Por Sergio A. Amaya Santamaría
Era el día de reunión de aquellos buenos amigos, quienes al calor de la charla y de una humeante taza de café luego de sus horas de trabajo, se encontraban a platicarse sus incidencias, aunque nunca faltaba alguien que llevara una historia interesante. En esa ocasión fue Jesús quien solicitó la atención de todos para narrar una historia; tal vez sea una leyenda, pero no olvidemos que las leyendas siempre tienen parte de alguna verdad, como quiera que sea, se las contaré como me la relató mi abuela cuando yo era chamaco. Cabe decir que mi familia tiene su origen en algún lugar de la Costa Chica y las situaciones que se narran, son frecuentes por aquellos rumbos.
Esta historia se desarrolló aquí mismo, en Acapulco, durante los años de la Colonia, cuando regularmente llegaba a Acapulco, dos veces al año la llamada Nao de China, que realmente hacía su viaje regular entre Manila, y Acapulco. En uno de tales viajes, desembarcó en Acapulco un joven y rico comerciante, don Joaquín Armendáriz, acompañado de su joven y bella esposa, doña Beatriz de Zúñiga. El hombre era comerciante en telas y llegaban a Nueva España luego de un largo periplo, que había iniciado en su natal Madrid, cruzando Europa y Asia hasta llegar a China y Japón, buscando siempre las mejores telas para abastecer a una aristocrática clientela. De Japón sed embarcaron a Filipinas, donde deberían abordar la Nao que los llevaría a Acapulco, teniendo como destino final la Capital de Nueva España.
Cuando echaron anclas en el puerto de Acapulco, estaba iniciando la temporada de ciclones, lo que hacía imposible viajar tierra adentro. Con el fin de esperar el mejoramiento del clima, don Joaquín rentó una amplia casa, donde su esposa pudiese sentirse cómoda, pues el calor era agobiante; mientras tanto, el comerciante hacía negocios en el floreciente mercado que propiciaba la llegada del barco.
La casa era amplia, con el estilo propio de la región, de muros de adobe y revoque de cal apagada y techo de tejamanil. Una fresca galería miraba hacia la calle y al fondo, hacia abajo, el puerto. Al fondo de la casa, una agradable huerta proporcionaba fresco a las habitaciones. Por medio de otros comerciantes y Autoridades de la ciudad, el matrimonio se hizo de suficiente personal para el servicio; don Joaquín adquirió un par de buenos caballos para pasear por el pueblo y sus alrededores.
El personal estaba compuesto por un mayordomo criollo, Anselmo Arriaga, un mozo de espuela, indígena de la tierra, al igual que dos doncellas para el cuidado personal de doña Beatriz; una cocinera negra y para el aseo de la casa, la negra Damiana, ambas negras, originarias de la Costa Chica y descendientes de antiguos esclavos africanos. El pueblo de origen de estas mujeres, estaba cerca ya de los límites con Oaxaca.
Sin que mediara motivo alguno, Damiana fue acumulando rencor en contra de su ama, doña Beatriz, no obstante que la dama era amable y paciente con el personal de la casa, desde luego que don Rodrigo era ajeno a la administración interna del hogar. Empezó con un torcimiento de boca ante una orden de trabajo impartida por la señora, luego fueron incrementando de a poco, sin que los patrones lo notaran. Practicante de viejas tradiciones, heredadas de sus antepasados llegados de África, la negra Damiana era dada a echar los huesos para escrutar el futuro, desde luego que lo hacía a espaldas de sus patrones, quienes eran devotos católicos y, de saberlo, no hubieran dudado en denunciarla al Santo Oficio. La cocinera, desde luego, estaba al corriente de loo que hacía Damiana y ella misma era fiel creyente.
—La niña Beatriz tiene una sombra negra, dijo misteriosa la negra al echar los huesos, Babalú Ayé la quiere para él.
Ya noche, en lo mas profundo de la huerta, el par de negras marcaron un cuadro con cal en el suelo y degollaron una gallina negra, para propiciar la comunicación con los dioses y difuntos, diciendo oraciones en una lengua incomprensible.
En esos momentos el mayordomo salió a la huerta a hacer aguas, mirando un resplandor extraño, pensando en las b rujas, se santiguó y corrió a refugiarse en su habitación.
