Por Sergio A. Amaya Santamaría
En algún sitio, en lo alto de la árida montaña, se escuchó el llanto de un recién nacido, acompañado por la luz de un relámpago y su posterior estruendo, efecto de una tormenta lejana del sitio del feliz advenimiento. La casa era pobre, compuesta de unas cuantas tablas clavadas sobre horcones arrastrados con esfuerzo y paciencia desde lejanos bosques. El padre, hombre entrando a la madurez, era carpintero rural, aunque vivía lejos de los bosques y su mujer, una joven enamorada que no dudó en viajar con su marido hasta ese lejano sitio, donde habían podido construir su incipiente morada.
Los tiempos no eran buenos para la pareja, pues problemas de todo tipo los habían hecho emigrar, a fin de esperar la llegada del primogénito en algún sitio más propicio. En principio habían pensado quedarse a vivir en el pueblo que se encuentra en las faldas de la montaña, pero sus gratuitos enemigos de alguna forma lo habían impedido; solamente cuando llegaron a la parte más inhóspita de la montaña, fueron dejados en paz. Apenas el hombre pudo levantar unas cuantas tablas, cuando ya el esperado niño estaba en brazos de su madre, quien para protegerlo del frío, lo envolvió en trapos y lo acostó entre paja seca.
Unos pastorcitos que arreaban su rebaño de cabras, únicos animales que sabían encontrar algo de zacate aún en tales páramos, se acercaron a la cabaña al escuchar el estruendo de la tormenta, pensando que podría llegar a ellos. Cuando vieron al recién nacido, se llenaron de asombro y aceptaron gustosos la hospitalidad ofrecida por el matrimonio; ataron al macho, guía del rebaño, logrando con ello que el resto del hato se mantuviera cerca del líder. La cercanía de los niños y de los animales, acrecentó el calor que el recién nacido requería.
Esa fue una noche de alegría, pues para agasajar a sus visitantes, la mujer echó unas tortillas al comal y compartieron una frugal cena que transformó el sitio en un cálido hogar. Al día siguiente los niños se marcharon a seguir en busca de pastos para sus animales. El padre siguió con su trabajo, pues tenía el compromiso de terminar una coyunda y con paciencia retiraba trozos de madera para irle dando forma, haciendo trabajar la azuela con certeros y diestros golpes. Cuando dejaba el trabajo de la coyunda, continuaba con la tarea de fijar tablas para cerrar su choza, ya faltaba poco para terminarla, pero cuando menos ya se cubrían del inclemente viento.
Pocos días después acertaron a pasar unos arrieros que venía del punto donde aparece el sol por la mañana, llevaban varias jornadas de camino y sentían que los alimentos no les alcanzarían, por lo que encontrar esa cabaña inesperada, les llenó de alegría y se acercaron jubilosos en busca de algún alimento. Cuando vieron a la pareja y al recién nacido, los llenaron de parabienes. Esos arrieros tenían fama de adivinadores y eran respetados en todos los pueblos que tocaban. El hombre sintió confianza al verlos y les brindó la hospitalidad que sus costumbres le mandaban, la mujer les compartió de sus escasos alimentos. Antes de partir y ante la renuencia del matrimonio de recibir algún pago por los alimentos, los arrieros dejaron regalos para el recién nacido. Uno comerciaba con productos de barro y dejó unos jarritos policromos; otro, negociante de cobertores y ropas de lana, le obsequió una tibia cobija tejida a mano y el tercero, especializado en productos de bronce, dejó de recuerdo un sol de bronce, pulido y brillante, como el oro.
Esos fueron los primeros días de ese niño, nacido en condiciones no esperadas, pero que mostró a sus padres que el amor es el mejor remedio para las contrariedades.
Los arrieros se encargaron de llevar por su mundo la noticia de ese recién nacido, a quienes auguraban un futuro lleno de glorias.
Queridos amigos de Pedriplos en red, desde esta fría ciudad, envío a cada uno de ustedes un cálido y fraternal abrazo, deseando que el amor navideño los envuelva junto con sus seres amados y que el año 2012 nos llegue en un clima de paz y tranquilidad social.
