El primer día...

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Por el Ing. Sergio Amaya Santamaría

Hacía poco tiempo que habíamos llegado a la ciudad de Irapuato, en el Estado de Guanajuato; era el año de 1945 y en ese entonces la ciudad era muy pequeña.

En aquellos lejanos años, la ciudad estaba delimitada, viniendo de Salamanca, por las vías del ferrocarril. Cuando llegaba uno procedente de Guadalajara o Abasolo, se entraba a la ciudad cruzando el Puente de Guadalupe. Mirando al oriente, la ciudad terminaba en el Río Silao, hoy Blvd. Díaz Ordaz; la Colonia Moderna se componía de unas cuantas casas aisladas y al final, el Estadio y la Plaza de Toros.

Siendo tan pequeña la mancha urbana, era común vivir en la zona centro, nosotros llegamos a una casita en la calle de Manuel Doblado, muy cerca del Jardín Principal; en ese entonces, casi todas las calles del centro estaban empedradas; unas cuantas contaban con pavimento.

Pero se preguntarán ¿Quiénes éramos nosotros?, pues cuatro huérfanos y una heroica madre. Nuestra madre, Doña Aurelia, era una mujer fuerte, inteligente, amorosa y enérgica cuando había que serlo, pero con escasa preparación para sacar adelante a su prole. Mi hermana Iris, de 12 años; mis hermanos, Antulio de 11, Pepe de 6 y yo, Sergio, de 5 años.

Al quedar mi madre sin posibilidades de sustento, viviendo en la Ciudad de México, recurrió a su hermano menor, Alfonso, por aquel entonces teniente del ejército mexicano, egresado del H. Colegio Militar y de reciente matrimonio, entonces con una bebita de unos cuantos meses de nacida; no obstante ello, aceptó hacerse cargo de mi madre y sus hijos.

Siendo el gasto en la casa tan grande y el ingreso tan flaco, la solución era poner en un internado a los niños, pues tendríamos educación, ropa y alimentos. Decidido esto, se consiguió nuestro ingreso en un internado para hijos de militares, tal institución se encontraba en Zacatecas, en el poblado de Guadalupe, muy cercano de la Ciudad Capital.

En aquellos lejanos días, el viaje de Irapuato a Zacatecas, si se hacía por carretera, podría llevarse unas 18 horas, con todos los riesgos y gastos que llevaba, pues debemos recordar que las carreteras eran malas y angostas. Por ferrocarril, que entonces era una forma de transporte más popular, el tiempo se reducía a doce o quince horas, con la ventaja que se hacía de noche y su costo era menor.

Resueltos ya todos los pormenores, un día de finales de enero nos fuimos a la estación del ferrocarril, además de mis hermanos y mi madre, nos acompañaba una amiga de mamá, a quien cariñosamente llamaban Litos.

El tren procedente de la Ciudad de México, era conocido como el “Águila Azteca”, era un gran convoy compuesto por vagones de carga, correo exprés, carros dormitorios, primera y segunda clase, generalmente llevaba dos poderosas máquinas de vapor para arrastrar ese pesado convoy. Pasaba diariamente por Irapuato entre las nueve y las diez de la noche, de manera que pasadas las ocho de la noche ya estábamos en la estación, que al igual que todas las zonas de arribo y salida de pasajeros, estaba rodeada de hoteluchos de mala muerte. La zona de la estación, alejada de la ciudad, al otro lado del Río Silao, era lugar peligroso, pero ya dentro de la estación, no teníamos problema.

Yo no recuerdo cómo llegamos a Irapuato procedentes de México, pero para mi, ese fue mi primer viaje. Los tres muchachos estábamos inquietos por abordar el tren, lo cual hicimos no sé a qué hora.

Las enormes y negras locomotoras de vapor entraron bufando a la estación y de pronto todo se volvió movimiento: carros de mano cargados de cajas y maletas iban y venían, pasajeros subiendo y bajando, gente despidiendo o recibiendo, risas por los que llegan y llantos por los que se van.