Pasaron los días y Damiana, puesta de acuerdo con la cocinera, empezó a poner el polvo de cierta planta en los alimentos de doña Beatriz. Luego de algunas semanas, la señora de Armendáriz empezó a ponerse pálida, acusando una debilidad alarmante, por lo que don Joaquín llevó a un médico para que revisara a su esposa; luego de su auscultación, el médico dictaminó que la mujer estaba enferma de los humores, por lo que deberían practicársele tres sangrías. Dispuso lo necesario y realizó la primera, por lo que Beatriz se sintió peor; el médico le hizo llevar un plato de caldo de gallina y fruta fresca.
Mientras la cocinera, siguiendo las instrucciones de Damiana, le administraba a Beatriz pequeñas dosis de los polvos, en tanto la bruja se entretenía echando, los huesos y escudriñando los arcanos. Las lluvias cesaron y se podía viajar, pero ante el estado de salud de su esposa, don Joaquín de Armendáriz no podía disponer su partida a tierras altas, aprovechando la demora en la feria de Acapulco para hacer negocios, coincidiendo con el arribo de la Nao de China. Lo que le permitió reciclar sus existencias e incrementar su fortuna.
El mayordomo, venciendo sus temores, se puso a investigar a la luz del día lo que pudiera originar los resplandores nocturnos, pero ¡oh sorpresa!, encontró la evidencia de prácticas de brujería en el fondo de la huerta: Las marcas con cal, las plumas de ave y cerca del lugar, el enterramiento de animales sacrificados. En un lugar sombrío, ya en los linderos de la propiedad y al abrigo de la alta barda, se miraba tierra removida y sobre ella, una cruz pintada con cal y rastros de velas negras. El hombre se santiguó y mirando en todas direcciones, se alejó rumbo a la casa. Anselmo se fue directamente al despacho de don Joaquín, irrumpiendo sin anunciarse, lo que hizo comprender al comerciante que algo grave ocurría.
—Qué ocurre, Anselmo, que entráis sin llamar, inquirió el comerciante.
De inmediato, el mayordomo le puso al tanto de lo descubierto, ante la sorpresa de Armendáriz.
—¡Cómo es posible!, en mi propia casa, ¿de quien sospecháis?, preguntó ansioso.
—De todos y de ninguno, mi señor, repuso lacónico el sirviente, pero dejadme hacer ciertas investigaciones antes de tomar alguna medida.
El fiel mayordomo recurrió a fray Antonio de María, viejo a migo de su familia, a quien relató todo el asunto.
El religioso escuchó con atención y al final del relato dijo a su amigo:
—Mira Anselmo, pediréis a don Joaquín que, bajo cualquier pretexto, haga salir a toda la servidumbre, tú os quedaréis al cuidado de doña Beatriz, entonces yo entraré a investigar en la huerta; llevaré agua bendita y lo necesario para protegerme. Ya os contaré lo encontrado.
Todos dispuesto, don Joaquín se hizo acompañar por todos los sirvientes, argumentando la necesidad de hacer limpieza en una finca que recién había comprado en las partes altas de la montaña. Fray Antonio de María hizo lo ofrecido y luego de rociar con agua bendita y rezar varias jaculatorias, removió la tierra marcada con la cruz de cal, encontrando un rosario envuelto en un fino pañuelo, el cual tenía una iniciales bordadas con hilo de oro: “BZ”.
—¡Beatriz de Zúñiga!, dijo en voz baja el religioso.
Guardó en su morral los objetos encontrados y luego de revisar los enterramientos, se dirigió a la casa, a fin de inspeccionar las habitaciones de la servidumbre, en busca de alguna conexión de lo hallado, con alguna de las personas habitantes de la casa. Al final de su inspección, llamó a Anselmo, el mayordomo, para compartirle sus conclusiones para que le mostrara los cuartos de los sirvientes.
Doña Beatriz dormía en su lamentable estado de salud, su hermoso rostro, antes fresco y rosado, ahora se miraba gris y apagado, enmarcado por su negra cabellera sobre la blancura de la almohada; el mayordomo salió en silencio a reunirse con fray Antonio.