En algún sitio, en lo alto de la árida montaña, se escuchó el llanto de un recién nacido, acompañado por la luz de un relámpago y su posterior estruendo, efecto de una tormenta lejana del sitio del feliz advenimiento. La casa era pobre, compuesta de unas cuantas tablas clavadas sobre horcones arrastrados con esfuerzo y paciencia desde lejanos bosques. El padre, hombre entrando a la madurez, era carpintero rural, aunque vivía lejos de los bosques y su mujer, una joven enamorada que no dudó en viajar con su marido hasta ese lejano sitio, donde habían podido construir su incipiente morada.
Los tiempos no eran buenos para la pareja, pues problemas de todo tipo los habían hecho emigrar, a fin de esperar la llegada del primogénito en algún sitio más propicio. En principio habían pensado quedarse a vivir en el pueblo que se encuentra en las faldas de la montaña, pero sus gratuitos enemigos de alguna forma lo habían impedido; solamente cuando llegaron a la parte más inhóspita de la montaña, fueron dejados en paz. Apenas el hombre pudo levantar unas cuantas tablas, cuando ya el esperado niño estaba en brazos de su madre, quien para protegerlo del frío, lo envolvió en trapos y lo acostó entre paja seca.
Unos pastorcitos que arreaban su rebaño de cabras, únicos animales que sabían encontrar algo de zacate aún en tales páramos, se acercaron a la cabaña al escuchar el estruendo de la tormenta, pensando que podría llegar a ellos. Cuando vieron al recién nacido, se llenaron de asombro y aceptaron gustosos la hospitalidad ofrecida por el matrimonio; ataron al macho, guía del rebaño, logrando con ello que el resto del hato se mantuviera cerca del líder. La cercanía de los niños y de los animales, acrecentó el calor que el recién nacido requería.
Esa fue una noche de alegría, pues para agasajar a sus visitantes, la mujer echó unas tortillas al comal y compartieron una frugal cena que transformó el sitio en un cálido hogar. Al día siguiente los niños se marcharon a seguir en busca de pastos para sus animales. El padre siguió con su trabajo, pues tenía el compromiso de terminar una coyunda y con paciencia retiraba trozos de madera para irle dando forma, haciendo trabajar la azuela con certeros y diestros golpes. Cuando dejaba el trabajo de la coyunda, continuaba con la tarea de fijar tablas para cerrar su choza, ya faltaba poco para terminarla, pero cuando menos ya se cubrían del inclemente viento.
Pocos días después acertaron a pasar unos arrieros que venía del punto donde aparece el sol por la mañana, llevaban varias jornadas de camino y sentían que los alimentos no les alcanzarían, por lo que encontrar esa cabaña inesperada, les llenó de alegría y se acercaron jubilosos en busca de algún alimento. Cuando vieron a la pareja y al recién nacido, los llenaron de parabienes. Esos arrieros tenían fama de adivinadores y eran respetados en todos los pueblos que tocaban. El hombre sintió confianza al verlos y les brindó la hospitalidad que sus costumbres le mandaban, la mujer les compartió de sus escasos alimentos. Antes de partir y ante la renuencia del matrimonio de recibir algún pago por los alimentos, los arrieros dejaron regalos para el recién nacido. Uno comerciaba con productos de barro y dejó unos jarritos policromos; otro, negociante de cobertores y ropas de lana, le obsequió una tibia cobija tejida a mano y el tercero, especializado en productos de bronce, dejó de recuerdo un sol de bronce, pulido y brillante, como el oro.
Esos fueron los primeros días de ese niño, nacido en condiciones no esperadas, pero que mostró a sus padres que el amor es el mejor remedio para las contrariedades.
Los arrieros se encargaron de llevar por su mundo la noticia de ese recién nacido, a quienes auguraban un futuro lleno de glorias.
Queridos amigos de Pedriplos en red, desde esta fría ciudad, envío a cada uno de ustedes un cálido y fraternal abrazo, deseando que el amor navideño los envuelva junto con sus seres amados y que el año 2012 nos llegue en un clima de paz y tranquilidad social.
Diciembre 7 de 2011 - Ciudad Juárez, Chih.
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