Finalmente estabamos instalados ya, el carro es de segunda clase, las bancas son de madera y vamos en dos bancas, una frente a la otra. Las grandes ventanillas de cristales mugrosos, son ventanas a mundos nuevos, maravillosos, llenos de misterio para los tres niños que van hacia un destino remoto y desconocido. Desde el andén, los vendedores gritan ofreciendo su mercancía: enchiladas, tacos, elotes, juguetes de madera, dulces regionales, cobijas para el frío del camino, en fin, mil cosas y golosinas que a los niños les hace agua la boca.

Al fin se escucha el esperado ¡Vámonos!

El tren da un jalón de repente y se pone en movimiento; primero muy lento, entre bufidos de las locomotoras y rechinar de fierros. Poco a poco va tomando velocidad y a través de las ventanillas se ven a lo lejos las luces de la ciudad que va quedando atrás, hasta que poco antes de La Calera se pierde de vista. Luego todo es obscuridad, de vez en cuando se miran a la distancia las luces mortecinas de pequeñas rancherías. A bordo hay algarabía: hombres que ríen o platican, chamacos que corren por el vagón o que lloran por cualquier cosa y madres que abren atadillos con comida para la cena de la familia. El Conductor pasa revisando los boletos y destinos de los pasajeros, tratando de caminar entre maletas, bultos, cajas y hasta huacales con animales: gallinas, guajolotes y hasta un maloliente cerdito.

Después de merendar, los tres chiquillos se quedaron dormidos, poco a poco el vagón se va quedando en silencio. Los padres abrazan a sus hijos para que se duerman, al tiempo que ellos mismos van cayendo en el necesario descanso. Las emociones del viaje los derrotan y se escuchan algunos ronquidos.

La madre de los niños llora en silencio, se ha hecho fuerte desde que se tomó la decisión del internado; aunque sabe que es la única solución en esos momentos, siente como si se estuviera deshaciendo de sus hijos, su amor de madre es mas fuerte que el razonamiento del hecho en sí.

Piensa en la falta de oportunidades que la vida le marcó: podría haber estudiado algo, tal vez enfermería, como sus hermanas, pero por ser la mayor de las mujeres, su obligación estaba en casa, a lado de su madre, para atender a la familia. El matrimonio formado por Don Honorio Santamaría, músico empírico y arreglista de una banda municipal y Doña Aurelia Velasco, procreó 8 hijos, de los cuales, 3 hombres fueron militares y dos músicos profesionales; así como tres mujeres, dos enfermeras y la madre de los niños, quien no había tenido oportunidad de estudiar.

Toda su vida pasó ante sus ojos en esas tristes horas, previas a la separación de sus hijos. En algún momento el conductor pasó avisando la llegada a la estación de Silao. Era de madrugada y había poco movimiento en la estación. Del vagón en que viajaban, bajaron dos pasajeros y subió uno, un abonero con un gran atado de colchas y manteles.

Media hora escasa y el tren siguió su camino: Romita, Comanjilla, San Carlos, León. Empezaba a clarear allá, en la distancia. Un suave resplandor pintaba de rojo el horizonte. Aquí hubo más movimiento, casi medio carro se vacía y suben otros llevando bultos de zapatos y huaraches. El abonero abandona el carro y un grupo de niños ruidosos abordan el tren. La madre arrulla a sus críos a fin de que no despierten, los arropa con una cobija para que no resientan el frío del amanecer. Su comadre Litos parece dormir, aunque va muy pendiente de los niños y de la madre.

Nuevamente el tren en movimiento. Es un tramo largo en que no hay estaciones, solo pequeños caseríos donde se aprecian unos cuantos focos, tristes y amarillos. Muchos más que ni eso tienen, sólo destacan su forma contra el horizonte que empieza a clarear.

Finalmente, también la madre es vencida por el sueño, su respiración se hace más lenta y profunda. Una de sus fuertes y cálidas manos abraza a un niño y la otra reposa sobre los otros dos: son como polluelos bajo las alas de la gallina.

