de los hijos y con una sonrisa de complicidad hacia su nieto, tomó un martillo y un cincel y de dos certeros golpes, el viejo candado cayó al suelo.

Los tres nos quedamos expectantes, tal vez cada uno tuviera el presentimiento de que algo o alguien pudiera salir. El mas decidido resultó mi hijo, quien sin mucho pensarlo levantó la tapa. Una fina capa de polvo cubría un paño rojo que tapaba el contenido, en las esquinas se veían algunas telarañas, pero sin temor alguno, el niño levantó el paño, dejando al descubierto un antiguo casco de acero con incrustaciones de bronce; el niño lo tomó con reverencia y se lo puso decidido, cuando volteó a mirarnos, el chico se desvaneció de nuestra vista. Cuando abrió los ojos, se encontraba en el bosque, cubierto con una capa roja, una camisa de seda y calzones de manta cruda; sus pies estaban calzados con zapatos de cuero con correas que le llegaban hasta las rodillas y portaba una espada de doble filo. Desde luego que no era un niño, sino un hombre de unos 20 años y se movía con cautela, sin hacer ruido para no ser descubierto. A través de los matorrales vio a un hombre que depositaba en un agujero, un pequeño cofre, aunque ya casi anochecía, memorizó el lugar, era junto a un árbol grande, un roble que crecía junto a unas grandes rocas. El hombre terminó de tapar el agujero y luego puso ramas sobre la tierra removida, a fin de que pasara desapercibido. El joven se tiró al piso, sobre la hierba, para no ser descubierto por el hombre, quien pasó a pocos pasos de él, pero ya lo ocultaban las sombras del bosque.

Dando un gran rodeo para no despertar sospechas, el joven volvió a su campamento, donde ya se asaba un cordero, que daba vueltas entre las llamas de la fogata, los soldados, sus compañeros, gritaban y juraban en tanto lanzaban los dados y bebían el vino en copas metálicas. Pasaron los años y sobrevivió a varias guerras; con un brazo casi inútil a resultas de una herida, el muchacho salió del ejército y volvió a aquel bosque de su juventud. Tenía algunos ahorros y pudo comprar las tierras donde estaba el viejo roble; junto con las tierras venía un fuerte macho de tiro y los aperos de labranza. El muchacho trabajó la tierra y se hizo rico, se casó y tuvo cuatro hijos, tan trabajadores como él mismo. Nunca desenterró el cofre, suponiendo que siguiera en el sitio, pero encontró el verdadero tesoro que encerraba esa ilusión. El trabajo constante y honrado, enriquecen al hombre, si no de oro, sí de una fuerte familia.

Cuando se sentía abrumado por los problemas y la responsabilidad, se sentaba sobre las grandes piedras, a la sombra del viejo olmo; el viento movía sus ramas, que parecían querer abrazarle; entonces pensaba en el cofre y llegaba a la misma conclusión: Lo que contuviera ese cofre, no le pertenecía, lo único suyo era esa tierra y esa familia que había formado.

De pronto sintió algo frío sobre la cara y escuchó la voz de su abuelo, quien le preguntaba si no se había hecho daño al caer, pues el peso del casco lo había tirado. El niño se levantó y echando los brazos al cuello de su padre y su abuelo, solamente les dijo: Los quiero mucho.

Agosto 22 de 2011 - Ciudad Juárez, Chih.



El contenido plasmado en este blog es producto de la reflexión de su autor, de sus colaboradores y de los pensadores que en él se citan. Cualquier semejanza con la realidad o alguna ficcón literaria, televisiva, psicótica paranoide o de cualquier otra índole es mera coincidencia

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