—Como sospechaba, Anselmo, dijo el religioso, esto es práctica de brujería y le están haciendo un daña a doña Beatriz. Debo revisar las habitaciones de la servidumbre, a fin de encontrar algún indicio que nos lleve al culpable.
—Seguidme, Padre, yo os indicaré el aposento de cada cual.
Una vez en conocimiento, fray Antonio empezó a remover objetos, buscando algo que mostrara alguna inclinación a la magia negra. Finalmente halló algo al levantar el jergón de la negra Damiana; miró un envoltorio sospechoso: Un trapo rojo que al desplegarlo, dejó al descubierto un montoncito de huesos humanos, los pequeños huesos de una mano, blanqueados por el uso, había también unas velas negras. De inmediato llamó al mayordomo, quien le confirmó la pertenencia del jergón. Fray Antonio guardó los objetos en su morral y luego de confirmar que doña Beatriz continuaba dormida, salieron a la galería, a esperar el regreso de don Joaquín. Desde la galería de la casa se tenía una vista espectacular de la bahía, del muelle, donde se encontraba amarrada la Nao y el Fuerte de San Diego, construido como defensa en contra de los piratas; al fondo de la bahía, la isla que parece cerrar la bocana y el sol como un gran disco rojo, hundiéndose en las negras aguas del océano.
Ya obscureciendo se escucharon los cascos de caballos y el rodar de una carreta sobre el empedrado de la calle, era don Joaquín, volviendo del encargo; fray Antonio se paró frente a la comitiva, deteniendo la marcha, se acercó al comerciante para hablarle:
—¿Qué ocurre, fray Antonio, es mi esposa?
—No, no, le tranquilizó el religioso, vuestra esposa duerme ahora, pero creo haber descubierto el origen de su enfermedad. Por favor, don Joaquín, ordenad a vuestros sirvientes que permanezcan aquí, en tanto le pongo al tanto de lo averiguado.
Atendiendo la petición de fray Antonio, Armendáriz pidió al mayordomo ejecutar la orden, en tanto hablaba con el sacerdote. Una vez dentro de la casa, el religioso lo puso al tanto de lo descubierto.
—¡Pero cómo es posible!, ¿la propia sirvienta está perjudicando a mi esposa para hacerla morir?
—Desgraciadamente, don Joaquín, el Maligno no descansa y ocupa a sus acólitos en donde menos se espera.
—Pero entonces, ¿qué vamos a hacer para aliviar a doña Beatriz?, preguntó angustiado el comerciante.
—Lo primero es hacer confesar a la negra Damiana, luego la pondremos en cadenas y daremos aviso al Santo Oficio.
—Pero mi esposa, ¿cómo se aliviará?
—De eso me encargaré yo mismo, pues el mal se ataca con el bien y estamos preparados para ello.
Los dos hombres salieron y se enfrentaron con los sirvientes, quienes temían que algo los implicara con la Ley. En tanto y a indicación de fray Antonio, Anselmo fue en busca del Alguacil Mayor, quien de inmediato se presentó con la Guardia. Puesto al tanto por el propio don Joaquín, se dirigió a los sirvientes.
—Escuchadme todos, existen evidencias ciertas de que uno o varios de vosotros, han realizado prácticas de hechicería para enfermar a doña Beatriz, vuestra ama y señora; sabemos quien es la bruja, pero sus cómplices deberéis confesar. Lo hacen ahora, o todos seréis llevados ante el Santo Oficio y los santos Padres se encargarán de obtener vuestras confesiones.
La negra Damiana y la cocinera se miraron, mostrando la segunda una mirada de terror, Damiana solamente se sonrió. Esa breve mirada no pasó desapercibida para el Alguacil, quien de inmediato ordenó a sus hombres que aseguraran a las dos mujeres. La cocinera se desmayó de la impresión, en tanto que la hechicera se desaparecía en medio de una bola de fuego; un penetrante olor a azufre se percibió en el ambiente, en tanto se escuchaba una horrible carcajada que se fue perdiendo en los callejones del puerto.
Todos los presentes se santiguaron, algunos puestos de rodillas, La cocinera fue llevada a las mazmorras de la Autoridad.