Las estaciones se suceden entre el monótono traca-traca-traca: Purísima de Bustos, Lagos de Moreno, Encarnación de Díaz, Aguascalientes… Ya para entonces ha amanecido por completo, los niños se despiertan ante la algarabía desatada por la llegada a la estación. Pasajeros que recogen sus pertenencias; madres ocupadas en reunir a su prole. Otros viajeros que llegan a ocupar los asientos vacíos. Vendedoras de alimentos que desde el andén anuncian a gritos su mercancía.

Los niños no salen de su asombro al ver tantas cosas nuevas para ellos. Pero el hambre de la mañana los vuelve a la realidad y la madre les compra un humeante atole y una buena dotación de tamales, dulces, rojos y verdes. Los cinco viajeros disfrutan del desayuno, en tanto el ferrocarril vuelve a ponerse en movimiento. La ciudad va quedando atrás y los campos de cultivo dominan el paisaje.

Poco más de una hora después, el conductor recorre los furgones anunciando la siguiente estación: ¡Pavellón!

El tren se detiene. Es una estación pequeña, pero siempre hay carga para el exprés; suben y bajan bultos…. Nuevamente en movimiento. Debe haber reparaciones en la vía, pues continuamente el convoy se detiene continuamente, en ocasiones por períodos prolongados.

Ya cerca de las diez de la mañana llegamos a Rincón de Romos, el último pueblo de Aguascalientes. Empieza Zacatecas; siguen tramos más o menos largos: Los Griegos…. La Concepción…. A medio día arribamos a Guadalupe; las dos mujeres levantan maletas, cobijas y críos y abandonan el furgón. Es el final del mes de enero y aunque el sol está fuerte, a la sombra se siente frío. Un vientecillo barre los andenes, haciendo estremecer a los recién llegados.

El pueblo es pequeño, de calles empedradas y casas de estilo colonial unas, otras medio afrancesadas de tiempos del Porfiriato. Ya mal pintadas y dejadas por el tiempo. Como viejas aristócratas venidas a menos.

Los viajeros caminan hacia el centro del pueblo, dos o tres cuadras y llegan a la plaza principal, un cuadrado de tierra con unos cuantos árboles de hojas perennes. En el costado poniente de la plaza, se levanta la parroquia y adosado a ella, en la esquina, el exconvento, hoy convertido en la escuela de hijos del ejército, el Internado.

El trámite de inscripción fue rápido, pues ya estaba todo arreglado. Después de comer mi madre nos llevó a la escuela y nos despedimos, sintiendo un gran vacío dentro de nosotros. Los tres hermanos ahora solos, entre extraños.

En tanto llamaban para la cena, nos pusimos a recorrer el plantel, a fin de irnos familiarizando. A la escuela se accedía por una escalinata, de aproximadamente un metro con veinte centímetros arriba de la banqueta, espacio que ocupaba parte del sótano de aquellos edificios. Esta escalera desembocaba en un corredor techado al frente del edificio. La entrada a la escuela estaba en un corredor y a un costado estaba la dirección y la oficina administrativa. Al terminar este corredor, había una gran reja de acero para entrar a un patio pequeño, que daba acceso al comedor y a la cocina, así como a la oficina del prefecto. Del lado derecho de este patio, había un breve pasillo que comunicaba con el patio principal, alrededor del cual se encontraba la enfermería y los salones de clases; en el muro de enfrente, se abría una gran escalinata que llevaba a la planta superior, donde estaban localizados los dormitorios y los baños. En la planta baja, a lado derecho, un lóbrego y frío pasillo daba acceso a la huerta y a la panadería y carbonería. A espaldas de estas dependencias, ya afuera del edificio de la escuela, discurría un pequeño arroyo, seco la mayor parte del año y en la rivera opuesta, empezaba la ladera del cerro.

Una vez conocido el plantel, volvimos al patio chico, donde algunos grupos jugaban al trompo; los mirones sentados alrededor del círculo de juego. Mis hermanos y yo nos acomodamos y estábamos presenciando el desarrollo del juego, cuando un jugador lanzó su trompo, con tan mala técnica, que fue a clavarse en mi frente, sobre la ceja derecha.

