Por Francisco Reyes Baños


No se debe pensar que nuestro país sólo se tiene en el combate a la violencia o al narcotráfico su única lucha, hay otros “combates” que no debemos soslayar como lo es el combate a la ineficiencia, esto a propósito de la noticia difundida el 20 de mayo del año en curso y que ubica a nuestro país en el lugar 47 de 58 países dentro de la lista de competitividad mundial realizada por el Instituto de Negocios IMD en su IMD World Competitiveness Yearbook 2010 (WCY).

El WCY utiliza una metodología que analiza y ubica la habilidad de los países para crear y mantener un ambiente de competencia entre las empresas, es decir, incorpora no solo el aspecto del producto económico sino también las dimensiones políticas, sociales y culturales que afectan el entorno empresarial. En ese orden, el ranking considera 4 factores: Desempeño Económico (que incluye los subfactores: mercado interno, comercio internacional, inversión extranjera y empleo), Eficiencia Gubernamental (que incluye los subfactores: Finanzas Públicas, Política Fiscal, Interinstitucionalidad y Normatividad en los Negocios), Eficiencia en los Negocios (que incluye los subfactores: Productividad, Mercado Laboral, Finanzas y Prácticas Administrativas) e Infraestructura (que incluye los subfactores: Infraestructura Básica, Infraestructura Tecnológica, Infraestructura Científica, Recursos y Salud).

Para el caso de nuestro país, el análisis se enfoca en puntualizar cinco retos a superar: reformas en la educación, empleo, energía, política fiscal y direccionar esfuerzos al mercado interno a través de la innovación. Así también, se destaca la urgente necesidad de propiciar ambientes favorables para los negocios a fin de fortalecer la competencia; dirigir mayores recursos a la infraestructura pública para reducir costos de logística entre las entidades del país y; con un especial énfasis, se insiste en la necesidad de asimilar y adaptarse a las nuevas condiciones y retos del mercado mundial.

Es evidente que la evaluación no resulta favorable, sobre todo cuando se hace una comparación con países que no hace muchos años eran ampliamente superados por México y que hoy se encuentran en mejores posiciones en el ranking internacional; la historia ha cambiado. Hay que destacar sobre todo los aspectos en donde los recursos básicos, tecnológicos, científicos y humanos no han logrado colmar los requerimientos del mundo de los negocios, más concretamente, los aspectos no cubiertos por la ciencia, tecnología e innovación nacional que no han logrado generar valor suficiente para cambiar la evolución de la competitividad.

Los resultados del análisis están ahí, y es una lucha que no debemos perder, ahora nos queda redoblar esfuerzos para empujar las reformas que apoyen una mayor flexibilidad a la competencia empresarial; promover inversión suficiente que respalde esos esfuerzos, pero sin duda, el aspecto más notable es que en esta Economía del Conocimiento que nos ha tocado vivir se nos exhorta a fortalecer el nexo entre la academia y la empresa, la experiencia internacional consistentemente nos muestra que la fórmula clave es C+T+iX= valor (ciencia más tecnología más innovación y producción es igual a creación de riqueza). En el caso muy particular de la ciencia y la tecnología nacional, las reformas legales mínimas necesarias ya están presentes en la legislación correspondiente (modificaciones a la Ley de Ciencia y Tecnología, LCYT, junio 2009), en mi opinión solo falta el talento suficiente para armonizar el espíritu legislativo con la realidad empresarial, solo falta concretar el nexo en el que el conocimiento se transforme en valor.

El dispositivo legal señalado contempla ya una serie de figuras (alianzas estratégicas, empresas de base tecnológica, unidades de vinculación, etc.) que proponen a la comunidad científica nacional centrar sus esfuerzos ya no solo en la creación de conocimiento a partir de la investigación básica, sino que también se pretende que el conocimiento llegue hasta el desarrollo tecnológico y se convierta eventualmente en una innovación asimilable a nivel de la producción de las empresas; ello sin olvidar la presencia de incentivos económicos a fin de que, ante la eventual creación de empresas de base tecnológica por ejemplo, los investigadores puedan obtener retribución a partir del éxito de las innovaciones tecnológicas puestas en acción. De esta manera, el espíritu de la LCYT propone que, sin descuidar la investigación básica, el ciclo de la transformación del conocimiento en valor no se trunque o que, al menos, no sea la normatividad aplicable un obstáculo para fomentar en la comunidad científica el interés por completar la cadena de valor del conocimiento, es decir, desde el conocimiento meramente teórico hasta la aplicación tecnológica que de él se derive.

Y si bien es cierto no es suficiente con una ley resolver los diversos frentes en este tema, pues hace falta un cambio cultural y una mayor inversión en diversos ámbitos, lo cierto es que ya están presentes los elementos para que nuestro país se enfoque en ser un productor de bienes con alto valor agregado por el componente tecnológico que se incorpore en los mismos. Ciertamente, aún siguiendo esa vía los resultados no serán visibles en el corto plazo, antes deberá darse todo un proceso de asimilación y armonización a fin de que las políticas públicas pongan en la agenda nacional como un tema prioritario el impulsar a la academia y a las empresas hacía una Economía del Conocimiento. Parece una lucha compleja, pero ¿acaso hay otra vía?



El contenido plasmado en este blog es producto de la reflexión de su autor, de sus colaboradores y de los pensadores que en él se citan. Cualquier semejanza con la realidad o alguna ficcón literaria, televisiva, psicótica paranoide o de cualquier otra índole es mera coincidencia

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