Luego de unos días en que fray Antonio realizó exorcismos y misas, todo fue volviendo a la calma. Doña Beatriz recuperó la salud y el matrimonio siguió su camino rumbo a la Capital. La casa se desocupó y nadie quiso vivir en ella, cayendo en el abandono. Don Joaquín Armendáriz dejó de viajar y se estableció en la Capital de Nueva España; dicen que tuvo un cajón en el Parián, donde acudía la nobleza a proveerse de telas finas.
Esta historia, terminó Jesús su relato, se la escuchaba a mi abuela y ella la recibió de sus antepasados.
Los amigos aplaudieron la historia y se pasaron las horas haciendo comentarios y bebiendo el aromático café.
Era el día de reunión de aquellos buenos amigos, quienes al calor de la charla y de una humeante taza de café luego de sus horas de trabajo, se encontraban a platicarse sus incidencias, aunque nunca faltaba alguien que llevara una historia interesante. En esa ocasión fue Jesús quien solicitó la atención de todos para narrar una historia; tal vez sea una leyenda, pero no olvidemos que las leyendas siempre tienen parte de alguna verdad, como quiera que sea, se las contaré como me la relató mi abuela cuando yo era chamaco. Cabe decir que mi familia tiene su origen en algún lugar de la Costa Chica y las situaciones que se narran, son frecuentes por aquellos rumbos.
Esta historia se desarrolló aquí mismo, en Acapulco, durante los años de la Colonia, cuando regularmente llegaba a Acapulco, dos veces al año la llamada Nao de China, que realmente hacía su viaje regular entre Manila, y Acapulco. En uno de tales viajes, desembarcó en Acapulco un joven y rico comerciante, don Joaquín Armendáriz, acompañado de su joven y bella esposa, doña Beatriz de Zúñiga. El hombre era comerciante en telas y llegaban a Nueva España luego de un largo periplo, que había iniciado en su natal Madrid, cruzando Europa y Asia hasta llegar a China y Japón, buscando siempre las mejores telas para abastecer a una aristocrática clientela. De Japón sed embarcaron a Filipinas, donde deberían abordar la Nao que los llevaría a Acapulco, teniendo como destino final la Capital de Nueva España.
Cuando echaron anclas en el puerto de Acapulco, estaba iniciando la temporada de ciclones, lo que hacía imposible viajar tierra adentro. Con el fin de esperar el mejoramiento del clima, don Joaquín rentó una amplia casa, donde su esposa pudiese sentirse cómoda, pues el calor era agobiante; mientras tanto, el comerciante hacía negocios en el floreciente mercado que propiciaba la llegada del barco.
La casa era amplia, con el estilo propio de la región, de muros de adobe y revoque de cal apagada y techo de tejamanil. Una fresca galería miraba hacia la calle y al fondo, hacia abajo, el puerto. Al fondo de la casa, una agradable huerta proporcionaba fresco a las habitaciones. Por medio de otros comerciantes y Autoridades de la ciudad, el matrimonio se hizo de suficiente personal para el servicio; don Joaquín adquirió un par de buenos caballos para pasear por el pueblo y sus alrededores.
El personal estaba compuesto por un mayordomo criollo, Anselmo Arriaga, un mozo de espuela, indígena de la tierra, al igual que dos doncellas para el cuidado personal de doña Beatriz; una cocinera negra y para el aseo de la casa, la negra Damiana, ambas negras, originarias de la Costa Chica y descendientes de antiguos esclavos africanos. El pueblo de origen de estas mujeres, estaba cerca ya de los límites con Oaxaca.
Sin que mediara motivo alguno, Damiana fue acumulando rencor en contra de su ama, doña Beatriz, no obstante que la dama era amable y paciente con el personal de la casa, desde luego que don Rodrigo era ajeno a la administración interna del hogar. Empezó con un torcimiento de boca ante una orden de trabajo impartida por la señora, luego fueron incrementando de a poco, sin que los patrones lo notaran. Practicante de viejas tradiciones, heredadas de sus antepasados llegados de África, la negra Damiana era dada a echar los huesos para escrutar el futuro, desde luego que lo hacía a espaldas de sus patrones, quienes eran devotos católicos y, de saberlo, no hubieran dudado en denunciarla al Santo Oficio. La cocinera, desde luego, estaba al corriente de loo que hacía Damiana y ella misma era fiel creyente.