Mi hermano Antulio de inmediato se acercó a ayudarme, a tratar de detener la hemorragia y a consolarme, pues yo lloraba por el dolor y el susto de ver tanta sangre. Me trasladaron a la enfermería, ubicada a un costado de la prefectura, por el patio principal. La enfermera me curó con amorosas manos y ya con un buen parche colocado y abrazado por mis hermanos, volvimos al patio, pero manteniéndonos a una prudente distancia entre nosotros y los jugadores de trompo.

A las seis de la tarde llamaron a cenar, por ser primeros días y no tener clases aún, se podía uno sentar en cualquier parte, de forma que mis hermanos y yo nos sentamos a una mesa que era para quince personas, siete a cada lado y en la cabecera el Jefe de Mesa.

El aroma del atole de avena, pan recién horneado y frijoles cocidos, llenaba el ambiente y despertaba el apetito de los niños. Uno de los alumnos mayores, que ya tenía tiempo estudiando ahí, nos llevó una jarra con atole y una olla de frijoles, el pan había que ir a tomarlo de una canasta, cerca de uno de los ayudantes de la cocina.

No podemos decir que fue una buena merienda, pues aunque los alimentos estaban sabrosos, la ausencia de la madre y la hermana se hizo más notoria. Los tres chiquillos merendaron en silencio, al terminar llevaron sus trastos sucios a la cocina y salieron al patio. La noche empezaba a refrescar y Antulio abrazaba a los pequeños, uno a cada lado, como para protegerlos del frío.

Los tres se fueron a sentar a una banca, fuera de la dirección y ahí los fue a buscar el prefecto, acompañado de una señora alta, delgada, de rostro enérgico pero bondadoso, quien preguntó:

__ ¿Cómo se llaman los pequeños?

__ Sergio y Pepe. Contestó Antulio.

__ Muy bien __repuso la señora__ yo soy Adela y soy la encargada del dormitorio de los pequeños, tú __le dijo a Antulio__ irás a dormir al dormitorio de los mayores.

Antulio, el hermano mayor, habló con los dos niños; Pepe, con un poco más de madurez, aceptó que habría que separarse de su hermano mayor para dormir y también para estudiar. Pero Sergio se aferró a las piernas de su hermano y entre llantos y gritos se negó a separarse. Antulio, con un nudo en la garganta, comprendía que era inevitable la separación de sus hermanitos; tomó en brazos al pequeño y se encaminaron a los dormitorios, precedidos por Adela, quien muchas veces había presenciado escenas parecidas.

Llegaron los niños al dormitorio de los pequeños y no se había logrado nada, Sergio seguía aferrado a su hermano Antulio. Debiendo poner fin a esta situación, Adela le pidió a Antulio que le entregara al niño y que se retirara a su dormitorio, al otro lado del corredor.

Con gran esfuerzo pudieron separar a los hermanos y ya con el chiquillo en brazos y seguida de Pepe, Adela se adentró en el dormitorio. El llanto de Sergio era lastimero, angustioso, pues sentía esa separación como una continuación del alejamiento de su madre y hermana. Con el corazón estrujado, Antulio se alejó, rumbo a su dormitorio, sufriendo también por el llanto de su hermano.

En tanto, en el dormitorio de los niños el drama continuaba, Adela cerró la puerta para que el niño no se saliera, pues el pequeño no se quedó en su cama; hincado junto a la puerta, lloró lastimeramente durante toda la noche, llamando a Antulio, quien a su vez lo escuchó llorar hasta el nuevo día.

Este fue el primer día en el Internado de tres hermanos niños que, aún de viejos, siguen unidos por ese amor indisoluble que su madre les legó, amor que abraza también a Iris, la hermana que siguió al lado de la madre.


Febrero 9, 2009 - Ciudad Juárez, Chihuahua

1 Comentario:

zaid dijo...

Estimado Sergio, como siempre, es un placer y orgullo el leerlo, uno aprende de lo que usted escribe, porque más alla del escrito, siempre hay una enseñanza, un ejemplo, un gesto de amor
Gracias por compartir con nosotros esa esencia que trae desde que ha nacido
cariños amigo!
zaidena



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