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Por Fernando Reyes Baños


Recuerdo que una noche, el año pasado, salí tarde de mi trabajo para ir a mi casa. Ya no recuerdo por qué decidí quedarme una hora más tarde después de las ocho. Por la razón que fuera, lo que sí tengo presente es que esa noche llovía. Una de las pocas veces que llegamos a gozar de lluvia a esas horas en Acapulco. Una lluvia, como Torcuato Luca de Tena lo describiera en una de sus novelas, ridícula: sin ser torrencial, pero lo suficientemente copiosa como para mojarte después de caminar un par de cuadras. Salí, pues, del estacionamiento y, parando frente a un semáforo, esperé a que éste se pusiera en verde para avanzar y ser parte del caudal de llantas al que me integraba, cada noche en la Costera Miguel Alemán, para virar más adelante alrededor de nuestra a veces maltratada Diana Cazadora. Luz verde. Avancé como siempre. Sin prisas (era tarde, pero no demasiado). De pronto, como ocurren los accidentes (porque si uno pudiera percatarse del percance para evitarlos, ya no serían tales), algo golpeó mi carro por el lado del conductor. Me detengo en seco, sintiendo esa horrible sensación conocida por todo conductor cuando un golpe atronador tiene que ver con su coche. Salgo y veo a un hombre en la calle, levantándose del asfalto con dificultad, ubicado entre la carrocería recién golpeada de mi carro y la motocicleta que él estaba conduciendo y que, por lo visto, había estampado contra mi carro. Obviamente, como resultado del incidente, tenía algunos golpes y heridas, pero nada que le evitara tomar su motocicleta otra vez y seguir su camino, como después pude constatarlo cuando, después de habernos arreglado, nos despedimos. Mi carro, en cambio, tenía el aspecto que cabría imaginarse después de que una motocicleta se estrellara contra uno de sus lados. Aparentemente, el motociclista no alcanzó a detenerse en el semáforo, patinó al frenar y terminó estrellándose contra mi unidad. Ambos coincidimos en que tal fue la secuencia de los hechos y acordamos que nos veríamos al día siguiente para que me pagara por los daños (solo debíamos comunicarnos en la mañana para especificar la hora y el lugar de nuestro encuentro). Fue, como dicen, un acuerdo entre caballeros. Lo importante entonces era que se atendiera sus heridas, por lo que no hubo, de parte mía, petición de ningún documento (solo intercambiamos números de celular). Lo anterior obviamente, en cuanto se los comenté a mis familiares y seres queridos más tarde (porque, invariablemente, siempre te preguntan en estos casos qué papel te dejó a cambio el que te chocó), provocó la clásica reacción: ¡Pero como pudiste! ¿De verás crees que se va a presentar? Eso no se hace y un largo etcétera. No sabría decir porqué creía que las cosas no saldrían mal. En el pasado, ya había tenido malas experiencias y ésta no tenía porque ser, evidentemente, diferente. Supongo que la persona me inspiró confianza y, como fuera, las cosas habían pasado así y ya. Lo único que podía hacer era esperar que todo saliera bien. Al día siguiente, que no me pudiera comunicar con la persona en cuestión, me puso nervioso naturalmente, pero como al medio día nos contactamos y acordamos vernos a las cuatro de la tarde. Cuando finalmente nos volvimos a ver, la persona me pagó lo acordado para que llevara el carro al taller de mi elección. Le pregunté por sus heridas y me comentó que todo estaba en su lugar, al parecer, solo estaba adolorido. Después nos despedimos y nunca más volví a verlo o a pensar en él o en el incidente… hasta ahora, que escribo la reseña de lo que sucedió entonces. La pregunta es: ¿por qué viene al caso esta historia? La respuesta es simple: porque todavía, y a pesar de lo que digamos o escuchemos de los demás, hay personas buenas en este mundo, y que no importa si son hombres o mujeres, al final lo que de veras importa es que sean humanos, seres humanos libres, conscientes, responsables y respetuosos, tal y como lo ejemplificó la persona de esta historia a quien dedico este escrito.



El contenido plasmado en este blog es producto de la reflexión de su autor, de sus colaboradores y de los pensadores que en él se citan. Cualquier semejanza con la realidad o alguna ficcón literaria, televisiva, psicótica paranoide o de cualquier otra índole es mera coincidencia

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