—La niña Beatriz tiene una sombra negra, dijo misteriosa la negra al echar los huesos, Babalú Ayé la quiere para él.
Ya noche, en lo mas profundo de la huerta, el par de negras marcaron un cuadro con cal en el suelo y degollaron una gallina negra, para propiciar la comunicación con los dioses y difuntos, diciendo oraciones en una lengua incomprensible.
En esos momentos el mayordomo salió a la huerta a hacer aguas, mirando un resplandor extraño, pensando en las b rujas, se santiguó y corrió a refugiarse en su habitación.
Pasaron los días y Damiana, puesta de acuerdo con la cocinera, empezó a poner el polvo de cierta planta en los alimentos de doña Beatriz. Luego de algunas semanas, la señora de Armendáriz empezó a ponerse pálida, acusando una debilidad alarmante, por lo que don Joaquín llevó a un médico para que revisara a su esposa; luego de su auscultación, el médico dictaminó que la mujer estaba enferma de los humores, por lo que deberían practicársele tres sangrías. Dispuso lo necesario y realizó la primera, por lo que Beatriz se sintió peor; el médico le hizo llevar un plato de caldo de gallina y fruta fresca.
Mientras la cocinera, siguiendo las instrucciones de Damiana, le administraba a Beatriz pequeñas dosis de los polvos, en tanto la bruja se entretenía echando, los huesos y escudriñando los arcanos. Las lluvias cesaron y se podía viajar, pero ante el estado de salud de su esposa, don Joaquín de Armendáriz no podía disponer su partida a tierras altas, aprovechando la demora en la feria de Acapulco para hacer negocios, coincidiendo con el arribo de la Nao de China. Lo que le permitió reciclar sus existencias e incrementar su fortuna.
El mayordomo, venciendo sus temores, se puso a investigar a la luz del día lo que pudiera originar los resplandores nocturnos, pero ¡oh sorpresa!, encontró la evidencia de prácticas de brujería en el fondo de la huerta: Las marcas con cal, las plumas de ave y cerca del lugar, el enterramiento de animales sacrificados. En un lugar sombrío, ya en los linderos de la propiedad y al abrigo de la alta barda, se miraba tierra removida y sobre ella, una cruz pintada con cal y rastros de velas negras. El hombre se santiguó y mirando en todas direcciones, se alejó rumbo a la casa. Anselmo se fue directamente al despacho de don Joaquín, irrumpiendo sin anunciarse, lo que hizo comprender al comerciante que algo grave ocurría.
—Qué ocurre, Anselmo, que entráis sin llamar, inquirió el comerciante.
De inmediato, el mayordomo le puso al tanto de lo descubierto, ante la sorpresa de Armendáriz.
—¡Cómo es posible!, en mi propia casa, ¿de quien sospecháis?, preguntó ansioso.
—De todos y de ninguno, mi señor, repuso lacónico el sirviente, pero dejadme hacer ciertas investigaciones antes de tomar alguna medida.
El fiel mayordomo recurrió a fray Antonio de María, viejo a migo de su familia, a quien relató todo el asunto.
El religioso escuchó con atención y al final del relato dijo a su amigo:
—Mira Anselmo, pediréis a don Joaquín que, bajo cualquier pretexto, haga salir a toda la servidumbre, tú os quedaréis al cuidado de doña Beatriz, entonces yo entraré a investigar en la huerta; llevaré agua bendita y lo necesario para protegerme. Ya os contaré lo encontrado.
Todos dispuesto, don Joaquín se hizo acompañar por todos los sirvientes, argumentando la necesidad de hacer limpieza en una finca que recién había comprado en las partes altas de la montaña. Fray Antonio de María hizo lo ofrecido y luego de rociar con agua bendita y rezar varias jaculatorias, removió la tierra marcada con la cruz de cal, encontrando un rosario envuelto en un fino pañuelo, el cual tenía una iniciales bordadas con hilo de oro: “BZ”.
—¡Beatriz de Zúñiga!, dijo en voz baja el religioso.
Guardó en su morral los objetos encontrados y luego de revisar los enterramientos, se dirigió a la casa, a fin de inspeccionar las habitaciones de la servidumbre, en busca de alguna conexión de lo hallado, con alguna de las personas habitantes de la casa. Al final de su inspección, llamó a Anselmo, el mayordomo, para compartirle sus conclusiones para que le mostrara los cuartos de los sirvientes.
Doña Beatriz dormía en su lamentable estado de salud, su hermoso rostro, antes fresco y rosado, ahora se miraba gris y apagado, enmarcado por su negra cabellera sobre la blancura de la almohada; el mayordomo salió en silencio a reunirse con fray Antonio.
—Como sospechaba, Anselmo, dijo el religioso, esto es práctica de brujería y le están haciendo un daña a doña Beatriz. Debo revisar las habitaciones de la servidumbre, a fin de encontrar algún indicio que nos lleve al culpable.
—Seguidme, Padre, yo os indicaré el aposento de cada cual.
Una vez en conocimiento, fray Antonio empezó a remover objetos, buscando algo que mostrara alguna inclinación a la magia negra. Finalmente halló algo al levantar el jergón de la negra Damiana; miró un envoltorio sospechoso: Un trapo rojo que al desplegarlo, dejó al descubierto un montoncito de huesos humanos, los pequeños huesos de una mano, blanqueados por el uso, había también unas velas negras. De inmediato llamó al mayordomo, quien le confirmó la pertenencia del jergón. Fray Antonio guardó los objetos en su morral y luego de confirmar que doña Beatriz continuaba dormida, salieron a la galería, a esperar el regreso de don Joaquín. Desde la galería de la casa se tenía una vista espectacular de la bahía, del muelle, donde se encontraba amarrada la Nao y el Fuerte de San Diego, construido como defensa en contra de los piratas; al fondo de la bahía, la isla que parece cerrar la bocana y el sol como un gran disco rojo, hundiéndose en las negras aguas del océano.
Ya obscureciendo se escucharon los cascos de caballos y el rodar de una carreta sobre el empedrado de la calle, era don Joaquín, volviendo del encargo; fray Antonio se paró frente a la comitiva, deteniendo la marcha, se acercó al comerciante para hablarle:
—¿Qué ocurre, fray Antonio, es mi esposa?
—No, no, le tranquilizó el religioso, vuestra esposa duerme ahora, pero creo haber descubierto el origen de su enfermedad. Por favor, don Joaquín, ordenad a vuestros sirvientes que permanezcan aquí, en tanto le pongo al tanto de lo averiguado.
Atendiendo la petición de fray Antonio, Armendáriz pidió al mayordomo ejecutar la orden, en tanto hablaba con el sacerdote. Una vez dentro de la casa, el religioso lo puso al tanto de lo descubierto.
—¡Pero cómo es posible!, ¿la propia sirvienta está perjudicando a mi esposa para hacerla morir?
—Desgraciadamente, don Joaquín, el Maligno no descansa y ocupa a sus acólitos en donde menos se espera.
—Pero entonces, ¿qué vamos a hacer para aliviar a doña Beatriz?, preguntó angustiado el comerciante.
—Lo primero es hacer confesar a la negra Damiana, luego la pondremos en cadenas y daremos aviso al Santo Oficio.
—Pero mi esposa, ¿cómo se aliviará?
—De eso me encargaré yo mismo, pues el mal se ataca con el bien y estamos preparados para ello.
Los dos hombres salieron y se enfrentaron con los sirvientes, quienes temían que algo los implicara con la Ley. En tanto y a indicación de fray Antonio, Anselmo fue en busca del Alguacil Mayor, quien de inmediato se presentó con la Guardia. Puesto al tanto por el propio don Joaquín, se dirigió a los sirvientes.
—Escuchadme todos, existen evidencias ciertas de que uno o varios de vosotros, han realizado prácticas de hechicería para enfermar a doña Beatriz, vuestra ama y señora; sabemos quien es la bruja, pero sus cómplices deberéis confesar. Lo hacen ahora, o todos seréis llevados ante el Santo Oficio y los santos Padres se encargarán de obtener vuestras confesiones.
La negra Damiana y la cocinera se miraron, mostrando la segunda una mirada de terror, Damiana solamente se sonrió. Esa breve mirada no pasó desapercibida para el Alguacil, quien de inmediato ordenó a sus hombres que aseguraran a las dos mujeres. La cocinera se desmayó de la impresión, en tanto que la hechicera se desaparecía en medio de una bola de fuego; un penetrante olor a azufre se percibió en el ambiente, en tanto se escuchaba una horrible carcajada que se fue perdiendo en los callejones del puerto.
Todos los presentes se santiguaron, algunos puestos de rodillas, La cocinera fue llevada a las mazmorras de la Autoridad.
Luego de unos días en que fray Antonio realizó exorcismos y misas, todo fue volviendo a la calma. Doña Beatriz recuperó la salud y el matrimonio siguió su camino rumbo a la Capital. La casa se desocupó y nadie quiso vivir en ella, cayendo en el abandono. Don Joaquín Armendáriz dejó de viajar y se estableció en la Capital de Nueva España; dicen que tuvo un cajón en el Parián, donde acudía la nobleza a proveerse de telas finas.
Esta historia, terminó Jesús su relato, se la escuchaba a mi abuela y ella la recibió de sus antepasados.
Los amigos aplaudieron la historia y se pasaron las horas haciendo comentarios y bebiendo el aromático café.
Febrero 25, 2012 - Ciudad Juárez, Chih.
3 Comentarios:
Querido Fernando, hace tiempo que no publicaba en Periplos, espero que esta historia del Acapulco Colonial, sea de tu agrado. Te mando un abrazo
Estimado Sergio: creo que sabes que los relatos tradicionalistas y de época, digamos, no sintonizan del todo conmigo, pero dicha discrepancia es mera cuestión de gustos literarios, por lo que nuevamente abogo por la sanidad de publicar una diversidad de temas, sobre todo, cuando hacemos referencia a un género tan subjetivo como es el cuento. ¡Y bravo porque sea subjetivo!, ya que esa característica es precisamente la que nos otorga como autores la suficiente flexibilidad para que hagamos gala de nuestra creatividad. Creo que ahí está el reto: el desafiarnos continuamente, para ofrecer a los lectores cosas nuevas, cosas que nosotros mismos no imaginábamos que podríamos crear y que, con un poco de esfuerzo y la ayuda de las musas electrónicas de nuestro tiempo, quizá podamos concebir. Hasta ahí mi comentario. Por otra parte, te comento que el nuevo aspecto de la plataforma de Blogger no me gusta (en realidad, creo que da asco). Y no me refiero solamente a la cuestión estética, sino también a lo poco práctico que resulta a la hora de publicar un post, por ejemplo, si te das cuenta hice algunos ajustes en tu escrito: antes los renglones estaban todos amontonados y eso, haciendo a alusión a la legibilidad que se recomienda deben tener los textos en la Internet, definitivamente no resulta muy amistoso para los lectores (tomando en cuenta que no es lo mismo leer en papel que leer en un monitor). Lamentablemente, parece que ya no es posible regresar a la vieja interface, por lo que deberemos tener mayor cuidado en lo sucesivo a la hora de publicar un post (puedes checar los ajustes que hice en el editor de textos correspondiente a tu escrito, específicamente, en la ventana de HTML). Me da gusto que por fin hayas hecho una aportación a éste, nuestro humilde blog (comenzaba a creer que Periplos en red ya había retornado a su antigua modalidad de un solo editor). Espero verte (y a Tibaldo también) más seguido por aquí. ¿Qué opinas de los ajustes que he hecho en el diseño del blog? Creo que mi tendencia este año es la de simplificar je je. Saludos y estamos en contacto.
Hola, Fernando, gracias por tu edición en mi pu blicación y tienes razón, los cambios que hicieron para publicar en los blogs, nos han complicado, sobre todo a quienes tenemos escasos conocimientos de los códigos. anteriormente usaba "p" para separar renglones y ahora no funciona; veré lo que usaste para tomarlo en cuenta. Te abrazo con afecto.
Periplos en red busca crear espacios intelectuales donde los universitarios y académicos expresen sus inquietudes en torno a diferentes temas, motivo por el cual, las opiniones e ideas que expresan los autores no reflejan necesariamente las de Periplos en red , porque son responsabilidad de quienes colaboran para el blog escribiendo sus artículos.
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